Todas las noches tenía el mismo sueño. Al principio no tenía importancia. Como nunca llegaba al final de su sueño, creyó que era algo normal, pero luego de pasar toda una semana repitiendo, reviviendo todas las noches el mismo escenario, la misma situación, el mismo final inconcluso, empezó a extrañarse, a sentirlo raro.
Así que comenzó a pensar si su sueño tenía algún significado, si era algo que su subconsciente quería advertirle o mostrarle. Incluso llegó a pensar que se trataba de alguna premonición. No le encontraba la vuelta, simplemente no lo entendía. Nunca había estado en el lugar de sus sueños, no le parecía familiar, no lo reconocía. Hasta que esa noche pudo saber de qué se trataba. Esa noche el sueño tuvo un final.
Apenas se sintió dormido, la repetición de su sueño fue automática.
Se encontraba viajando en auto, un viaje de vacaciones con su familia. Estaba nublado y la claridad del día se agotaba entre las nubes cada vez más oscuras. Las únicas luces eran las de las señales a los lados de la autopista y las colas zigzagueantes de los rayos que preparaban una fuerte tormenta para el resto del camino. La familia vacacionaba en verano religiosamente en la playa de San Clemente del Tuyú. Sus padres habían adquirido una casa veraniega en los años noventa, la única inversión familiar que les quedaría a él y a sus hermanos. En la primer parada para cargar combustible, bajaban todos del auto para no oler el gas y para aprovechar los minutos e ir al baño. Él se quedaba cerca del auto, ya que no tenía ganas de orinar.
Lo había soñado tantas veces ya que podía recordar exactamente cada detalle.
Era el único que, durante el viaje, tenía algo de frío, así que llevaba puesta una chaqueta roja y un pantalón corto que pasaba un poco por debajo de sus rodillas, y medias y zapatillas de ninguna marca en especial; era sencillo para vestirse. Mientras esperaba a que su familia volviese, caminó unos metros cerca del límite entre el Atalaya y el descampado. Su hermano mayor seguramente estaba en la cola para pedirse un café grande sin azúcar, mientras que su madre aguardaba a que su hermano más pequeño saliera del baño de hombres. Su padre, de mientras, compraba una docena de medialunas, lo mejor del viaje de casi cuatro horas en auto.
La lluvia comenzaba a disparar sus primeras gotas y el cielo se ennegrecía por los nubarrones llenos de truenos, cubriendo hasta el último rastro de luz solar.
La familia comienza a volver de uno en uno. Sus hermanos con su madre más adelante que su padre, quien carga la caja con medialunas. En el momento en que todos se disponen a tomar la manija de las puertas e ingresar al auto para continuar el viaje, se escucha el derrape de un vehículo. Un chirrido chispeante que los impacta de lleno.
El choque es brutal.
La familia queda masacrada.
Sus hermanos, totalmente aplastados entre ambos autos, mueren instantáneamente.
Su madre, mutilada del lado izquierdo, se desangra a unos centímetros de la puerta del Atalaya, arrastrándose inútilmente hasta fallecer unos segundos después, agonizando del dolor.
Los restos de su padre están esparcidos por todo el pavimento del estacionamiento; nunca se enteró qué fue lo que los chocó, apenas y lo sintió. Su muerte fue fugaz.
Los vehículos, o, más bien, lo que quedo de ellos, salieron disparados por encima de la última barra de seguridad, directo al descampado. El auto Ford Focus modelo 2004 de color rojo, que su padre había comprado luego del cobro de un «accidente» de trabajo (su madre, al hablar de cómo habían comprado el auto, hacía las comillas al decir la palabra accidente con un ademán con sus manos y una mueca burlona mirando a su padre, quien había fingido tal accidente laboral para salir de un mal momento financiero), quedó hecho añicos.
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