Capítulo 6

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Capítulo 6: Del donoso y grande escrutinio que el cura y el barbero hicieron
en la librería de nuestro ingenioso hidalgo.

El cual aún todavía dormía. Pidió las llaves a la sobrina del aposento donde estaban
los libros autores del daño, y ella se las dió de muy buena gana. Entraron dentro
todos, y el ama con ellos, y hallaron más de cien cuerpos de libros grandes muy
bien encuadernados, y otros pequeños; y así como el ama los vió, volvióse a salir
del aposento con gran priesa, y tornó luego con una escudilla de agua bendita y un
hisopo, y dijo: tome vuestra merced, señor licenciado; rocíe este aposento, no esté
aquí algún encantador de los muchos que tienen estos libros, y nos encanten en
pena de la que les queremos dar echándolos del mundo. Causó risa al licenciado la
simplicidad del ama, y mandó al barbero que le fuese dando de aquellos libros uno
a uno, para ver de qué trataban, pues podía ser hallar algunos que no mereciesen
castigo de fuego. No, dijo la sobrina, no hay para qué perdonar a ninguno, porque
todos han sido los dañadores, mejor será arrojarlos por las ventanas al patio, y
hacer un rimero de ellos, y pegarles fuego, y si no, llevarlos al corral, y allí se hará
la hoguera, y no ofenderá el humo. Lo mismo dijo el ama: tal era la gana que las
dos tenían de la muerte de aquellos inocentes; mas el cura no vino en ello sin
primero leer siquiera los títulos.
Y el primero que maese Nicolás le dió en las manos, fue los cuatro de Amadís de
Gaula, y dijo el cura: parece cosa de misterio esta, porque, según he oído decir,
este libro fue el primero de caballerías que se imprimió en España, y todos los
demás han tomado principio y origen de este; y así me parece que como a
dogmatizador de una secta tan mala, le debemos sin excusa alguna condenar al
fuego. No, señor, dijo el barbero, que también he oído decir que es el mejor de
todos los libros que de este género se han compuesto, y así, como a único en su
arte, se debe perdonar. Así es verdad, dijo el cura, y por esa razón se le otorga la
vida por ahora. Veamos ese otro que está junto a él. Es, dijo el barbero, Las sergas
de Esplandián, hijo legítimo de Amadís de Gaula. Pues es verdad, dijo el cura, que
no le ha de valer al hijo la bondad del padre; tomad, señora am, abrid esa ventana
y echadle al corral, y dé principio al montón de la hoguera que se ha de hacer.
Hízolo así el ama con mucho contento, y el bueno de Esplandián fue volando al
corral, esperando con toda paciencia el fuego que le amenazaba.
Adelante, dijo el cura. Este que viene, dijo el barbero, es Amadís de Grecia, y aun
todos los de este lado, a lo que creo, son del mismo linaje de Amadís. Pues vayan
todos al corral, dijo el cura, que a trueco de quemar a la reina Pintiquiniestra, y al
pastor Darinel, y a sus églogas, y a las endiabladas y revueltas razones de su
autor, quemara con ellos al padre que me engendró, si anduviera en figura de
caballero andante. De ese parecer soy yo, dijo el barbero. Y aun yo, añadió la
sobrina. Pues así es, dijo el ama, vengan, y al corral con ellos. Diéronselos, que
eran muchos, y ella ahorró la escalera, y dió con ellos por la ventana abajo. ¿Quién
es ese tonel? dijo el cura. Este es, respondió el barbero, Don Olicante de Laura. El
autor de ese libro, dijo el cura, fue el mismo que compuso a Jardín de Flores, y en
verdad que no sepa determinar cuál de los dos libros es más verdadero, o por decir
mejor, menos mentiroso; solo sé decir que este irá al corral por disparatado y
arrogante. Este que sigue es Florismarte de Hircania, dijo el barbero. ¿Ahí está el
señor Florismarte? replicó el cura. Pues a fe que ha de parar presto en el corral a
pesar de su extraño nacimiento y soñadas aventuras, que no da lugar a otra cosa la
dureza y sequedad de su estilo; al corral con él, y con ese otro, señora ama. Que
me place, señor mío, respondió ella... y con mucha alegría ejecutaba lo que era
mandado. Este es El caballero Platir, dijo el barbero. Antiguo libro es ese, dijo el
cura, y no hallo en él cosa que merezca venia; acompañe a los demás sin réplica...
Y así fue hecho.
Abrióse otro libro, y vieron que tenía por título El caballero de la Cruz. Por nombre
tan santo como este libro tiene, se podía perdonar su ignorancia; mas también se
suele decir tras la cruz está el diablo: vaya al fuego. Tomando el barbero otro libro,
dijo: Este es Espejo de Caballerías. Ya conozco a su merced, dijo el cura: ahí anda
el señor Reinaldos del Montalban con sus amigos y compañeros, más ladrones que Caco, y los doce Pares con el verdadero historiador Turpin; y en verdad que estoy
por condenarlos no más que a destierro perpetuo, siquiera porque tienen parte de
la invención del famoso Mato Boyardo, de donde también tejió su tela el cristiano
poeta Ludovico Ariosto, al cual, si aquí le hallo, ya que habla en otra lengua que la
suya, no le guardaré respeto alguno; pero si habla en su idioma, le pondré sobre mi
cabeza. Pues yo le tengo en italiano, dijo el barbero, mas no le entiendo. Ni aun
fuera bien que vos le entendiérais, respondió el cura; y aquí le perdonáramos al
señor capitán, que no le hubiera traído a España, y hecho castellano; que le quitó
mucho de su natural valor, y lo mismo harán todos aquellos que los libros de verso
quisieren volver en otra lengua, que por mucho cuidado que pongan y habilidad que
muestren, jamás llegarán al punto que ellos tienen en su primer nacimiento. Digo,
en efecto, que este libro y todos los que se hallaren, que tratan de estas cosas de
Francia, se echen y depositen en un pozo seco, hasta que con más acuerdo se vea
lo que se ha de hacer de ellos, exceptuando a un Bernardo del Carpio, que anda por
ahí, y a otro llamado Roncesvalles, que estos, en llegando a mis manos, han de
estar en las del alma, y de ellas en las del fuego, sin remisión alguna.
Todo lo confirmó el barbero, y lo tuvo por bien y por cosa muy acertada, por
entender que era el cura tan buen cristiano y tan amigo de la verdad, que no diría
otra cosa por todas las del mundo. Y abriendo otro libro, vió que era Palmerín de
Oliva, y junto a él estaba otro que se llamaba Palmerín de Inglaterra, lo cual, visto
por el licenciado, dijo: esa oliva se haga luego rajas y se queme, que aun no
queden de ella las cenizas, y esa palma de Inglaterra se guarde y se conserve como
cosa única, y se haga para ella otra caja como la que halló Alejandro en los
despojos de Darío, que la diputó para guardar en ellas las obras del poeta Homero.
Este libro, señor compadre, tiene autoridad por dos cosas: la una porque él por sí
es muy bueno, y la otra, porque es fama que le compuso un discreto rey de
Portugal. Todas las aventuras del castillo de Miraguarda son bonísimas y de grande
artificio, las razones cortesanas y claras que guardan y miran el decoro del que
habla, con mucha propiedad y entendimiento. Digo, pues, salvo vuestro buen
parecer, señor maese Nicolás, que este y Amadís de Gaula queden libres del fuego,
y todos los demás, sin hacer más cala y cata, perezcan. No, señor compadre,
replicó el Barbero, que este que aquí tengo es el afamado Don Belianís. Pues ese,
replicó el cura, con la segunda y tercera y cuarta parte, tienen necesidad de un
poco de ruibarbo para purgar la demasiada cólera suya, y es menester quitarles
todo aquello del castillo de la fama, y otras impertinencias de más importancia,
para lo cual se les da término ultramarino, y como se enmendaren, así se usará con
ellos de misericordia o de justicia; y en tanto tenedlos vos, compadre, en vuestra
casa; mas no lo dejéis leer a ninguno.
Que me place, respondió el barbero, y sin querer cansarse más en leer libros de
caballerías, mandó al ama que tomase todos los grandes, y diese con ellos en el
corral. No lo dijo a tonta ni a sorda, sin o a quien tenía más gana de quemarlos que
de echar una tela por grande y delgada que fuera; y asiendo casi ocho de una vez,
los arrojó por la ventana. Por tomar muchos juntos se le cayó uno a los pies del
barbero, que le tomó gana de ver de quién era, y vió que decía: Historia del famoso
caballero Tirante el Blanco. Válame Dios dijo el cura, dando una gran voz; ¡que aquí
esté Tirante Blanco! Dádmele acá, compadre, que hago cuenta que he hallado en él
un tesoro de contento y una mina de pasatiempos. Aquí está don Kirieleison de
Montalván, valeroso caballero, y su hermano Tomás de Montalván y el caballero
Fonseca, con la batalla que el valiente de Tirante hizo con Alano, y las agudezas de
la doncella Placerdemivida, con los amores y embustes de la viuda Reposada, y la
señora emperatriz enamorada de Hipólito su escudero. Dígoos verdad, señor
compadre, que por su estilo es este el mejor libro del mundo; aquí comen los
caballeros, y duermen y mueren en sus camas, y hacen testamento antes de su
muerte, con otras cosas de que todos los demás libros de este género carecen. Con
todo eso, os digo que merecía el que lo compuso, pues no hizo tantas necedades de
industria, que le echaran a galeras por todos los días de su vida.
Llevadle a casa y leedle, y veréis que es verdad cuanto de él os he dicho. Así será, respondió el barbero; pero ¿qué haremos de estos pequeños libros que quedan?
Estos, dijo el cura, no deben de ser de caballerías, sino de poesía; y abriendo uno,
vió que era la Diana, de Jorge de Montemayor, y dijo (creyendo que todos los
demás eran del mismo género:) estos no merecen ser quemados como los demás,
porque no hacen ni harán el daño que los de caballerías han hecho, que son libros
de entretenimiento, sin perjuicio de tercero. ¡Ay, señor!, dijo la sobrina. Bien los
puede vuestra merced mandar quemar como a los demás, porque no sería mucho
que habiendo sanado mi señor tío de la enfermedad caballeresca, leyendo estos se
le antojase de hacerse pastor, y andarse por los bosques y prados cantando y
tañendo, y lo que sería peor, hacerse poeta, que, según dicen, es enfermedad
incurable y pegadiza. Verdad dice esta doncella, dijo el cura, y será bien, quitarle a
nuestro amigo este tropiezo y ocasión de delante.
Y pues comenzamos por la Diana de Montemayor, soy de parecer que no se queme,
sino que se le quite todo aquello que trata de la sabia Felicia y de la agua
encantada, y casi todos los versos mayores, y quédesele en hora buena la prosa y
la honra de ser primero en semejantes libros. Este que se sigue, dijo el barbero, es
la Diana llamada Segunda del Salmantino; y este otro, que tiene el mismo nombre,
cuyo autor es Gil Polo. Pues la del Salmantino, respondió el cura, acompañe y
acreciente el número de los condenados al corral, y la de Gil Polo se guarde como si
fuera del mismo Apolo; y pase adelante, señor compadre, y démonos priesa, que
se va haciendo tarde. Este libro es, dijo el barbero abriendo otro, los diez libros de
Fortuna de Amor, compuesto por Antonio de Lofraso, poeta sardo. Por las órdenes
que recibí, dijo el cura, que desde que Apolo fue Apolo, y las musas musas, y los
poetas poetas, tan gracioso ni tan disparatado libro como ese no se ha compuesto,
y que por su camino es el mejor y el más único de cuantos de este género han
salido a la luz del mundo; y el que no le ha leído puede hacer cuenta que no ha
leído jamás cosa de gusto. Dádmele acá, compadre, que precio más de haberle
hallado, que si me dieran una sotana de raja de Florencia. Púsole aparte con
grandísimo gusto, y el Barbero prosiguió diciendo: Estos que siguen son el Pastor
de Iberia, Ninfas de Henares y Desengaño de Zelos.
Pues no hay más que hacer, dijo el cura, sino entregárselos al brazo seglar del
ama, y no se me pregunte el porqué, que sería nunca acabar. Este que viene es el
Pastor de Filida. No es ese pastor, dijo el cura, sino muy discreto cortesano;
guárdese como joya preciosa. Este grande que aquí viene se intitula, dijo el
barbero, Tesoro de varias poesías. Como ellas no fueran tantas, dijo el cura, fueran
más estimadas; menester es que este libro se escarde y limpie de algunas bajezas
que entre sus grandezas tiene; guárdese, porque su autor es amigo mío, y por
respeto de otras más heroicas y levantadas obras que ha escrito. Este es, siguió el
barbero, el Cancionero de López Maldonado. También el autor de ese libro, replicó
el cura, es grande amigo mío, y sus versos en su boca admiran a quien los oye, y
tal es la suavidad de la voz con que los canta, que encanta; algo largo es en las
églogas, pero nunca lo bueno fue mucho, guárdese con los escogidos. Pero ¿qué
libro es ese que está junto a él? La Galatea de Miguel de Cervantes, dijo el barbero.
Muchos años ha que es grande amigo mío ese Cervantes, y sé que es más versado
en desdichas que en versos.
Su libro tiene algo de buena invención, propone algo y no concluye nada. Es
menester esperar la segunda parte que promete; quizá con la enmienda alcanzará
del todo la misericordia que ahora se le niega; y entre tanto que esto se vé, tenedle
recluso en vuestra posada, señor compadre. Que me place, respondió el barbero; y
aquí vienen tres todos juntos: la Araucana de don Alonso de Ercilla; la Austríada de
don Juan Rufo, jurado de Córdoba y el Montserrat de Cristóbal de Virues, poeta
valenciano. Todos estos tres libros, dijo el cura, son los mejores que en verso
heroico, en lengua castellana están escritos, y pueden competir con los más
famosos de Italia: guárdense como las más ricas prendas de poesía que tiene
España. Cansóse el cura de ver más libros, y así a carga cerrada, quiso que todos
los demás se quemasen; pero ya tenía abierto uno el barbero que se llamaba Las
lágrimas de Angélica. Lloráralas yo, dijo el cura en oyendo el nombre, si tal libro hubiera mandado quemar, porque su autor fue uno de los famosos poetas del
mundo, no sólo de España, y fue felicísimo en la traducción de algunas fábulas de
Ovidio.

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