CAPÍTULO 3: No es amor el amor que cambia

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La luz de la luna llena brillaba a través de las rasgadas nubes grises de un cielo todavía oscuro, bañando con su luminosidad de plata los extensos campos salpicados de nieve que rodeaban al espléndido castillo de Graham Manor. La claridad lunar era tanta que parecía que el primer alba de 1922 ya había llegado, cuando lo cierto es que al Sol todavía le quedaba poco más de una hora para levantarse.

Bajo ese esplendor penumbral, un jinete cabalgaba furioso con la intención de que la velocidad y el viento helado tranquilizaran sus emociones. Terry Grandchester, aturdido por los acontecimientos de esa noche, había cambiado sus planes de pasar la noche en su casa de Londres y en lugar de eso había manejado hasta su propiedad en las afueras de la ciudad con la intención de que la velocidad atemperara su desconcierto. No lo logró conduciendo, así que al llegar a su casa ensilló su caballo favorito para salir al galope sin importarle la hora, ni lo inclemente de la madrugada. Necesitaba sosegarse porque a pesar de las horas transcurridas desde aquel encuentro, todavía no era capaz de definir sus sentimientos. Durante la vigorosa carrera Terry podía sentir cómo el pecho le ardía, y sabía que no sólo era a causa del aire helado que se filtraba a través del tejido de su bufanda hasta inundarle los pulmones. No sólo era por eso.

Era porque la había visto

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Era porque la había visto.

A ella... a quien creyó que no volvería a encontrarse jamás.

La había visto parada allí, con su espíritu combativo y lleno de fuerza, justo tal y como cuando la conoció. Y seguramente también conservaba el mismo ánimo generoso e intrépido que siempre mostró durante el corto e inolvidable tiempo que convivieron en el Real Colegio San Pablo. Nuevamente se encontró con sus grandes y hermosos ojos verdes, que otra vez lo observaron tan descolocados y sorprendidos como lo hicieron aquella amarga noche del adiós, cuando él la retuvo por la espalda como queriendo introducírsela en el pecho deseando que el momento de retenerla entre sus brazos durara para siempre.

La había visto tan indómita como antes y, por si fuera poco, estaba más preciosa que nunca. Sus alocados rizos, sus labios alguna vez tan llenos de promesas, la tersura que adivinaba en la curva de su cuello... su grácil figura que ahora presentaba cambios por demás evidentes, exhibiendo nuevas y suaves curvas que despertaron en él anhelos que creía enterrados desde hace mucho tiempo atrás. Terry apenas podía creer la forma en que su propio cuerpo había despertado por completo, reaccionando intensamente con tan sólo la fascinante caricia de su verde mirada.

¡Maldita sea! ¿Y él, que había hecho?

Comportarse como un cobarde.

Comportarse como un cobarde

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