Capítulo XIX

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Mi madre y Emma salieron a recibirme. Mi padre había montado para ir a visitar los trabajos.

A poco rato se me llamó al comedor. Maria no estaba presente y cuando pregunté por ella mi madre me dijo;

—como esos señores viene mañana, las muchachas están afamadas porque queden bien hechos algunos dulces.

Iba a levantarme de la mesa cuando José, que subía del valle me gritó:

—buenas tardes. No puedo llegar porque ya se me hace de noche. Ahí le dejo un recado. Madrugue mañana que la caza está segura.

—bien, —le contesté —iré muy temprano.

—no se olvide de los balines.

Me dirigí a mi cuarto a preparar la escopeta con la esperanza encontrar a Maria.

Tenía yo abierta en la mano una cajita de pistones cuando ví a Maria venir hacia mí trayéndome café.

Los pistones se me regaron por el suelo apenas se me acercó. Sin mirarme, me dió las buenas tardes. Buscó con ojos cobardes los míos y se sonrojó. Se arrodilló para recoger los pistones.

—no hasta tú eso —le dije —o lo haré después.

—¡ay! Si se han regado todos. Y que se necesitan mañana de éstos.

—¿por qué mañana, y por qué de éstos?

—porque como esa cacería es peligrosa, y conozco por la cajita que éstos son los que te regaló el doctor el otro día, diciendo que eran ingleses y muy buenos...

—tú lo oyes todo.

—algo hubiera dado algunas veces por no oír. José te dejó un recado. Tal vez sería mejor no ir a esa cacería...

—¿quieres tú que no vaya?

—¿y cómo podría yo exigir eso?

—¿por qué no?

—yo me voy. El café estará frío.

—no te vallas, voy a guardar la escopeta.

Hizo con los hombros un movimiento que significaba: cómo tú quieras.

—yo te debo una explicación. ¿quieres oírme?

—¿no digo que hay cosas que no quisiera oír? —contestó haciendo sonar los pistones en la cajita.

—nada te diré, pues; pero dime qué te has puesto.

—¿para qué ya? No te he dado motivo. Más como parece que estás contento otra vez... Yo también lo estoy.

—he sido injusto contigo. Si me lo permitieras te pediría perdón de rodillas. —sus ojos lucieron toda su belleza y exclamó:

—yo lo he olvidado todo... ¡todo! Pero con una condición. Cuando yo haga o diga algo que te disguste me lo dirás, y yo no lo volveré a hacer. ¿no es muy fácil?

—y yo, ¿no puedo exigir lo mismo?

—no, porque yo no puedo aconsejarte. Además, tú sabes lo que voy a decirte antes de que te lo diga.

—¿estás cierta? ¿vivirás pues, convencida de que te quiero con toda mi alma? —le dije con voz conmovida.

—sí, sí —respondió muy quedo.

En su sonrisa había dulzura y amorosa languidez en su mirada.

María (COMPLETA)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora