Prólogo

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NOTA PARA EL LECTOR
Pertenezco a la clase de personas que no confía plenamente en el uso del teléfono. No es que considere que el
sistema telefónico se esté desintegrando —a pesar de que en ciertas circunstancias da esa impresión—sino que al
emplear este medio me parece que no logro saber a ciencia cierta lo que está pensando realmente la otra persona.
Si no puedo verla, ¿cómo puedo adivinar sus sentimientos? Y, ¿qué importancia tiene lo que dice si desconozco lo
que piensa?
Tal vez fue por esta característica mía que sentí tanta curiosidad cuando, hace más de cuatro años encontré en
el "New York Times" una noticia sobre un nuevo campo de investigación: La comunicación no-verbal. Al poco
tiempo me encargaron que escribiera un artículo sobre el tema para la revista "Glamour". Cuando terminé el
trabajo al cabo de tres o cuatro meses, tuve la sensación de haber tratado el tema superficialmente y que había
mucho más que aprender al respecto.
Muy a menudo, cuando escribo un artículo me siento inclinada a cambiar de carrera. Si entrevisto a un
antropólogo, termino deseando convertirme en un antropólogo. Si paso una hora consultando a un psicoterapeuta,
cuando salgo al ardiente sol de las calles de Nueva York, me pregunto por qué demonios habré elegido ser
escritora cuando muy bien podría haber estudiado psicología en la universidad y haber dedicado mi vida a esta
profesión. Lo que me fascina no es la carrera, sino el tema en sí.
De cualquier manera, después de haber pasado varios meses en contacto con la comunicación no verbal, el
efecto que experimenté, fue más profundo que lo habitual, estaba entregada por completo al tema y no podía
soportar la idea de dejarlo. Por lo tanto, durante el siguiente año y medio recorrí universidades e institutos de salud
mental, ya que allí se lleva a cabo la mayor parte de la investigación. Tuve entrevistas con psicólogos,
antropólogos y psiquiatras; lo que da una pauta de la diversidad de personas que se ocupan del tema. Vi
interminables películas en blanco y negro de gente sentada conversando y de gente conversando de pie. Por lo
general las pasaban en cámara lenta, de manera que los movimientos corporales y las voces tomaban un aspecto
extraño y fantasmal, como si los protagonistas estuvieran debajo del agua. Poco a poco, de tanto mirar las
películas, comencé a "ver". No tanto como puede ver un especialista —uno de ellos me dijo que tardaría por lo
menos dos años en entrenarme— pero sí mucho más de lo que veía al principio.
Porque ver es el secreto de la comunicación no-verbal. Sugeriría que el lector comenzara la lectura de este libro
sentándose frente al televisor. Enciéndalo pero deje sólo la imagen, sin sonido. Le recomendaría los programas
tipo conferencia —especialmente los de Dick Cavett y Johnny Carson—. En este tipo de programas la gente se
comporta de una manera normal; no "actúa" y las cámaras, al acercarse y alejarse del protagonista, brindan una
imagen total del individuo. Al eliminar la distracción que producen las palabras, su primera impresión será la gran
cantidad de movimientos que los protagonistas realizan con el cuerpo. En un momento dado, parece que están
haciendo demasiadas cosas al mismo tiempo. Una persona levanta las cejas, inclina la cabeza, descruza una
pierna, se echa hacia atrás en el asiento, juguetea con los dedos; unos segundos después, sus manos revolotean
en el aire, con gestos enfáticos, cuando comienza a hablar.
Si usted fuera un científico que se enfrentara con esta imagen, ¿qué estudiaría? ¿Cómo registraría lo que está
viendo? ¿Por dónde comenzaría?
En los últimos años, cientos de estudiosos de ciencias sociales se han formulado estas preguntas y han tratado
de descifrar el código de la comunicación no-verbal. Este libro pone en relieve los esfuerzos y los descubrimientos
realizados.
Quisiera aclarar desde el comienzo que este libro no es un código en sí. No ofrece la posibilidad de conocer a
otra persona simplemente a través del comportamiento no-verbal. El lector tampoco podrá sentarse frente al
televisor sin sonido y traducir los movimientos del cuerpo de los protagonistas como si éstos respondieran a un
vocabulario fijo: juguetear con los dedos no quiere decir necesariamente siempre lo mismo y cruzar la pierna de
izquierda a derecha, tampoco. La comunicación humana es demasiado compleja. De todos modos, la investigación
sobre la comunicación es todavía una ciencia incipiente.
Lo que sí pienso, es que llegará el día en que puedan realizarse cursos que permitan descifrar el comportamiento
no-verbal. No estoy segura de que esto sea algo muy valioso, especialmente si la gente espera demasiado de ello.
No obstante, todos tenemos una cierta habilidad para descifrar determinados gestos. La llamamos intuición. La
aprendemos en la primera infancia y la utilizamos a nivel subconsciente durante toda la vida, y es en realidad la
mejor manera de hacerlo. En un instante interpretamos cierto movimiento corporal o reaccionamos ante un tono de
voz diferente y lo leemos como parte del mensaje total. Esto es mejor que barajar varias docenas de distintos
componentes de un mismo mensaje y llegar a la conclusión de que algunos se contradicen entre sí.
