Capítulo IX

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Al día siguiente, me levanté cuando amanecía. La cordillera de occidente semejaba montes de terciopelo azul oscuro. Al frente de mi ventana los rosales parecían temer las brisas que vendrían a derramar el rocío que brillaba en sus hojas y sus flores.

Todo pareció triste. Tomé la escopeta, hice una señal a Mayo, el perro, salté el vallado de piedra y cogió el camino de la montaña.

Bajé a la vega del río por el mismo sendero por donde lo había hecho tantas veces seis años antes. Me detuve en la mitad del puente formado con un cedro corpulento, por por donde había pasado en otro tiempo. Una vegetación exuberante y altiva abovedaba a trechos el río. Mayo aulló, cobarde y a mi llamado insistente se revolvió a pasar por el puente fantástico. Enseguida tomó el camino hacia la casa del viejo José, a quien iba yo a pagar su visita de bienvenida.

Después de caminar un trecho divisé la casita humeando, en medio de las colinas verdes.

Los perros del antioqueño le anunciaron mi llegada, Mayo, temeroso, se me acercó mohíno. José salió a recibirme, el hacha en una mano y el sombrero en la otra.

La pequeña vivienda denotaba trabajo y limpieza; todo era rústico, pero estaba bien dispuesto y ordenado. Las mujeres parecían vestidas con más esmero que de costumbre. Las muchachas, Lucía y Tránsito, llevaban enaguas moradas y camisas muy blancas. Los pies desnudos se movían ligeros. Me hablaban con timidez y su padre las animó, diciéndoles: ¿acaso no es el mismo niño Efraím, porque venga del colegio sabido y ya mozo?.

Entonces se hicieron más amables y risueñas. Con la vejez, el rostro de José tenía cierto aire bíblico. Luisa su mujer se veía alegre y contenta con su suerte.

José me condujo al río y me hablaba de sus siembras y cacerías, mientras yo me sumergía en las mansas aguas. A nuestro regreso encontramos servido el almuerzo, una deliciosa sopa de mote y doradas arepas.

Mayo se sentó a mis pies con mirada atenta.

José remendaba una atarraya, mientras sus hijas, me servían llenas de cuidado. Se habían embellecido mucho y eran ahora mujeres hacendosas.

Después de almorzar salí con José a recorrer los maizales y el huerto. Él quedó admirado de mis conocimientos teóricos sobre las siembras y volvimos una hora después para despedirme de las muchachas y de la madre. Les entregué algunos recuerdos que había traído de Bogotá para ellos. Emprendió el regreso a casa cuando empezaba a anochecer.

María (COMPLETA)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora