Capítulo XXVIII

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Cuando Carlos y Don Jerónimo se marcharon, mi padre y yo empezamos a realizar todo el trabajo aue se había aglomerado en el escritorio de mi padre. Las sonrisas de María me hacían dulces promesas para las horas de descanso.

En días como aquel, María me esperaba por la noche en el salón, conversando con Emma y mi madre, leyéndoles algún capítulo de la imitación de la Virgen o enseñando oraciones a los niños. El tablero de damas o los naipes nos servían de pretexto para conversar, más con los ojos y las sonrisas que con las palabras.

---¿Has hablado con tu amigo? ---me preguntó.

Yo hecho el gracioso, le respondí:

---¿De qué cosa?

---De eso... de lo que...

---Se lo he contado todo ---dije sonriendo ante la turbación de María.

---¿Seguirá siendo tu amigo?

---No hay motivo para que deje de serlo.

---Sí, porque yo no quiero que por esto...

---Carlos te agradecerá tanto como yo ese deseo.

---¿Y sabes por qué ha pasado todo así con ese señor?

---¿Por qué?

---Pero cuidado con reírte

---No me reiré.

---Ha sido porque he rezado mucho a la Virgen para que hiciera suceder todo así, desde ayer que mamá me habló.

Agregó entoces:

---¿Mucho escribirán mañana también?

---Parece que sí.

---¿Y cuando Tránsito venga?

---¿A qué hora viene?

---Mandó decir que a las doce.

---A esa hora ya habremos concluido.

---Hasta mañana.

Respondió a mi despedida con las mismas palabras. Retuve su pañuelo perfumado como un tesoro para mis noches. Después se negó casi siempre a concederme ese bien, hasta que vinieron los días en que se mezclaron tantas veces nuestras lágrimas.

María (COMPLETA)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora