Capítulo 5

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- ¿Qué te pasa, Frankie? – preguntó sinceramente preocupado por el silencio de su amigo – ¿Pasó algo en casa?

- ¿Eh? – reaccionó sobresaltado ante la sorpresiva interrogante – No... No, no pasa nada Gee.

Le dedicó una amplia sonrisa al muchacho junto a él, intentando evadir el tema, pero no logró convencerlo.

Gerard estaba realmente preocupado, desde que Frank llegó a casa de los Way, hacía unas horas atrás, había estado absorto y en extremo silencioso. Sabía que la relación entre ellos no iba bien, pero el comportamiento del menor era aún más extraño que de costumbre, moviéndose como por inercia.

- Frank, has estado perdiendo toda la tarde – señaló el pelinegro, apuntando hacia la pantalla con el juego pausado – ¿qué es lo que te pasa?

- ¡No es nada, Gerard, ya te lo dije! – explotó el joven, repentinamente irritado y rehuyendo bruscamente cualquier intento de cercanía – ¡Estoy bien!

- ¿Cuándo dejaste de confiar en mí? – soltó en un susurro el mayor, bajando la vista hacia el suelo, apenado – ¿Cuándo dejaste de querer hablarme?

- Oh, ya basta, por favor – se burló sarcástico el castaño, esbozando una sonrisa falsa – deja de ser una niña.

Gerard lanzó una carcajada seca, logrando que el menor se volteara a verlo por fin, y se giró lentamente hasta clavar su verde y triste mirada en la contraria, esbozando una leve sonrisa torcida.

Frank sintió de pronto el corazón encogérsele en el pecho, intentando sin éxito escapar de la profunda mirada de su amigo, tan cargada de dolor que lo hizo sentirse el ser más idiota que pisaba la tierra.

- Gee, no quise decir... – empezó a disculparse entre tartamudeos, furiosamente sonrojado.

- Tienes razón, Iero – le interrumpió, desviando la mirada hacia el piso alfombrado, con la sonrisa triste aún grabada en los labios – a veces soy demasiado sensible, quizás por eso tu mamá cree que soy una mala influencia.

Las palabras del mayor se sintieron como un puñetazo en su estómago, y la culpa y el miedo a la indiferencia de Gerard le pesaron más que cualquier amenaza de su madre

- No lo hagas – le susurró, dejando de pensar por un momento en lo que hacía y tomando el rostro del muchacho junto a él para unir sus miradas una vez más – no hagas eso Gee.

- ¿Hacer qué? – soltó en respuesta, con gesto inexpresivo.

- No te alejes de mí otra vez – gimió en un suspiro – sabes que no me importa lo que piense mi madre, no me importa en absoluto.

- Frank, sabes que eso no es...

Pero Gerard no pudo terminar la frase, antes de que pudiese decir algo más su cuerpo se congeló completamente ante la sorpresa de sentir los suaves labios de Frank sobre los suyos, uniéndolos en un casto beso, y no atinó a nada más que a cerrar sus ojos y dejarse llevar por el mágico momento.

- Creo que debo irme – murmuró Frank, separándose abruptamente del beso y alejándose rápidamente hacia la puerta, completamente confundido ante el violento aleteo de mariposas en su estómago.

Gerard lo vio alejarse perplejo, sin ser capaz siquiera de articular palabra y sintiendo una ola de fuegos artificiales explotar en su interior. Pensó por un momento que la historia se repetiría, y que Frank huiría despavorido de la situación, evitándolo nuevamente por todo un fin de semana, pero entonces el menor se volteó hacia él, antes de cerrar la puerta, y le dedicó una cálida sonrisa acompañada de un suave sonrojo en las mejillas, y se sintió repentinamente el chico más feliz del mundo, devolviéndole la sonrisa ensanchada al doble.

- Adiós Gee, hasta mañana – se despidió Frank soltando una risita, cerrando la puerta sin esperar respuesta.

- Adiós Frankie – susurró para sí una vez solo, sin poder borrarse la sonrisa de los labios.

Ese fue el primer beso de ambos, y cada uno, en su interior, agradecía al mundo haberlo compartido con el otro.

- ¿Y a ti que te pasa que vienes tan sonriente? – gruñó Cheech Iero, tomando con fuerza el brazo de su hijo, impidiendo sus intentos de correr escaleras arriba a encerrarse en su habitación – ¿De dónde vienes a éstas horas?

- Papá, me lastimas – se quejó asustado el muchacho, tratando, en vano, de zafarse del agarre – vengo de la casa de los Way, y no me pasa nada, sólo la pasé bien.

- Ah ¿sí? – inquirió con agresividad, apretando más fuerte el débil brazo del muchacho – Ten cuidado de dónde te metes, Francis, no quiero maricas en mi casa.

- ¡Ya basta! – murmuró, soltándose bruscamente de las manos de su padre y corriendo con el corazón desbocado de terror hacia su habitación – ¡Déjame en paz, Gerard es mi amigo!

- Más te vale, chico, ¡y duérmete ya, mañana tenemos que ir al templo! – gritó a su hijo mientras lo observaba correr escaleras arriba, esbozando una sonrisa de satisfacción.

Frank se encerró bajo llave en su dormitorio, intentando hacer oídos sordos a las claras amenazas de su padre, y una vez solo, se recostó en su cama en posición fetal y se soltó a llorar, tiritando de miedo y acariciando suavemente su brazo, en el lugar donde Francis Iero padre lo había lastimado. Seguro terminaría amoratándose, pero eso era lo de menos en aquel momento. ¿Qué hacer? Se había dejado llevar completamente por el momento y había dejado salir sentimientos que ni siquiera estaba seguro de tener. ¿Qué harían sus padres si se enteraran? ¿Qué le harían si llegaban a saber que sí se había comportado como un marica, y que encima de todo le había gustado? Nada bueno, eso seguro, y sentía miedo, como nunca lo había sentido antes, miedo por lo que podría pasarle, pero, sobre todo, miedo por lo que podría pasarle a Gerard.

No podían saberlo, no podrían saberlo nunca, o sus vidas estarían acabadas, las de ambos.

En la casa de al lado, en cambio, Gerard tarareaba alegremente el cuarto movimiento de la novena sinfonía de Beethoven, siguiendo el ritmo de la melodía, que sonaba con fuerza por los parlantes de su pequeño equipo de música, con un pie mientras lanzaba pincelazos en el lienzo frente a él, utilizando los recuerdos en su cabeza para plasmar el dulce rostro sonriente de Frank e intentando imaginar cómo se vería éste con un par de tatuajes decorando su pequeño cuerpo. Desconociendo el sufrimiento del menor, el mundo no podía parecerle un mejor lugar, ya no sentía necesidad de reprimirse, la vida le sonreía. Su cabeza en aquel momento no era más que un enjambre de pensamientos felices aflorando uno tras otro, los pensamientos de un joven inocente y aún ignorante de la realidad del mundo, que a veces se esforzaba por hacernos tropezar de las formas más crueles.

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