XII. Querer

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L.

Parecía un sueño, una vida distinta a la que llevaba.

No quería dejar la Perla del sur.

No quería dejarlas a ellas.

Y aún así... la cagué.

∞∞∞

Amaneció con resaca e intensos deseos de ignorar la luz del sol. No recordaba más allá de la vergonzosa plática en que le contaba a Luciano su mayor secreto, recordarlo teñía las mejillas de Tabatha y al sentirlas, Dios, estaba hirviendo. Se tiró a la cama y se cubrió la cabeza con la almohada. Gritó. Gritó. Y gritó hasta que sacó todo lo que tenía adentro.

«Maldición. Maldición. Maldición.»

Sus pensamientos corrían frenéticos, revolviéndola, aumentando el dolor de cabeza...

«Yo no quería decirle. No, no, no, no. Esto está mal, todo está mal. Le tengo que decir, le tiene que quedar claro.»

Tabatha buscó en su buró la caja de medicinas que allí guardaba. Uno de los apartados tenía una R pintada con marcador indeleble. Sacó dos pastillas y se volvió a cubrir hasta la cabeza, esta vez con el edredón de su cama. No escuchaba ruidos de ningún tipo, así que aprovechó para continuar su sueño reparador confiando que alguien se encargaría de Sabina, sea Luciano o su abuela.

∞∞∞

El silencio en la casa permitía que se escuchara el canto de los pájaros en el exterior y eso no era común en una casa con una niña, una abuela escandalosa y un esposo en permanente videollamada por el trabajo. Tenía explicación, claro, después de registrar cada habitación de la casa. Él no estaba y no había rastro de las dos mujeres. ¿Dónde se habían metido? ¡Y sin avisar!

¿El celular? La abuela no tenía celular y Luciano... su celular mandó a buzón.

«Como de costumbre.»

Si quería hablar con Luciano debía marcarle, esperar que la mandara a buzón de voz y luego rezar para que viera pronto su celular y así le devolviese la llamada, si es que no regresaba antes y Tabatha le decía frente a frente lo que tuviese que decir, ocultando la basurita gris que se acumulaba en su interior.

Volvió a llamar... cerca de la habitación que él andaba ocupando.

«Pinche Luciano.»

El celular descansaba en la cama, junto con su reloj.

—¿Dónde se metieron?

En sus oídos silbó el silencio, trayendo consigo esa extraña sensación de soledad que acentuaba lo que en ese momento sentía Tabatha en su interior. Era una casa enorme, una mansión proveniente de otra época, fría y llena de eco. ¿O la percibía así por las experiencias de las últimas semanas? Semanas demasiado irreales.

«El que se acostumbra pierde.»

Tabatha pasó la mano sobre el edredón con una idea formulándose en su cabeza.

∞∞∞

Más allá de la terraza trasera, los estanques y la barrera de arbustos que delimitaba el terreno, después de bajar las escaleras formadas casi de manera natural y caminar unos cuantos metros, había un ojo de agua con una pequeña población de lirios lila en un rincón. Era un buen lugar para observar ardillas, venados y pequeños animales. En resumen, se trataba de un lugar tranquilo y con vida silvestre, todo lo que la abuela Mimí deseaba para despejarse.

La niña de los unicornios (DU #1)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora