Agresividad

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Amaneció un perfecto y precioso nuevo lunes cargado de luz veraniega. El sol entraba a raudales por mi ventana cuando por fin me digné a abrir los ojos. Me habría levantado con mi energía de siempre, de no ser porque una desagradable sensación me encogía el estómago.

Por si os lo estabais preguntando, debía ser cerca de medio día. Y pensar aquello me hacía sentir casi la felicidad que me faltaba. La verdad era que hacía mucho tiempo que no había dormido tanto... y tan mal. No había podido de parar de dar vueltas de un lado para otro en la cama, tratando de encontrar el sueño que se había perdido. Creo que, después de todo lo que había pasado, las cosas comenzarían a complicarse en el instituto. Y las cosas difíciles o incómodas me sacaban de mis casillas. Sin mencionar que todo esto giraba en torno a Lía.

Solté un largo suspiro antes de levantarme y arrastrar mis pies por la moqueta de un lado a otro. No me sorprendí al ver la ventana de Lía cerrada y sus cortinas corridas. Salí de mi habitación esquivado la ropa que andaba tirada por el suelo y bajé las escaleras a paso tranquilo. Mi madre la noche anterior había vuelto a caer en los dulces brazos del alcohol, pero ni siquiera había estado de humor para subirla a su habitación, de modo que aún dormitaba boca abajo en el sillón. No pude evitar sonreír al verla.

Metí una mano en el cartón de los cereales y me llevé un puñado a la boca como si en ello se basara mi vida. No tenía ganas de ir al instituto. No quería encontrarme con la acusadora mirada de Hanes, ni tampoco quería ver cómo Jam poco a poco se apartaba de mí. No tenía ni siquiera ganas de ver la cara pálida de Lía.

El hilo de mis pensamientos se cortó cuando por la ventana vi aparecer la cabeza morena del señor Anderson. El padre de Lía se había pasado todo el domingo mirando la puerta de su casa. Me atreví a decir que había sido por culpa de la aparición repentina de Jam. Ya no cabía ni la más mínima duda de que él se estaba preocupando por Lía como nadie. Así como si ella fuera algo terriblemente preciado.

Claro que, como bien había ya en otra ocasión, lo más probable era que Lía simplemente dijera que no le conocía. Que no sabía quien era, que no quería tener nada que ver con él. Aunque no hubiera estado presente casi podría predecir la situación. Y cómo lo sabía yo. Cómo lo sabía.

Cuando me cansé de tomar cereales sin ton ni son me bajé de la encimera y caminé perezosamente hasta el baño. Me estaba planteando seriamente ir o no al instituto. Mi mente analizaba los pros y los contras a proceso lento. Qué cojones me pasaba para que estuviera tan cansado del fin de semana. Despejar mi mente no sería algo malo después de todo; vacilar a los profesores siempre tenía su parte divertida.

Dicho lo dicho, y tras mirarme un largo rato al espejo, cerré mi mochila, únicamente llena con aire y esperé a que pasara un autobús. Admitiré que en aquella ocasión tampoco estuve demasiado amable, porque simplemente pasé sin decir nada. Sentía como si una sensación de confusión bloqueara mi garganta a cada rato.

El autobús estaba completamente vacío, no había nadie. Y las calles por las que pasábamos se veían extrañamente lejanas. Muy a pesar de que el sol bañaba cada una de las esquinas, era como si hiciera frío. Estuve pensando todo el camino que tenía fiebre o algo por el estilo, y quizá no estaba del todo equivocado. Lo últimos días se habían visto excesivamente llenos de emociones negativas. Juro que no pretendía ser un gurú de lo emocional, ni dar un coñazo de charla sobre que hay que ser feliz y toda esa mierda. Siempre había pensado que si tú querías estar triste, entonces no iba a haber nadie que fuera a impedírtelo.

Cuando por fin me bajé unas horribles ganas de potar me invadieron. Me sujeté la tripa para no echar una fuente de cereales digeridos. Mi hermosura debía haberse reducido con la cara pálida y las ojeras de que debía tener. Aunque hubo alguien a quien no pareció importarle en lo absoluto:

No más mentiras.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora