Capítulo 44

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Capítulo 44: Donde se prosiguen los inauditos sucesos de la venta.

En efeto, fueron tantas las voces que don Quijote dio, que abriendo de presto las
puertas de la venta, salió el ventero, despavorido, a ver quién tales gritos daba, y
los que estaban fuera hicieron lo mesmo. Maritornes, que ya había despertado a las
mismas voces, imaginando lo que podía ser, se fue al pajar y desató, sin que nadie
lo viese, el cabestro que a don Quijote sostenía, y él dio luego en el suelo, a vista
del ventero y de los caminantes, que, llegándose a él, le preguntaron qué tenía,
que tales voces daba. El, sin responder palabra, se quitó el cordel de la muñeca, y
levantándose en pie, subió sobre Rocinante, embrazó su adarga, enristró su lanzón,
y tomando buena parte del campo, volvió a medio galope, diciendo:
-Cualquiera que dijere que yo he sido con justo titulo encantado, como mi señora la
princesa Micomicona me dé licencia para ello, yo le desmiento, le rieto y desafío a
singular batalla.
Admirados se quedaron los nuevos caminantes de las palabras de don Quijote; pero
el ventero les quitó de aquella admiración, diciéndoles que era don Quijote, y que
no había que hacer caso dél, porque estaba fuera de juicio.
Preguntáronle al ventero si acaso había llegado a aquella venta un muchacho de
hasta edad de quince años, que venía vestido como mozo de mulas, de tales y tales
señas, dando las mesmas que traía el amante de doña Clara. El ventero respondió
que había tanta gente en la venta, que no había echado de ver en el que
preguntaban. Pero habiendo visto uno dellos el coche donde había venido el oidor,
dijo:
-Aquí debe de estar sin duda, porque éste es el coche que él dicen que sigue;
quédese uno de nosotros a la puerta y entren los demás a buscarle; y aun sería
bien que uno de nosotros rodease toda la venta, porque no se fuese por las bardas
de los corrales.
-Así se hará -respondió uno dellos.
Y entrándose los dos dentro, uno se quedó a la puerta y el otro se fue a rodear la
venta; todo lo cual veía el ventero, y no sabía atinar para qué se hacían aquellas
diligencias, puesto que bien creyó que buscaban a aquel mozo cuyas señas le
habían dado.
Ya a esta sazón aclaraba el día; y así por esto como por el mido que don Quijote
había hecho, estaban todos despiertos y se levantaban, especialmente doña Clara y
Dorotea, que la una con sobresalto de tener tan cerca a su amante, y la otra con el
deseo de verle, habían podido dormir bien mal aquella noche. Don Quijote, que vio
que ninguno de los cuatro caminantes hacía caso dél, ni le respondían a su
demanda, moría y rabiaba de despecho y saña; y si él hallara en las ordenanzas de
su caballería que lícitamente podía el caballero andante tomar y emprender otra
empresa habiendo dado su palabra y fe de no ponerse en ninguna hasta acabar la
que había prometido, él embistiera con todos, y les hiciera responder mal de su
grado; pero por parecerle no convenirle ni estarle bien comenzar nueva empresa
hasta poner a Micomicona en su reino, hubo de callar y estarse quedo, esperando a
ver en qué paraban las diligencias de aquellos caminantes; uno de los cuales halló
al mancebo que buscaba, durmiendo al lado de un mozo de mulas, bien descuidado
de que nadie ni le buscase, ni menos de que le hallase. El hombre le trabó del
brazo y le dijo:
-Por cierto, señor don Luis, que responde bien a quien vos sois el hábito que tenéis,
y que dice bien la cama en que os hallo al regalo con que vuestra madre os crió.
Limpióse el mozo los soñolientos ojos, y miró de espacio al que le tenía asido, y
luego conoció que era criado de su padre, de que recibió tal sobresalto, que no
acertó o no pudo hablarle palabra por un buen espacio; y el criado prosiguió
diciendo:
-Aquí no hay que hacer otra cosa, señor don Luis, sino prestar paciencia, y dar la
vuelta a casa, si ya vuestra merced no gusta que su padre y mi señor la dé al otro
mundo; porque no se puede esperar otra cosa de la pena con que queda por
vuestra ausencia.
-Pues ¿cómo supo mi padre -dijo don Luis- que yo venía este camino y en este
traje?
-Un estudiante -respondió el criado- a quien distes cuenta de vuestros
pensamientos fue el que lo descubrió, movido a lástima de las que vio que hacia
vuestro padre al punto que os echó menos; y así, despachó a cuatro de sus criados
en vuestra busca, y todos estamos aquí a vuestro servicio, más contentos de lo que imaginar se puede, por el buen despacho con que tornaremos, llevándoos a los ojos
que tanto os quieren.
-Eso será como yo quisiere, o como el cielo lo ordenare -respondió don Luis.
-¿Qué habéis de querer, o qué ha de ordenar el cielo fuera de consentir en
volveros? Porque no ha de ser posible otra cosa. Todas estas razones que entre los
dos pasaban oyó el mozo de mulas junto a quien don Luis estaba; y levantándose
de allí, fue a decir lo que pasaba a don Fernando y a Cardenio, y a los demás, que
ya vestido se habían; a los cuales dijo cómo aquel hombre llamaba de don a aquel
muchacho, y las razones que pasaban, y cómo le quería volver a casa de su padre,
y el mozo no quería. Y con esto, y con lo que dél sabían, de la buena voz que el
cielo le había dado, vinieron todos en gran deseo de saber más particularmente
quién era, y aun de ayudarle si alguna fuerza le quisiesen hacer; y así, se fueron
hacia la parte donde aún estaba hablando y porfiando con su criado.
Salía en esto Dorotea de su aposento, y tras ella doña Clara, toda turbada; y
llamando Dorotea a Cardenio aparte, le contó en breves razones la historia del
músico y de doña Clara; a quien el también dijo lo que pasaba de la venida a
buscarle los criados de su padre, y no se lo dijo tan callando, que lo dejase de oír
Clara; de lo que quedó tan fuera de si, que si Dorotea no llegara a tenerla, diera
consigo en el suelo; Cardenio dijo a Dorotea que se volviesen al aposento; que él
procuraría poner remedio en todo, y ellas lo hicieron.
Ya estaban todos los cuatro que venían a buscar a don Luis dentro de la venta y
rodeados dél, persuadiéndole que luego, sin detenerse un punto, volviese a
consolar a su padre. El respondió que en ninguna manera lo podía hacer hasta dar
fin a un negocio en que le iba la vida, la honra y el alma. Apretáronle entonces los
criados, diciéndole que en ningún modo volverían sin él, y que le llevarían, quisiese
o no quisiese.
-Eso no haréis vosotros -replicó don Luis-, si no es llevándome muerto; aunque de
cualquiera manera que me llevéis, será llevarme sin vida.
Ya a esta sazón habían acudido a la porfía todos los más que en la venta estaban,
especialmente Cardenio, don Fernando, sus camaradas, el oidor, el cura, el barbero
y don Quijote, que ya le pareció que no había necesidad de guardar más el castillo.
Cardenio, como ya sabia la historia del mozo, preguntó a los que llevarle querían
que qué les movía a querer llevar contra su voluntad a aquel muchacho.
-Muévenos -respondió uno de los cuatro- dar la vida a su padre, que por la
ausencia deste caballero queda a peligro de perderla.
A esto dijo don Luis:
-No hay para qué se dé cuenta aquí de mis cosas; yo soy libre, y volveré si me
diere gusto, y si no, ninguno de vosotros me ha de hacer fuerza.
-Harásela a vuestra merced la razón -respondió el hombre-; y cuando ella no
bastare con vuestra merced, bastará con nosotros para hacer a lo que venimos y lo
que somos obligados.
-Sepamos qué es esto de raíz -dijo a este tiempo el oidor.
Pero el hombre, que lo conoció, como vecino de su casa, respondió:
¿No conoce vuestra merced, señor oidor, a este caballero, que es el hijo de su
vecino, el cual se ha ausentado de casa de su padre en el hábito tan indecente a su
calidad como vuestra merced puede ver?
Miróle entonces el oidor más atentamente y conocióle; y abrazándole, dijo:
-¿Qué niñerías son éstas, señor don Luis, o qué causas tan poderosas, que os han
movido a venir desta manera, y en este traje, que dice tan mal con la calidad
vuestra?
Al mozo se le vinieron las lágrimas a los ojos, y no pudo responder palabra al oidor;
el cual dijo a los cuatro que se sosegasen, que todo se haría bien; y tomando por la
mano a don Luis, le apartó a una parte y le preguntó qué venida había sido aquélla.
Y en tanto que le hacía estas y otras preguntas, oyeron grandes voces a la puerta
de la venta, y era la causa dellas que dos huéspedes que aquella noche habían
alojado en ella, viendo a toda la gente ocupada en saber lo que los cuatro
buscaban, habían intentado a irse sin pagar lo que debían; mas el ventero, que
atendía más a su negocio que a los ajenos, les asió al salir de la puerta, y pidió su
paga, y les afeó su mala intención con tales palabras, que les movió a que les
respondiesen con los puños; y así, le comenzaron a dar tal mano, que el pobre
ventero tuvo necesidad de dar voces y pedir socorro. La ventera y su hija no vieron
a otro más desocupado para poder socorrerle que a don Quijote, a quien la hija de
la ventera dijo:
-Socorra vuestra merced, señor caballero, por la virtud que Dios le dio, a mi pobre
padre; que dos malos hombres le están moliendo como a cibera.
A lo cual respondió don Quijote muy de espacio y con mucha flema:
-Fermosa doncella, no ha lugar por ahora vuestra petición, porque estoy impedido
de entremeterme en otra aventura en tanto que no diere cima a una en que mí
palabra me ha puesto. Mas lo que yo podré hacer por serviros, es lo que ahora
diré: corred y decid a vuestro padre que se entretenga en esa batalla lo mejor que
pudiere, y que no se deje vencer en ningún modo, en tanto que yo pido licencia a la
princesa Micomicona para poder socorrerle en su cuita; que si ella me la da, tened
por cierto que yo le sacaré della.
-¡Pecadora de mí! -dijo a esto Maritornes, que estaba delante-. Primero que vuestra
merced alcance esa licencia que dice estará ya mi señor en el otro mundo.
-Dadme vos, señora, que yo alcance la licencia que digo -respondió don Quijote-;
que como yo la tenga, poco hará al caso que él esté en el otro mundo; que de allí le
sacaré a pesar del mismo mundo que lo contradiga; o, por lo menos, os daré tal
venganza de los que allá le hubieren enviado, que quedéis más que medianamente
satisfechas.
Y sin decir más, se fue a poner de hinojos ante Dorotea, pidiéndole con palabras
caballerescas y andantescas que la su grandeza fuese servida de darle licencia de
acorrer y socorrer al castellano de aquel castillo, que estaba puesto en una grave
mengua.
La princesa se la dio de buen talante, y él luego, embrazando su adarga y poniendo
mano a su espada, acudió a la puerta de la venta, adonde aún todavía traían los
dos huéspedes a mal traer al ventero; pero así como llegó, embazó y se estuvo quedo, aunque Maritornes y la ventera le decían que en qué se detenía, que
socorriese a su señor y marido.
-Deténgome -dijo don Quijote- porque no me es lícito poner mano a la espada
contra gente escuderil; pero llamadme aquí a mi escudero Sancho; que a él toca y
atañe esta defensa y venganza.
Esto pasaba en la puerta de la venta, y en ella andaban las puñadas y mojicones
muy en su punto, todo en daño del ventero y en rabia de Maritornes, la ventera y
su hijo, que se desesperaban de ver la cobardía de don Quijote, y de lo mal que lo
pasaba su marido, señor y padre.
Pero dejámosle aquí, que no faltara quien le socorra, o si no, sufra y calle el que se
atreve a más de a lo que a sus fuerzas le prometen, y volvámonos atrás cincuenta
pasos, a ver qué fue lo que don Luis respondió al oidor, que le dejamos aparte,
preguntándole la causa de su venida a pie y de tan vil traje vestido. A lo cual el
mozo, asiéndole fuertemente de las manos, como en señal de que algún gran dolor
le apretaba el corazón, y derramando lágrimas en grande abundancia, le dijo:
-Señor mío, yo no sé deciros otra cosa sino que desde el punto que quiso el cielo y
facilitó nuestra vecindad que yo viese a mi señora doña Clara, hija vuestra y señora
mía, desde aquel instante la hice dueña de mi voluntad; y si la vuestra, verdadero
señor y padre mío, no lo impide, en este mesmo día ha de ser mi esposa. Por ella
dejé la casa de mi padre, y por ella me puse en este traje, para seguirla
dondequiera que fuese, como la saeta al blanco, o como el marinero al norte. Ella
no sabe de mis deseos más de lo que ha podido entender de algunas veces que
desde lejos ha visto llorar mis ojos. Ya, señor, sabéis la riqueza y la nobleza de mis
padres, y cómo yo soy el único heredero; si os parece que éstas son partes para
que os aventuréis a hacerme en todo venturoso, recebidme luego por vuestro hijo;
que si mi padre, llevado de otros disignios suyos, no gustare deste bien que yo
supe buscarme, más fuerza tiene el tiempo para deshacer y mudar las cosas que
las humanas voluntades.
Calló en diciendo esto el enamorado mancebo, y el oidor quedó en oírle suspenso,
confuso y admirado, así de haber oído el modo y la discreción con que don Luis le
había descubierto su pensamiento, como de verse en punto que no sabía el que
poder tomar en tan repentino y no esperado negocio; y así, no respondió otra cosa
sino que se sosegase por entonces, y entretuviese a sus criados, que por aquel día
no le volviesen, porque se tuviese tiempo para considerar lo que mejor a todos
estuviese. Besóle las manos por fuerza don Luis, y aun se las bañó con lágrimas,
cosa que pudiera enternecer un corazón de mármol, no sólo el del oidor, que, como
discreto, ya había conocido cuán bien le estaba a su hija aquel matrimonio; puesto
que, si fuera posible, lo quisiera efetuar con voluntad del padre de don Luis, del
cual sabía que pretendía hacer de titulo a su hijo.
Ya a esta sazón estaban en paz los huéspedes con el ventero, pues por persuasión
y buenas razones de don Quijote, más que por amenazas, le habían pagado todo lo
que él quiso, y los criados de don Luis aguardaban el fin de la plática del oidor y la
resolución de su amo, cuando el demonio, que no duerme, ordenó que en aquel
mesmo punto entró en la venta el barbero a quien don Quijote quitó el yelmo de
Mambrino, y Sancho Panza los aparejos del asno que trocó con los del suyo; el cual
barbero, llevando su jumento a la caballeriza, vio a Sancho Panza que estaba
aderezando no sé qué de la albarda, y así como la vio la conoció, y se atrevió a
arremeter a Sancho, diciendo:
¡Ah, don ladrón, que aquí os tengo! ¡Venga mi bacía y mi albarda, con todos mis
aparejos que me robastes!
Sancho, que se vio acometer tan de improviso y oyó los vituperios que le decían,
con la una mano asió de la albarda, y con la otra dio un mojicón al barbero, que le
bañó los dientes en sangre; pero no por esto dejó el barbero la presa que tenía
hecha en el albarda: antes alzó la voz de tal manera, que todos los de la venta
acudieron al mido y pendencia, y decía:
-¡Aquí del Rey y de la justicia; que sobre cobrar mi hacienda me quiere matar este
ladrón, salteador de caminos!
-Mentís -respondió Sancho-; que yo no soy salteador de caminos; que en buena
guerra ganó mi señor don Quijote estos despojos.
Ya estaba don Quijote delante, con mucho contento de ver cuán bien se defendía y
ofendía su escudero, y túvole desde allí adelante por hombre de pro, y propuso en
su corazón de armalle caballero en la primera ocasión que se le ofreciese, por
parecerle que sería en él bien empleada la orden de la caballería. Entre otras cosas
que el barbero decía en el discurso de la pendencia, vino a decir:
-Señores, así esta albarda es mía como la muerte que debo a Dios, y así la conozco
como si la hubiera parido; y ahí está mi asno en el establo, que no me dejará
mentir; si no, pruébensela, y si no le viniere pintiparada, yo que daré por infame. Y
hay más: que el mismo día que ella se me quitó, me quitaron también una bacía de
azófar nueva, que no se había estrenado, que era señora de un escudo.
Aquí no se pudo contener don Quijote sin responder, y poniéndose entre los dos y
apartándoles, depositando la albarda en el suelo, que la tuviese de manifiesto hasta
que la verdad se aclarase, dijo:
-¡Porque vean vuestras mercedes clara y manifiestamente el error en que está este
buen escudero, pues llama bacía a lo que fue, es y será yelmo de Mambrino, el cual
se le quité yo en buena guerra, y me hice señor dél con ligitima y lícita posesión!
En lo del albarda no me entremeto; que lo que en ello sabré decir es que mi
escudero Sancho me pidió licencia para quitar los jaeces del caballo deste vencido
cobarde, y con ellos adornar el suyo; yo se la di, y él los tomó, y de haberse
convertido de jaez en albarda no sabré dar otra razón si no es la ordinaria: que
como esas transformaciones se ven en los sucesos de la caballería; para
confirmación de lo cual, corre, Sancho hijo, y saca aquí el yelmo que este buen
hombre dice ser bacía.
-¡Pardiez, señor -dijo Sancho-, si no tenemos otra prueba de nuestra intención que
la que vuestra merced dice, tan bacía es el yelmo de Mambrino como el jaez deste
buen hombre albarda!
-Haz lo que te mando -replicó don Quijote-; que no todas las cosas deste castillo
han de ser guiadas por encantamento.
Sancho fue a do estaba la bacía y la trujo; y así como don Quijote la vio, la tomó en
las manos y dijo:
-Miren vuestras mercedes con qué cara podía decir este escudero que ésta es
bacía, y no el yelmo que yo he dicho; y juro por la orden de caballería que profeso que este yelmo fue el mismo que yo le quité sin haber añadido en él ni quitado cosa
alguna.
-En eso no hay duda -dijo a esta sazón Sancho-; porque desde que mi señor le
ganó hasta agora no ha hecho con él más de una batalla, cuando libró a los sin
ventura encadenados; y si no fuera por este baciyelmo, no lo pasara entonces muy
bien, porque hubo asaz de pedradas en aquel trance.

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