La chica yacía en su cama, en silencio, con la mirada fija en la oscuridad de la única esquina libre de su habitación. Era ya toda una mujer, estaba más cerca de sus treinta y tres que de sus treinta y dos, y aun así no podía evitar los escalofríos que sentía esa noche en particular. Tomó las sábanas y las subió hasta su cuello, dándose la media vuelta y acurrucándose en un apretado ovillo, suspirando despacio, dándole la espalda a la temida oscuridad. Abrió los ojos de nuevo y fijó su vista en la pequeña fotografía que estaba colocada en una esquina del espejo de su tocador, aunque en ese momento no alcanzaba a verla con el simple y tenue rayo de luna gris que entraba por las cortinas entreabiertas. No era más que la caricatura de una mariposa con ambas alas extendidas, y una de ellas lastimosamente rota, con los restos trazados en el fondo, casi como si fuesen gotas de sangre esparcidas y manchadas con los dedos. Ella misma lo había dibujado, era el recuerdo —pequeño, casi insignificante— del daño que había hecho, tantos años atrás, y quería olvidar. Cerró los ojos y comenzó a recordar sus buenos momentos, aquellas sensaciones que la relajaban, que la llevaban a tener un poco de calma, para conciliar el sueño en aquella terrible y enorme soledad.
Se encontraba en esa pegajosa frontera confusa entre el sueño y la realidad, y vio su rostro de nuevo; esto la sacudió un poco, no quería recordarlo a él. Pero más doloroso aún fue recordarla a ella, tal como se la imaginó, pero jamás la vio... aovillada en una esquina, llorando amargamente, con el cabello castaño en ondas despeinado y desaliñado, las mejillas pálidas y los ojos miel hinchados y rojos de tanto sufrir. Apenas más que una niña, sufriendo por aquel que ella deseó.
Se sentó bruscamente en la cama, apartó las sábanas a patadas y se dirigió casi corriendo a la cocina, encendiendo todas las luces en el camino; al entrar observó las cosas con atención, no sabía por qué había llegado ahí, exactamente. Apoyó su mano izquierda sobre el marco de la puerta, cerró los ojos y dirigió su rostro hacia el piso, cansada. En un segundo, abrió los ojos, avanzó despacio al interior de la cocina y se congeló por un momento. Agudizó sus sentidos, creyó haber escuchado pasos. ¿Pero qué le pasaba? ¿Estaba paranoica? En una ciudad como esta, escuchar pasos no era nada nuevo. Medio sonrió por su estupidez y fue a la estantería a tomar un vaso. Al avanzar hacia ahí, observó fijamente el cajón que siempre se tenía bajo llave; recordó el arma que había dentro. Se paró un segundo con las manos en el aire y la mirada fija. Sin pensarlo mucho más, se dirigió al mueblecito más alto de la cocina, y, poniéndose de puntitas, levantó los brazos y tomó la llave polvorienta que abría aquel cajón. No sabía exactamente por qué lo hacía, pero avanzó a grandes pasos y se arrodilló, abriendo despacio el contenedor aquel
Sacó una caja de madera y la puso sobre la mesa, y con un gran suspiro, la abrió, observando ahí la Beretta automática y varios cartuchos de municiones al lado. La tomó con manos temblorosas y un cartucho aparte; no quería cargar, era una estupidez hacerlo. Pero tener el arma cerca la hacía sentir más segura. Se sintió muy cansada, tanto como no lo había estado en años. Dejó todo en la cocina tal como estaba en ese momento. Salió de ahí despacio, medio arrastrando los pies, bajando interruptores al pasar. Llegó a su habitación aún adornada de manera juvenil y dudó si bajar el interruptor. Casi se abofetea a ella misma al darse cuenta de lo que pensaba. Bajó furiosamente el switch y el bombillo fluorescente dejó de brillar, dejando una sombra verdosa en lugar de luz. La chica se acurrucó de nuevo, dejando el arma y las municiones en la mesita de noche, al lado de su cama.
Se preparó otra vez para dormir, más agotada de lo que creía. Apenas su cabeza tocó la almohada, comenzó a dejar la conciencia; lento, pero no demasiado. Antes de que ella misma se diera cuenta, había caído dormida, profundamente.
