Lancashire. Mañana del 30 de Diciembre, 1838.
Honestamente, muy en el interior de su subconsciente, Adeline no esperaba una bienvenida elaborada con pasteles, muchos colores, fuertes abrazos y demás. No, que va; sin embargo, no negaba que habría sido algo lindo su regreso a casa después de tantos meses de exilio (porque, ¿para qué engañarse si eso fue? Un exilio).
Como sea, tampoco esperaba que su orgullosa y estoica madre la perdonara tan pronto por su pequeño desliz, sobre todo cuando este "desliz" afectaba directamente su vida social. Sin embargo, esa pequeña parte —ingenua e inocente que hacía tanta parte de su esencia— todavía contaba con una mínima esperanza y anhelo de que su madre hubiera por lo menos extrañado un poquito los vibrantes sentimientos que matizaban la casa con cada pequeña discusión de ellas.
Claro que poquito y mínimo, describía a la perfección la magnitud de sus sentimientos, porque le gustase o no, Adeline era una chica de fácil olvidar y rápido perdonar, que poco se detenía a estancarse en los múltiple baches que existen en el camino indescifrable de la vida. Muy al contrario, era de los que surcaban los altibajos con tanta eficacia que sorprendía.
Las hermanas Beckham junto a la guardia de Mía Laury habían arribado en puerto esa misma madrugada, llegando en carruaje para la hora del final del desayuno en la casa de la familia Beckham. Y todo el trayecto, tanto por mar como por tierra, Adeline se había preguntado cuanto dinero tuvo que gastar su hermana para persuadir a algún capitán de llevarla a España ida y vuelta con plena víspera de año nuevo a la vuelta de la esquina, porque sin lugar a dudas viajar por agua es muchísimo más complicado en invierno; los vientos son impredecibles, las aguas se congelan y sin duda la tripulación ha de tener familias a las que quieren ver por estas fechas. Sin embargo, ningún comentario al respecto rozó la lengua de la ojiazul.
Mía Laury le había explicado durante el camino a su hermanita que la familia se hospedería en la Mansión Hamilton hasta el día de la boda puesto que se había decidido celebrar la fiesta posterior a las nupcias en la mansión Hamilton, y como ambas familias querían involucrarse con los preparativos de la boda, era la mejor opción. Además, la duquesa muy amablemente había ofrecido la mansión como lugar donde se festejaría el último cumpleaños de la primogénita de los Beckham como soltera.
Para cuando llegaron a la casa, el matrimonio Beckham se encontrara haciendo su usual rutina: La madre bordando en una esquina al frente de la ventana cerrada del despacho del conde, mientras su marido sacaba cuentas sentado a un lado de ella en su escritorio. Fue en ese preciso momento en el que se aparecieron las hermanas Beckham, entrando por la puerta varnizada, con Adeline atiborrada en espesos abrigos puesto que pasar un año y medio en las calurosas tierras españolas la habían desacostumbrado por completo del clima helado de Inglaterra.
Mía entró primero.
—¡Mía Laury! ¡Querida, al fin llegas! ¡Te estábamos esperando para el desayuno! ¿Ya desayunaste? —Exclamó con una brillante sonrisa la condesa al reparar en su hija mayor— ¿¡En dónde te habías me-
Y fue exactamente gracias a esa dosis de realismo y temple que esa dulce, curiosa e inocente cabecita que Adeline Beckham tenía la que no permitió que las palabras de su madre al verla le afectaran más de lo necesario que para hacerla poner los ojos en blanco y soltar un suspiro cargado. «¿Y ahora qué hice?».
La menor había entrado detrás de la mayor, viendo en primera fila la efusividad y la gran alegría con que la condesa se levantó para recibir a Mía Laury. Sorprendiendo a Adeline con la belleza que exponía el rostro sonriente y sonrojado de felicidad de su madre, estremeciéndose cuando esos ojos mieles idénticos a los de su hermana se endurecieron al reparar en su presencia.
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Secretos De Cuñados
De TodoYo no pedí enamorarme de ti, mi dulce, dulce cuñado. Dime... ¿Me amas a mí también?