El entierro

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Tom se levantó en medio de la noche. Había ruidos provenientes de la planta de abajo. Ruidos que pronto reconoció; alguien estaba tratando de forzar la entrada. «No otra vez, por favor», pensó asustado. Se quitó las sábanas, estaban bañadas en sudor. La vejiga le dolía, necesitaba urgentemente vaciarla, pero había cosas más importantes por hacer.

Bajó las escaleras con cuidado de no caer y de no hacer ruido. No se podía dar el lujo de encender la luz. En sus temblorosas manos sostenía su Beretta. «Sin duda alguna esta es la mejor escopeta que tengo en mi local, es bella y peligrosa», había dicho el hombre detrás del mostrador. No lo dudó ni un segundo y pagó los setecientos dólares.

—No me volverán a robar —susurró Tom entre dientes.

«Más te vale que no intentes nada estúpido», le había dijo el ladrón. «Podría volarte los sesos con solo presionar un simple gatillo», dicho esto la casa quedó vacía. Se había rendido desde el momento en que sintió el frío metal en su sien.

Escondido y apuntando detrás del sofá, miraba hacía la puerta. La luna le regalaba a través de las ventanas un tenue rayito de luz, con el cual podía apreciar cómo se movía violentamente la perilla.

—Atrévete a entrar hijo de puta —decía en voz baja. El simple recuerdo del último robo lo hizo llenarse de odio. Recordaba lo humillado e impotente que se sintió al ver cómo se llevaban las joyas de su difunta esposa frente a sus narices.

Los ruidos se detuvieron, la puerta no se abrió. Por un momento sintió un gran alivio, los nervios desaparecieron por algunos segundos. Pero los nervios y el temblor en sus manos se reanudaron cuando los ruidos comenzaron a sonar en la puerta de la cocina. Se aferró de su arma y se encaminó la hacía puerta trasera.

Las ventanas estaban cubiertas de gruesas cortinas. Esta vez la luna no le podía regalar su hermosa luz. En una esquina se mantuvo apuntando. Allí, en la absoluta oscuridad. La puerta seguía siendo forzada, estaban aferrados a entrar. La vejiga comenzó a arderle, la garganta se le estaba secando; podía sentir al tragar cómo sus últimas reservas de saliva le raspaban lo que era ahora un desierto en su boca. La espera se le hizo eterna.

Hubo un pequeño chasquido, algo cayó. La puerta estaba rechinando mientras se abría, y la luna dejaba entrar un poquito de su luz.

—Ya te tengo —susurro Tom.

La puerta se cerró y la luna se apagó. Ahora solo podía ver su silueta en la oscuridad. Camino tres pasos, se escuchó un ensordecedor disparo y la luna regresó a través de un gran hueco en la puerta. El impacto del arma lo hizo retroceder, pudo sentir el calor, pudo oler la pólvora, y pudo apreciar el poder de sus bien gastados setecientos dólares.

 «En serio lo hice», pensó boquiabierto. Se mantuvo un momento quieto, sintiendo la adrenalina fluir por su cuerpo. Nunca en su vida había disparado un arma. Nunca en su vida había matado a un hombre. Las manos le temblaban mientras buscaba a tientas el interruptor de la luz. 

Cuando la cocina quedó completamente iluminada por la bombilla, pudo admirar el resultado de su caótica acción; las paredes estaban rojas, el suelo estaba cubierto de extrañas carnosidades, y en el suelo yacía tendido boca abajo el cuerpo de un hombre. La bala había impactado en su cabeza, atravesándola y dejando un gran hueco en él, y en la puerta. El miedo poco a poco comenzó a inundarlo, sentía el miedo recorrer su cuerpo, desde los pies hasta la cabeza subiendo y subiendo.

—Tienes que calmarte Tom... tienes que calmarte —decía consolándose en voz alta—. Este hombre quería hacerte daño y tú solo te has defendido.

Cogió de la mesa un paquete de cigarrillos. Encendió uno, le dio una calada y deslizo la espalda por la pared hasta quedar sentado. Dejó el arma a un lado y siguió fumando mientras pensaba, «El maldito se lo merecía. Enterraré a este bastardo, nadie se enterará y para mañana todo habrá sido como una fea pesadilla».

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