Abrió los ojos de golpe, y con la tenue luz que entraba por la ventana, observó al monstruo más horrendo que jamás pudo haberse siquiera imaginado. Estaba justo sobre ella respirando un aliento pútrido, con su piel escamosa y obscenamente brillante en la oscuridad; su pequeña boca, llena de dientes filosísimos, no causaba nada de miedo en comparación a sus enormes garras de más de veinte centímetros que parecían navajas de doble filo, rematando unos brazos largos y huesudos, nudosos. Lo observó una milésima de segundo, y entonces recordó el arma.
Hizo el amago de lanzarse por ella, pero ni bien se había movido un solo milímetro, la criatura, de una rapidez inimaginable, atacó con sus grandes garras... La mujer apenas tuvo tiempo de exhalar un tenue quejido, que quedó flotando en la oscura soledad de aquella gran ciudad mientras el monstruo aquel le cortaba la garganta de un solo rápido golpe.
En tanto la bestia atacaba y atacaba, abriendo grandes surcos sangrantes en la piel de la chica, alguien afuera reía, suavemente, tintineante, como campanas movidas por el viento. La bestia golpeaba con furia, destrozando el cuerpo, haciéndolo no más que una masa sanguinolenta de tripas y carne reposando sobre una cama destrozada, manchada por completo de rojo, que escurría hasta la alfombra gastada.
La bestia atacaba, y atacaba; si alguien se hubiese atrevido a ver la escena, soportado la grotesca imagen del cuerpo humano hecho poco menos que carne molida, y se hubiese dado solo un segundo para pensar, se habría cuestionado: «¿Por qué sigue atacando?», golpeando enérgicamente, casi con furia salvaje a una persona que aparentemente solo estuvo en mal lugar, en mal momento.
En la ventana se dibujaba una tenue silueta. Parada detrás de ella, había una persona con las manos extendidas al frente de sí, moviéndolas despacio.
Debajo de la capucha negra que cubría por completo su cabeza, se veía una piel pálida y un par de labios gruesos y carnosos pintados de carmín; estos se movían apenas, susurrando palabras irrepetibles, oscuros conjuros milenarios para controlar fuerzas que, tal vez, si no se estudiaban lo suficiente, se podían salir de control.
Pero no hoy, no a ella. Una ráfaga de viento dio justo en la cara de la hechicera tirando la capucha hacia atrás y haciendo a su cabello flotar a su alrededor. No se inmutó con esto, siguió susurrando sus conjuros y moviendo sus dedos, controlando a la bestia sacada de las más profundas llamas del Infierno, para perpetrar su dulce venganza... Moviendo los hilos invisibles de su poder, matándola con sus propias manos, sonriendo, viendo a través de los ojos del verdugo, atacando cada vez con más furia hasta que no quedó nada más. Con un último conjuro de liberación y protección, acompañado de un movimiento repentino de manos, liberó a la bestia de sus ataduras, la cual solo observó a su alrededor y desapareció en un rugido gutural, volviendo al Infierno, adonde pertenece.
La bruja oscura sonreía saboreando el dulce momento; sintió unas gotas de lluvia caer en su ondulante y largo cabello castaño. Sus mejillas, sonrosadas dulce e infantilmente, se contrajeron un poco al ensancharse más la sonrisa en el rostro de aquella. Su expresión era angelical, la más hermosa que muchas personas habrían visto en toda su vida.
Comenzó a andar, pensando en llegar pronto a su casa; su amado no se daría cuenta de su ausencia, aunque más valía no arriesgarse. En cuanto a aquella mujer, ni siquiera la recordaba, se había asegurado de eso día tras día, escudriñando profundamente en sus pensamientos. Quería acurrucarse en la cama junto a él, además, casi era la hora en la que la pequeña bebé despertaba llorando de hambre y sus hermanitos iban a por ella.
Necesitaban a mamá. La hechicera, en un intento por protegerse de la fría lluvia, subió de nuevo su capucha, y arreció el paso, escondiendo en la oscuridad sus aún infantiles ojos color miel.
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