XXI. Para ti

357 70 12
                                    

T.

Y después de todo...

∞∞∞

Tabatha guardó su respuesta para cuando el corazón ordenara las palabras correctas y se propiciara el momento adecuado. ¿Sería en el templo? ¿Al regresar a casa? ¿Quién sabe? Pues Tabatha no, los nervios burbujeaban por sus venas con sólo pensar en abrir su corazón y dejar salir su gran deseo. Era un riesgo que debía correr, regresar con Luciano, dejar de escapar.

«Siempre puedes levantarte de nuevo», se dijo.

«Siempre.»

∞∞∞

La caminata para alcanzar la cima de la montaña era demasiado para cualquier niño, aquí y allá se detenían las familias con pequeños. Sacaban los termos con agua, toppers y toallas húmedas para refrescarlos e hidratárlos. Luciano y las chicas se detenían menos que otras familias, pues Sabina se había acostumbrado a caminar distancias más largas que otros niños. A lo mucho, paraban para sacar snacks o darle un juguito.

—¿Cuánto falta? —Preguntó Sabina.

—Un poquito más, ¿ya estás cansada? —dijo Luciano—. Podemos descansar un rato.

—¡No! Quiero ver las luciérnagas —explicó haciendo una trompita con sus labios.

—¿Segura? —Intervino Tabatha.

—¡Sí!

Luciano y Tabatha intercambiaron una mirada que sólo ellos entendieron.

—Agárrate bien, te voy a acomodar.

Dicho eso, y después de sentir las manitas de su hija afianzarse a él, Luciano hizo brincar tantito a Sabina hasta que quedó en una posición cómoda para ambos. Suficiente equilibrio para andar más rápido los últimos metros.

∞∞∞

Los últimos rayos de sol los saludaron a su llegada a la cima de la montaña, enfrente se alzaba un templo de roca alineado a la perfección con el sol, de tal forma que los rayos se podían apreciar a través de un rectángulo en la pared. En el centro del recinto había una plataforma de roca a la que se accedía subiendo unas cuantas escaleras, ese momento sólo estaban los tambores, sus dueños y las bailarinas se dedicaban a prender las últimas veladoras.

La oscuridad que caía a cada segundo hacía que la luz de las luciérnagas se viera más. Daba la sensación de encontrarse en el cielo, volando. Se veía hermoso, Tabatha había olvidado lo que era quedarse sin palabras por una sorpresa tan agradable.

—Es... hermoso —murmuró Luciano viendo en dirección al valle donde se encontraba un pueblo con la mínima cantidad de luces prendidas, casi todos estaban allí, era una tradición muy arraigada.

—Lo es.

Tabatha miró a Luciano de reojo. De repente sintió una cálida ola expandirse desde su pecho, intentó quitar la vista de él, sin embargo, su cuerpo hizo todo lo contrario. Tabatha se paró de puntitas y le dio un corto beso en la mejilla. Se encontró deseando hacerlo de nuevo, besarlo, abrazarlo... compartir más momentos especiales con él.

—¿Si dejo de huir...?

Los ojos de Luciano se abrieron y las palabras se amontonaron en sus labios con urgencia.

—Estaré contigo, para ti.

—¿Y tu trabajo? Las personas no cambian así tan fácil... ¿cómo sé que no sucederá lo mismo?

—Porque quiero cambiar, quiero estar aquí para ustedes. Por favor, Tabatha... ¿podemos intentarlo?

Sólo había una respuesta a esa pregunta, por la cabeza de Tabatha no rodó nada más. Dos letras. Una palabra pronunció. Su voz se mezcló con el sonido de los tambores que el grupo de danza tradicional utilizaba para musicalizar. Dos golpes que opacaron las voces de todos los presentes. Sabina se volteó asustada, pero se tranquilizó al ver a las mujeres empezar a bailar sosteniendo sus coloridas faldas. Tabatha no prestó atención a su hija, ni Luciano.

Ella se mordió el labio suponiendo debería repetir lo que había dicho, sin embargo, el rostro de Luciano —la sonrisa radiante y la alegría reflejada en sus ojos— le dijo que no sería necesario. Luciano la estrechó contra su pecho y le planto un beso en la frente.

—Te quiero, preciosa.

La niña de los unicornios (DU #1)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora