Fujoshi

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Les voy a contar una historia. Mi nombre es Adriana, a simple vista tan normal como cualquier otra persona. Había concluido mi carrera poco tiempo atrás. Trabajaba desde casa, auxiliada por la tecnología podía enviar los archivos por correo a la editorial. A pesar de que mis vecinos me apreciaban como una joven promedio, tenía mis gustos... no eran poco comunes ni extraordinarios, solo eran mis gustos. De la forma en que a algunos les gusta leer u otros se inclinan por salir a correr, así como algunos disfrutan de una buena taza de café, a mí me gustaban el yaoi y el slash. Nada como el amor entre dos personas del género masculino para animar mi día; no tengo idea de cuántos mangas o series de esos géneros llegué a poseer.

Pero la historia no trata de mí, sino de él... Jeremiah. Un pequeñín que vivía cruzando la calle. ¡Deberían haberlo visto! Hubieran pegado en el cielo un grito fangirl, se los aseguro. Es una lástima que ya no esté aquí para que lo conozcan, pero yo se los describiré.

Jeremiah tendría unos ocho años como mucho. Fue adoptado por mis vecinos, quienes no pudieron engendrar por cuenta propia. Esto les resultó bastante bueno, pues a cambio obtuvieron a ese muñequito de porcelana, con unas mejillas tan regordetas y sonrojadas que daban ganas de morderlas como manzanas. Siempre quise enredar mis dedos entre sus largos cabellos dorados y rizados, sostener su menudo peso entre mis brazos para mirarlo directo a esos enormes ojos azules con largas pestañas y peinar sus cejas pobladas con mis dedos pulgares. Pero siempre fui muy tímida, creo que él también lo era, ya que no jugaba con los otros niños.

Y les explico, cuando alguien con mis gustos se vuelve tan devota al amor entre dos chicos, comienza a ver el mundo completo desde un ángulo que muchos consideran distorsionado, aunque para mí solo es más «divertido»... y de esta manera me gustaba fantasear. Jeremiah, mejor conocido como Miah, era lo que mi tribu llamaría un uke perfecto. Él no jugaba con muñecos de acción, decepcionantemente tampoco lo hacía con muñecas, pero era adicto a los peluches, los tenía de todos colores, tamaños y formas. Un conejillo rosa era su preferido, lo llevaba consigo a sol y a sombra. Sus maneras eran tan femeninas. ¿Saltar en charcos de lodo y jugar fútbol? Ni soñarlo, sin embargo, bebía el té y ayudaba a su madre con las flores del jardín.

Me sentía perdida por él, cada día ese niño me mostraba un nuevo encanto suyo que me ataba más a él. Me convertí en su admiradora secreta, podía abrir la cortina de par en par y pasar horas mirándolo desde mi estudio, recargada en mi mesa de dibujo, donde por cierto, llegué a inmortalizar cien veces su pureza en papel. Descubrí también mis aptitudes con la cámara, compré una que bien valió lo que costó, pues gracias a ella conseguí unas tomas que capturaban con precisión y nitidez la belleza del rubio. Así pasé días acompañándolo sin que se diera cuenta.

Las cosas no marcharon tan bien siempre, tuve que colocar una cortina de tergal muy delgadito para poder mirar a través de ella, pues creo que Jeremiah ya sospechaba de mí; mi mirada se había cruzado con la de él varias veces y, tras esos encuentros visuales, el menor entraba a su casa y no salía más por el resto del día.

Un lunes de marzo fue especial, a ese bebito le regalaron un conejo de carne y hueso; fue la tarde más conmovedora de mi vida. Miah salió al jardín con el obsequio orejudo, se tiró sobre el pasto y me deleité por largos cuarenta y seis minutos que permaneció así, con su cuerpo recostado en un costado; un brillo naranja del ocaso dibujaba su apetecible y tierna figura mientras que los dedillos de infante recorrían el pelaje blanco del conejo. Lo vi también mover su naricita imitando a su mascota. La noche lo alcanzó y acabó por dormirse allí mismo. Su padre debió salir y llevárselo en brazos, pero yo me quedé ahí, mirando el espacio vacío aún cuando él no estaba. Ese lunes me descubrí con mariposas en la panza, como colegiala enamorada. ¿Por qué no tenía yo un maldito pene para hacerlo mío, como en todo buen anime japonés?... Ese uke necesitaba un seme, y yo se lo creé.

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