Deseo que este libro le dé a los lectores lo que al escribirlo me dio a mí: ha agregado a mi vida una cantidad de
placeres curiosos. Ahora confío en mi intuición, a veces hasta el exceso. También puedo descifrar de dónde
proviene. Cuando tengo la impresión de que alguien está secretamente enfadado, por ejemplo, sé que algún
movimiento imperceptible de su cuerpo me lo ha indicado así. Todavía me dejo guiar más por un sentimiento
generalizado acerca de una situación que por un análisis intelectual. Para mi satisfacción personal, sin embargo, y
más aun para mi propio placer, puedo explicar con frecuencia, aunque sea parcialmente, este sentimiento.
Otra cosa que he descubierto es que la televisión y el cine tienen para mí un renovado interés, especialmente
cuando veo alguna película por segunda vez. Puedo relajarme y gozar de las mínimas expresiones o gestos de un
buen actor; analizar el efecto que tiene el hecho de que se eche hacia atrás en su asiento en un momento
determinado, o que se incline abruptamente hacia adelante en otro.
En grandes reuniones o cuando estoy con un grupo pequeño de personas, suelo sorprenderme fijando mi
atención en algún gesto especial. Recuerdo que una vez mis ojos se posaron en dos hombres sentados, uno a
cada extremo de un sofá, que tenían las piernas recogidas en extraña e idéntica posición. En ese silencioso
compañerismo de los cuerpos, parecían un par de aprieta libros, excepto que uno, el que aparentemente había ido
en busca de consejo, tenía el brazo extendido a lo largo del respaldo, como abriéndose hacia su amigo; el otro,
mientras tanto, estaba echado hacia atrás, los brazos cruzados indiferentemente, revelando a las claras —o por lo
menos así me pareció— algunas reservas o diferencias de opinión.
En otra ocasión, un amigo me dijo al finalizar una reunión: "Me pareció notarte algo lejana esta noche, como si
realmente no estuvieras a mi lado". . . No me resultó fácil tratar de negar con rápidas evasivas cuando recapacité
acerca de los mínimos movimientos corporales que había realizado y que hubieran podido brindarle esa impresión.
En ciertas ocasiones no he sacado provecho de lo que he aprendido acerca de la comunicación no-verbal. Ya es
bastante difícil mantener un control sobre lo que se dice durante una conversación como para sentir también que
estamos obligados a explicar cierta postura, justificar el lugar elegido para pararse, el lugar hacia donde miramos o
dejamos de mirar, y la manera especial de cruzar o descruzar nuestros brazos y piernas.
Para mucha gente, tomar conciencia de que los movimientos del cuerpo comunican algo a los demás, constituye
un problema. A mí me ha sucedido que algunas veces lo he sentido de manera tan aguda, que casi ha llegado a
paralizarme. Entrevistar a los científicos me resultaba particularmente aterrador. Después que tres de ellos me
dijeron que presentar la mano con la palma hacia arriba es un claro gesto de la mujer anglosajona cuando se
siente atraída por un hombre, me sentaba prácticamente sobre mis manos. Pero, luego llegué a aceptar lo que me
sugirió uno de los investigadores: la gente puede ser tan igual o tan diferente como las hojas de los árboles, y los
científicos raramente se fijan en un gesto a no ser que se trate de algo realmente inusual.
En cierto modo fue una liberación reconocer cómo había dejado translucir mis emociones. Darme cuenta de lo
que la gente había conocido acerca de mí intuitivamente. Por lo general, mucho más de lo que yo les hubiera dicho
con palabras acerca de cómo me sentía, lo qué quería decir en realidad y de qué manera estaba reaccionando.
Todos lo habían aceptado así y probablemente lo seguirían haciendo, aun los expertos en comunicación humana
para los que los mensajes corporales suelen presentarse no ya cifrados, sino como claras señales.
Una vez que hube sobrepasado la barrera de la conciencia de mi propio yo, descubrí que había hallado una
nueva perspectiva; una nueva sensibilidad hacia los sentimientos de los demás y algunas veces hacia los míos
propios y mis reacciones personales.
También aprendí, sin lugar a dudas, que la parte de un mensaje que resulta visible es por lo menos tan
importante como la parte oral. Luego comprendí que la comunicación no-verbal es más que un simple sistema de
señales emocionales y que en realidad no pueden separarse de la comunicación verbal. Ambos sistemas están
estrechamente vinculados entre sí, ya que cuando dos seres humanos se encuentran cara a cara se comunican
simultáneamente en varios niveles, consciente o inconscientemente, y emplean para ello todos los sentidos: la
vista, el oído, el tacto, el olfato. Luego integran todas estas sensaciones mediante un sistema de codificación, que
algunas veces llamamos "el sexto sentido": la intuición.

El lenguaje de los gestos. Flora DavisDonde viven las historias. Descúbrelo ahora