Caer en su lugar

904 62 7
                                    

Mansión Hamilton. Sábado 13 de Enero de 1839.


Doce días y medio. Ese era exactamente el tiempo que había pasado desde la última vez que Adeline vio a Stephen. Por lo que Mía Laury le había comentado, estaba de viaje en Devonshire por asuntos laborales. No sabían cuando volvería, pero contaban con que llegara al cumpleaños de Mía que ya estaba bastante próximo.

Todo era un caos. Adeline no tenía permitido movilizarse libremente todavía, pero todo el tercer piso del ala Este era suyo.

Sin darse cuenta, todo volvió a ser como solía. Desde que salía el alba, los menores Beckham, no se estaban quietos. Comían dulces y pasteles, jugaban al escondite en la tercera planta, pintaban en el enorme balcón de la habitación de la ojiazul que daba al jardín. Adeline incluso le prometió a Sebastian que al llegar la primavera le enseñaría un poco de jardinería que aprendió con Miguel.

—¿Quién es Miguel? —preguntó entonces con curiosidad y recelo, llevándose una de las galletas con nueces que Mía Laury solía hacerle llegar.

—Es mi amigo de España —respondió Adeline, tragándose de un bocado un bizcocho con chocolate—. ¿Nunca te hablé de él? Trabajaba en el convento como jardinero. Cuando estaba triste, él me hacía reír y me enseñaba de flores para distraerme —y sonrió, recordando, ahora con dulzura, los primeros días en el convento.

Suspiró. Cómo lo extrañaba...

Había enviado su primera carta hace una semana y no sabía nada de ella; si no le había llegado, o si, en cambio, ya la había leído y estaba la respuesta en camino. Lo extrañaba, pero comunicarse con él no era la principal preocupación, ni siquiera aquel "amigo" que había hecho en una noche de año viejo y que no veía desde entonces lo era. Con los preparativos en curso, el cumpleaños y la boda a la vuelta de la esquina, a Adeline por exigencia de su madre le había tocado retomar sus clases de modales y etiqueta, impartidos por la única institutriz en toda Gran Bretaña con la suficiente cordura, paciencia y audacia para enseñarle: su hermana Mía Laury. 

Eso si quería asistir a la celebración del cumpleaños y a la boda.

—No entiendo, Mía. Debes admitir que es de los más ridículo —se mofó, soltando otra de sus burlescas carcajadas.

La rubia de las Beckham aspiro aire lentamente por la nariz, conteniendo sus ganas de ahorcar a la ojiazul. «Calma, Mía, eres una dama. Eres una dama...», se repetía.

Mía Laury debía admitir que su hermana solía ser desesperante, y no estaba segura de que le alcanzase la paciencia hasta el día de la boda. Llevaba más de dos días enseñándole de etiqueta, pero Adeline todo lo cuestionaba. Escuchaba y se burlaba de las (tontas) reglas que se debían seguir.

—¿Cómo es posible que no pueda hablar con alguien si no me lo han presentado? ¡Eso es absurdo! ¿Cómo hicieron entonces las primeras dos personas del mundo para conocerse?

—Dios le presentó Eva a Adán, Adeline —zanjó audazmente Mía.

Todas las tardes, después de la hora del té, destinaban de tres a dos horas a sus clases, y terminaban justo cuando Mía Laury tuviera que ir con la familia Hamilton y el resto de la familia Beckham a cenar. Entonces, Adeline esperaría a que la criada gruñona de siempre le trajera su cena para que se la comiera a solas. Luego, esperaría media hora, tomaría una ducha caliente y se iría a dormir hasta el día siguiente cuando Sebastian la levantase. Solo que ese día era sábado, lo que significaba que mañana todos irían a la misa dominical muy temprano. Todos excepto ella, que se quedaría a leer la biblia y hacer sus rezos en su habitación hasta el mediodía que la criada trajera su almuerzo. Luego, solo le quedaba esperar a que todos volvieran, a eso de las tres o cuatro de la tarde.

Secretos De CuñadosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora