Capítulo 39

367 7 1
                                    

Capítulo 39: Donde el cautivo cuenta su vida y sucesos.

-En un lugar de las montañas de León tuvo principio mi linaje, con quien fue más
agradecida y liberal la naturaleza que la fortuna, aunque en la estrecheza de
aquellos pueblos todavía alcanzaba mi padre fama de rico, y verdaderamente lo
fuera si así se diera maña a conservar su hacienda como se la daba en gastalla. Y la
condición que tenía de ser liberal y gastador le procedió de haber sido soldado los
años de su juventud; que es escuela la soldadesca donde el mezquino se hace
franco, y el franco, pródigo; y si algunos soldados se hallan miserables, son como
monstruos que se ven raras veces. Pasaba mi padre los términos de la liberalidad y
rayaba en los de ser pródigo, cosa que no le es de ningún provecho al hombre
casado y que tiene hijos que le han de suceder en el nombre y en el ser. Los que
mi padre tenía eran tres, todos varones y todos de edad de poder elegir estado.
Viendo, pues, mi padre que, según él decía, no podía irse a la mano contra su
condición, quiso privarse del instrumento y causa que le hacia gastador y dadivoso,
que fue privarse de la hacienda, sin la cual el mismo Alejandro pareciera estrecho.
Y así, llamándonos un día a todos tres a solas en un aposento, nos dijo unas
razones semejantes a las que ahora diré:
«-Hijos, para deciros que os quiero bien basta saber y decir que sois mis hijos; y
para entender que os quiero mal basta saber que no me voy a la mano en lo que
toca a conservar vuestra hacienda. Pues para que entendáis desde aquí adelante
que os quiero como padre, y que no os quiero destruir como padrastro, quiero
hacer una cosa con vosotros que ha muchos días que la tengo pensada y con
madura consideración dispuesta. Vosotros estáis ya en edad de tomar estado, o, a
lo menos, de elegir ejercicio, tal, que, cuando mayores, os honre y aproveche. Y lo
que he pensado es hacer de mi hacienda cuatro partes: las tres os daré a vosotros, a cada uno lo que le tocare, sin exceder en cosa alguna, y con la otra me quedaré
yo para vivir y sustentarme los días que el cielo fuere servido de darme de vida.
Pero querría que después que cada uno tuviese en su poder la parte que le toca de
su hacienda, siguiese uno de los caminos que le diré. Hay un refrán en nuestra
España, a mi parecer, muy verdadero, como todos lo son, por ser sentencias breves
sacadas de la luenga y discreta experiencia; y el que yo digo dice: «Iglesia, o mar,
o casa real», como si más claramente dijera: «Quien quisiere valer y ser rico, siga,
o la Iglesia, o navegue, ejercitando el arte de la mercancía, o entre a servir a los
reyes en sus casas»; porque dicen: «Más vale migaja de rey que merced de
señor». Digo esto porque querría, y es mi voluntad, que uno de vosotros siguiese
las letras, el otro la mercancía, y el otro sirviese al rey en la guerra, pues es
dificultoso entrar a servirle en su casa; que ya que la guerra no dé muchas
riquezas, suele dar mucho valor y mucha fama. Dentro de ocho días os daré toda
vuestra parte en dineros, sin defraudaros en un ardite, como lo veréis por la obra.
Decidme ahora si queréis seguir mi parecer y consejo en lo que os he propuesto».
Y mandándome a mi, por ser el mayor, que respondiese, después de haberle dicho
que no se deshiciese de la hacienda, sino que gastase todo lo que fuese su
voluntad, que nosotros éramos mozos para saber ganarla, vine a concluir en que
cumpliría su gusto, y que el mío era seguir el ejercicio de las armas, sirviendo en él
a Dios y a mi rey. El segundo hermano hizo los mesmos ofrecimientos, y escogió el
irse a las Indias, llevando empleada la hacienda que le cupiese. El menor, y, a lo
que yo creo, el más discreto, dijo que quería seguir la Iglesia, o irse a acabar sus
comenzados estudios a Salamanca.
Así como acabamos de concordarnos y escoger nuestros ejercicios, mi padre nos
abrazó a todos, y con la brevedad que dijo puso por obra cuanto nos había
prometido; y dando a cada uno su parte, que, a lo que se me acuerda, fueron cada
tres mil ducados en dineros (porque un nuestro tío compró toda la hacienda y la
pagó de contado, porque no saliese del tronco de la casa), en un mesmo día nos
despedimos todos tres de nuestro buen padre, y en aquel mesmo, pareciéndome a
mí ser inhumanidad que mi padre quedase viejo y con tan poca hacienda, hice con
él que de mis tres mil tomase los dos mil ducados, porque a mí me bastaba el resto
para acomodarme de lo que había menester un soldado. Mis dos hermanos,
movidos de mi ejemplo, cada uno le dio mil ducados; de modo que a mi padre le
quedaron cuatro mil en dineros, y más tres mil, que, a lo que parece, valía la
hacienda que le cupo, que no quiso vender, sino quedarse con ella en raíces. Digo,
en fin, que nos despedimos dél, y de aquel nuestro tío que he dicho, no sin mucho
sentimiento y lágrimas de todos, encargándonos que les hiciésemos saber, todas
las veces que hubiese comodidad para ello, de nuestros sucesos, prósperos o
adversos. Prometímosselo y abrazándonos y echándonos su bendición, el uno tomó
el viaje de Salamanca, el otro de Sevilla, y yo el de Alicante, adonde tuve nuevas
que había una nave ginovesa que cargaba allí lana para Génova.
Este hará veinte y dos años que salí de casa de mi padre, y en todos ellos, puesto
que he escrito algunas cartas, no he sabido dél ni de mis hermanos nueva alguna;
y lo que en este discurso de tiempo he pasado lo diré brevemente. Embarquéme en
Alicante, llegué con próspero viaje a Génova, fui desde allí a Milán, donde me
acomodé de armas y de algunas galas de soldado, de donde quise ir a sentar mi
plaza al Piamonte; y estando ya de camino para Alejandría de la Palía, tuve nuevas
que el gran duque de Alba pasaba a Flandes. Mudé propósito, fuíme con él, servíle
en las jornadas que hizo, halléme en la muerte de los condes de Eguemón y de
Hornos, alcancé a ser alférez de un famoso capitán de Guadalajara, llamado Diego
de Urbina, y a cabo de algún tiempo que llegué a Flandes, se tuvo nuevas de la liga
que la Santidad del Papa Pío Quinto, de felice recordación, había hecho con Venecia
y con España, contra el enemigo común, que es el Turco; el cual en aquel mesmo tiempo había ganado con su armada la famosa isla de Chipre, que estaba debajo
del dominio del Veneciano: pérdida lamentable y desdichada.
Súpose cierto que venia por general desta liga el serenísimo don Juan de Austria,
hermano natural de nuestro buen rey don Felipe; divulgóse el grandísimo aparato
de guerra que se hacía; todo lo cual me incitó y conmovió el ánimo y el deseo de
verme en la jornada que se esperaba; y aunque tenía barruntos, y casi promesas
ciertas, de que en la primera ocasión que se ofreciese sería promovido a capitán, lo
quise dejar todo y venirme, como me vine a Italia. Y quiso mi buena suerte que el
señor don Juan de Austria acababa de llegar a Génova; que pasaba a Nápoles a
juntarse con la armada de Venecia, como después lo hizo en Mecina. Digo, en fin,
que yo me hallé en aquella felicísima jornada, ya hecho capitán de infantería, a
cuyo honroso cargo me subió mi buena suerte, más que mis merecimientos. Y
aquel día, que fue para la cristiandad tan dichoso, porque en él se desengañó el
mundo y todas las naciones del error en que estaban, creyendo que los turcos eran
invencibles por la mar, en aquel día, digo, donde quedó el orgullo y soberbia
otomana quebrantada, entre tantos venturosos que allí hubo (porque más ventura
tuvieron los cristianos que allí murieron que los que vivos y vencedores quedaron),
yo sólo fui el desdichado; pues, en cambio de que pudiera esperar, si fuera en los
romanos siglos, alguna naval corona, me vi aquella noche que siguió a tan famoso
día con cadenas a los pies y esposas a las manos. Y fue desta suerte: que habiendo
el Uchalí, rey de Argel, atrevido y venturoso cosario, embestido y rendido la
capitana de Malta, que solos tres caballeros quedaron vivos en ella, y éstos mal
heridos, acudió la capitana de Juan Andrea a socorrella, en la cual yo iba con mi
compañía; y haciendo lo que debía en ocasión semejante, salté en la galera
contraria, la cual desviándose de la que la había embestido, estorbó que mis
soldados me siguiesen, y así, me hallé solo entre mis enemigos, a quien no pude
resistir, por ser tantos; en fin me rindieron lleno de heridas. Y como ya habréis,
señores, oído decir que el Uchalí se salvó con toda su escuadra, vine yo a quedar
cautivo en su poder, y sólo fui el triste entre tantos alegres y el cautivo entre tantos
libres; porque fueron quince mil cristianos los que aquel día alcanzaron la deseada
libertad, que todos venían al remo en la turquesca armada.
Lleváronme a Constantinopla, donde el Gran Turco Selim hizo general de la mar a
mi amo, porque había hecho su deber en la batalla, habiendo llevado por muestra
de su valor el estandarte de la religión de Malta. Halléme el segundo año, que fue
el de setenta y dos, en Navarino bogando en la capitana de los tres fanales. Vi y
noté la ocasión que allí se perdió de no coger en el puerto toda el armada
turquesca; porque todos los leventes y genízaros que en ella venían tuvieron por
cierto que les habían de embestir dentro del mesmo puerto, y tenían a punto su
ropa y pasamaques, que son sus zapatos, para huirse luego por tierra, sin esperar
ser combatidos; tanto era el miedo que habían cobrado a nuestra armada. Pero el
cielo lo ordenó de otra manera, no por culpa ni descuido del general que a los
nuestros regia, sino por los pecados de la cristiandad, y porque quiere y permite
Dios que tengamos siempre verdugos que nos castiguen. En efeto, el Uchalí se
recogió a Modón, que es una isla que esta junto a Navarino, y echando la gente en
tierra, fortificó la boca del puerto, y estúvose quedo hasta que el señor don Juan se
volvió. En este viaje se tomó la galera que se llamaba La Presa, de quien era
capitán un hijo de aquel famoso cosario Barbarroja. Tomóla la capitana de Nápoles,
llamada La Loba, regida por aquel rayo de la guerra, por el padre de los soldados,
por aquel venturoso y jamás vencido capitán don Alvaro de Bazán, marqués de
Santa Cruz. Y no quiero dejar de decir lo que sucedió en la presa de La Presa. Era
tan cruel el hijo de Barbarroja, y trataba tan mal a sus cautivos, que así como los
que venían al remo vieron que la galera Loba les iba entrando y que los alcanzaba,
soltaron todos a un tiempo los remos, y asieron de su capitán, que estaba sobre el
estanterol gritando que bogasen apriesa, y pasándole de banco en banco, de popa
a proa, le dieron bocados, que a poco mas que pasó del árbol ya había pasado su ánima al infierno: tal era, como he dicho, la crueldad con que los trataba, y el odio
que ellos le tenían. Volvimos a Constantinopla, y el año siguiente, que fue el de
setenta y tres, se supo en ella como el señor don Juan había ganado a Túnez, y
quitado aquel reino a los turcos, y puesto en posesión dél a Muley Hamet, cortando
las esperanzas que de volver a reinar en él tenía Muley Hamida, el moro más cruel
y más valiente que tuvo el mundo. Sintió mucho esta pérdida el Gran Turco, y,
usando de la sagacidad que todos los de su casa tienen, hizo paz con venecianos,
que mucho más que él la deseaban, y el año siguiente de setenta y cuatro acometió
a la Goleta, y al fuerte que junto a Túnez había dejado medio levantado el señor
don Juan. En todos estos trances andaba yo al remo, sin esperanza de libertad
alguna; a lo menos, no esperaba tenerla por rescate, porque tenía determinado de
no escribir las nuevas de mi desgracia a mi padre.
Perdióse, en fin, la Goleta, perdióse el fuerte, sobre las cuales plazas hubo de
soldados turcos pagados setenta y cinco mil, y de moros y alárabes de toda la
África, más de cuatrocientos mil, acompañado este gran número de gente con
tantas municiones y pertrechos de guerra, y con tantos gastadores, que con las
manos y a puñados de tierra pudieran cubrir la Goleta y el fuerte. Perdióse primero
la Goleta, tenida hasta entonces por inexpugnable, y no se perdió por culpa de sus
defensores (los cuales hicieron en su defensa todo aquello que debían y podían),
sino porque la experiencia mostró la facilidad con que se podían levantar trincheas
en aquella desierta arena, porque a dos palmos se hallaba agua, y los turcos no la
hallaron a dos varas; y así, con muchos sacos de arena levantaron las trincheas tan
altas, que sobrepujaran las murallas de la fuerza; y tirándoles a caballero, ninguno
podía parar, ni asistir a la defensa.
Fue común opinión que no se habían de encerrar los nuestros en la Goleta, sino
esperar en campaña al desembarcadero, y los que esto dicen hablan de lejos y con
poca experiencia de casos semejantes; porque si en la Goleta y en el fuerte apenas
había siete mil soldados, ¿cómo podía tan poco número, aunque más esforzados
fuesen, salir a la campaña y quedar en las fuerzas, contra tanto como era el de los
enemigos? Y ¿cómo es posible dejar de perderse fuerza que no es socorrida, y más
cuando la cercan enemigos muchos y porfiados, y en su mesma tierra? Pero a
muchos les pareció, y así me pareció a mi, que fue particular gracia y merced que
el cielo hizo a España en permitir que se asolase aquella oficina y capa de
maldades, y aquella gomia o esponja y polilla de la infinidad de dineros que allí sin
provecho se gastaban, sin servir de otra cosa que de conservar la memoria de
haberla ganado la felicísima del invictísimo Carlos V, como si fuera menester para
hacerla eterna, como lo es y será, que aquellas piedras la sustentaran. Perdióse
también el fuerte; pero fuéronle ganando los turcos palmo a palmo, porque los
soldados que lo defendían pelearon tan valerosa y fuertemente, que pasaron de
veinte y cinco mil enemigos los que mataron en veinte y dos asaltos generales que
les dieron. Ninguno cautivaron sano de trescientos que quedaron vivos, señal cierta
y clara de su esfuerzo y valor, y de lo bien que se habían defendido, y guardado
sus plazas. Rindióse a partido un pequeño fuerte o torre que estaba en mitad del
estaño, a cargo de don Juan Zanoguera, caballero valenciano y famoso soldado.
Cautivaron a don Pedro Puertocarrero, general de la Goleta, el cual hizo cuanto fue
posible por defender su fuerza; y sintió tanto el haberla perdido, que de pesar
murió en el camino de Constantinopla, donde le llevaban cautivo. Cautivaron
ansimesmo al general del fuerte, que se llamaba Gabrio Cervellón, caballero
milanés, grande ingeniero y valentísimo soldado. Murieron en estas dos fuerzas
muchas personas de cuenta, de las cuales fue una Pagán de Oria, caballero del
hábito de San Juan, de condición generoso, como lo mostró la suma liberalidad que
usó con su hermano el famoso Juan Andrea de Oria; y lo que más hizo lastimosa su
muerte fue haber muerto a manos de unos alárabes de quien se fió, viendo ya
perdido el fuerte, que se ofrecieron de llevarle en hábito de moro a Tabarca, que es
un portezuelo o casa que en aquellas riberas tienen los ginoveses que se ejercitan en la pesquería del coral; los cuales alárabes le cortaron la cabeza y se la trujeron
al general de la armada turquesca, el cual cumplió con ellos nuestro refrán
castellano: «que aunque la traición aplace, el traidor se aborrece»; y así, se dice
que mandó el general ahorcar a los que le trujeron el presente, porque no se le
habían traído vivo.
Entre los cristianos que en el fuerte se perdieron, fue uno llamado don Pedro de
Aguilar, natural no sé de qué lugar del Andalucía, el cual había sido alférez en el
fuerte, soldado de mucha cuenta y de raro entendimiento; especialmente tenía
particular gracia en lo que llaman poesía. Dígolo porque su suerte le trujo a mi
galera y a mi banco, y a ser esclavo de mi mesmo patrón; y antes que nos
partiésemos de aquel puerto hizo este caballero dos sonetos a manera de epitafios,
el uno a la Goleta y el otro al fuerte. Y en verdad que los tengo de decir, porque los
sé de memoria y creo que antes causarán gusto que pesadumbre.
En el punto que el cautivo nombré a don Pedro de Aguilar, don Fernando miró a sus
camaradas, y todos tres se sonrieron; y cuando llegó a decir de los sonetos, dijo el
uno:
-Antes que vuestra merced pase adelante, le suplico me diga qué se hizo ese don
Pedro de Aguilar que ha dicho.
-Lo que sé es -respondió el cautivo- que al cabo de dos años que estuvo en
Constantinopla, se huyó en traje de arnaúte con un griego espía, y no sé si vino en
libertad, puesto que creo que si, porque de allí a un año vi yo al griego en
Constantinopla y no le pude preguntar el suceso de aquel viaje.
-Pues lo fue -respondió el caballero-, porque ese don Pedro es mi hermano, y está
ahora en nuestro lugar, bueno y rico, casado y con tres hijos.
-Gracias sean dadas a Dios -dijo el cautivo- por tantas mercedes como le hizo;
porque no hay en la tierra, conforme mi parecer, contento que se iguale a alcanzar
la libertad perdida.
-Y más -replicó el caballero-, que yo sé los sonetos que mi hermano hizo.
-Digalos, pues, vuestra merced -dijo el cautivo-, que los sabrá decir mejor que yo.
-Que me place -respondió el caballero-; y el de la Goleta decía así:

El Quijote de la ManchaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora