Capítulo 29

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Capítulo 29: Que trata del gracioso artificio y orden que se tuvo en sacar a nuestro enamorado caballero de la asperísima penitencia en que se había puesto.

-Esta es, señores, la verdadera historia de mi tragedia: mirad y juzgad ahora si los
suspiros que escuchastes, las palabras que oístes y las lágrimas que de mis ojos
salían tenían ocasión bastante para mostrarse, en mayor abundancia; y,
considerada la calidad de mi desgracia, veréis que será en vano el consuelo, pues
es imposible el remedio della. Sólo os ruego (lo que con facilidad podréis y debéis
hacer) que me aconsejéis dónde podré pasar la vida sin que me acabe el temor y
sobresalto que tengo de ser hallada de los que me buscan; que aunque sé que el
mucho amor que mis padres me tienen me asegura que seré dellos bien recebida,
es tanta la vergüenza que me ocupa sólo al pensar que, no como ellos pensaban,
tengo que parecer a su presencia, que tengo por mejor desterrarme para siempre
de ser vista que no verles el rostro, con pensamiento que ellos miran el mío ajeno
de la honestidad que de mí se debían de tener prometida.
Calló en diciendo esto, y el rostro se le cubrió de un color que mostró bien claro el
sentimiento y vergüenza del alma. En las suyas sintieron los que escuchado la
habían tanta lástima como admiración de su desgracia; y aunque luego quisiera el
cura consolarla y aconsejarla, tomó primero la mano Cardenio, diciendo:
-En fin, señora, ¿que tú eres la hermosa Dorotea, la hija única del rico Clenardo?
Admirada quedó Dorotea cuando oyó el nombre de su padre, y de ver cuán de poco
era el que le nombraba, porque ya se ha dicho de la mala manera que Cardenio
estaba vestido, y así, le dijo:
-Y ¿quién sois vos, hermano, que así sabéis el nombre de mi padre? Porque yo,
hasta ahora si mal no me acuerdo, en todo el discurso del cuento de mi desdicha no
le he nombrado.
-Soy -respondió Cardenio- aquel sin ventura que, según vos, señora, habéis dicho,
Luscinda dijo que era su esposa. Soy el desdichado Cardenio, a quien el mal
término de aquel que a vos os ha puesto en el que estáis me ha traído a que me
veáis cual me veis, roto, desnudo, falto de todo humano consuelo y, lo que es peor
de todo, falto de juicio, pues no le tengo sino cuando al cielo se le antoja dármele
por algún breve espacio. Yo, Dorotea, soy el que me hallé presente a las sinrazones
de don Fernando, y el que aguardó a oír el sí que de ser su esposa pronuncio
Luscinda. Yo soy el que no tuvo ánimo para ver en qué paraba su desmayo, ni lo
que resultaba del papel que le fue hallado en el pecho, porque no tuvo el alma
sufrimiento para ver tantas desventuras juntas; y así, dejé la casa y la paciencia, y
una carta, que dejé a un huésped mío, a quien rogué que en manos de Luscinda la
pusiese, y víneme a estas soledades, con intención de acabar en ellas la vida, que
desde aquel punto aborrecí, como mortal enemiga mía. Mas no ha querido la suerte
quitármela, contentándose con quitarme el juicio, quizá por guardarme para la
buena ventura que he tenido en hallaros; pues siendo verdad, como creo que lo es,
lo que aquí habéis contado, aún podría ser que a entrambos nos tuviese el cielo guardado mejor suceso en nuestros desastres que nosotros pensamos. Porque,
presupuesto que Luscinda no puede casarse con don Fernando, por ser mía, ni don
Fernando con ella, por ser vuestro, y haberlo ella tan manifiestamente declarado,
bien podemos esperar que el cielo nos restituya lo que es nuestro, pues está
todavía en ser, y no se ha enajenado ni deshecho. Y pues este consuelo tenemos,
nacido no de muy remota esperanza, ni fundado en desvariadas imaginaciones,
suplicoos, señora, que toméis otra resolución en vuestros honrados pensamientos,
pues yo la pienso tomar en los míos, acomodándoos a esperar mejor fortuna; que
yo os juro por la fe de caballero y de cristiano de no desampararos hasta veros en
poder de don Fernando, y que cuando con razones no le pudiere atraer a que
conozca lo que os debe, de usar entonces la libertad que me concede el ser
caballero, y poder con justo título desafialle, en razón de la sinrazón que os hace,
sin acordarme de mis agravios, cuya venganza dejaré al cielo, por acudir en la
tierra a los vuestros.
Con lo que Cardenio dijo, se acabó de admirar Dorotea, y, por no saber qué gracias
volver a tan grandes ofrecimientos, quiso tomarle los pies para besárselos; mas no
lo consintió Cardenio, y el licenciado respondió por entrambos, y aprobó el buen
discurso de Cardenio, y, sobre todo, les rogó, aconsejó y persuadió que se fuesen
con él a su aldea, donde se podrían reparar de las cosas que les faltaban, y que allí
se daría orden cómo buscar a don Fernando, o cómo llevar a Dorotea a sus padres,
o hacer lo que más les pareciese conveniente. Cardenio y Dorotea se lo
agradecieron, y acetaron la merced que se les ofrecía. El barbero, que a todo había
estado suspenso y callado, hizo también su buena plática y se ofreció con no menos
voluntad que el cura a todo aquello que fuese bueno para servirles. Contó
asimesmo con brevedad la causa que allí los había traído, con la extrañeza de la
locura de don Quijote, y cómo aguardaban a su escudero, que había ido a buscalle.
Vínosele a la memoria a Cardenio, como por sueños, la pendencia que con don
Quijote había tenido, y contóla a los demás; mas no supo decir por qué causa fue
su cuestión.
En esto, oyeron voces y conocieron que el que las daba era Sancho Panza, que, por
no haberlos hallado en el lugar donde los dejó, los llamaba a voces. Saliéronle al
encuentro y, preguntándole por don Quijote, les dijo cómo le había hallado desnudo
en camisa, flaco, amarillo y muerto de hambre, y suspirando por su señora
Dulcinea; y que puesto que le había dicho que ella le mandaba que saliese de aquel
lugar y se fuese al del Toboso. donde le quedaba esperando, había respondido que
estaba determinado de no parecer ante su fermosura fasta que hobiese fecho
fazañas que le ficiesen digno de su gracia. Y que si aquello pasaba adelante, corría
peligro de no venir a ser emperador, como estaba obligado, ni aun arzobispo, que
era lo menos que podía ser: por eso, que mirasen lo que se había de hacer para
sacarle de allí. El licenciado le respondió que no tuviese pena; que ellos le sacarían
de allí, mal que le pesase. Contó luego a Cardenio y a Dorotea lo que tenían
pensado para remedio de don Quijote, a lo menos para llevarle a su casa; a lo cual
dijo Dorotea que ella haría la doncella menesterosa mejor que el barbero, y más,
que tenía allí vestidos con que hacerlo al natural, y que la dejasen el cargo de saber
representar todo aquello que fuese menester para llevar adelante su intento,
porque ella había leído muchos libros de caballerías y sabía bien el estilo que tenían
las doncellas cuitadas cuando pedían sus dones a los andantes caballeros.
-Pues no es menester más -dijo el cura- sino que luego se ponga por obra; que, sin
duda, la buena suerte se muestra en favor nuestro, pues, tan sin pensarlo, a
vosotros, señores, se os ha comenzado a abrir puerta para vuestro remedio, y a
nosotros se nos ha facilitado la que habíamos menester.
Sacó luego Dorotea de su almohada una saya entera de cierta telilla rica y una
mantellina de otra vistosa tela verde, y de una cajita un collar y otras joyas, con que en un instante se adornó, de manera que una rica y gran señora parecía. Todo
aquello, y más, dijo que había sacado de su casa para lo que se ofreciese, y que
hasta entonces no se le había ofrecido ocasión de habello menester. A todos
contentó en extremo su mucha gracia, donaire y hermosura, y confirmaron a don
Fernando por de poco conocimiento, pues tanta belleza desechaba. Pero el que más
se admiró fue Sancho Panza, por parecerle (como era así verdad) que en todos los
días de su vida había visto tan hermosa criatura; y así, preguntó al cura con grande
ahínco le dijese quién era aquella tan fermosa señora, y qué era lo que buscaba por
aquellos andurriales.
-Esta hermosa señora -respondió el cura-, Sancho hermano, es, como quien no dice
nada, es la heredera por línea recta de varón del gran reino de Micomicón, la cual
viene en busca de vuestro amo a pedirle un don, el cual es que le desfaga un tuerto
o agravio que un mal gigante le tiene fecho; y a la fama que de buen caballero
vuestro amo tiene por todo lo descubierto, de Guinea ha venido a buscarle esta
princesa.
-Dichosa buscada y dichoso hallazgo –dijo a esta sazón Sancho Panza-, y más si mi
amo es tan venturoso que desfaga ese agravio y enderece ese tuerto, matando a
ese hideputa dese gigante que vuestra merced dice, que sí matará si él le
encuentra, si ya no fuese fantasma; que contra los fantasmas no tiene mi señor
poder alguno. Pero una cosa quiero suplicar a vuestra merced, entre otras, señor
licenciado, y es que, porque a mi amo no le tome gana de ser arzobispo, que es lo
que yo temo, que vuestra merced le aconseje que se case luego con esta princesa,
y así quedará imposibilitado de recebir órdenes arzobispales, y vendrá con facilidad
a su imperio, y yo al fin de mis deseos; que yo he mirado bien en ello y hallo por
mi cuenta que no me está bien que mi amo sea arzobispo, porque yo soy inútil para
la Iglesia, pues soy casado, y andarme ahora a traer dispensaciones para poder
tener renta por la Iglesia, teniendo, como tengo, mujer y hijos, seria nunca acabar.
Así que, señor, todo el toque está en que mi amo se case luego con esta señora,
que hasta ahora no sé su gracia, y así, no la llamo por su nombre.
-Llámase -respondió el cura- la princesa Micomicona, porque llamándose su reino
Micomicón, claro está que ella se ha de llamar así.
-No hay duda en eso -respondió Sancho-; que yo he visto a muchos tomar el
apellido y alcurnia del lugar donde nacieron, llamándose Pedro de Alcalá, Juan de
Ubeda y Diego de Valladolid, y esto mesmo se debe de usar allá en Guinea: tomar
las reinas los nombres de sus reinos.
-Así debe de ser -dijo el cura-; y en lo del casarse vuestro amo, yo haré en ello
todos mis poderíos.
Con lo que quedó tan contento Sancho cuanto el cura admirado de su simplicidad, y
de ver cuán encajados tenía en la fantasía los mesmos disparates que su amo, pues
sin alguna duda se daba a entender que había de venir a ser emperador.
Ya, en esto, se había puesto Dorotea sobre la muía del cura, y el barbero se había
acomodado al rostro la barba de la cola de buey, y dijeron a Sancho que los guiase
adonde don Quijote estaba; al cual advirtieron que no dijese que conocía al
licenciado ni al barbero, porque en no conocerlos consistía todo el toque de venir a
ser emperador su amo; puesto que ni el cura ni Cardenio quisieron ir con ellos,
porque no se le acordase a don Quijote la pendencia que con Cardenio había tenido,
y el cura, porque no era menester por entonces su presencia; y así, los dejaron ir
delante, y ellos los fueron siguiendo a pie, poco a poco. No dejó de avisar el cura lo que había de hacer Dorotea; a lo que ella dijo que descuidasen: que todo se haría
sin faltar punto, como lo pedían y pintaban los libros de caballerías.
Tres cuartos de legua habrían andado, cuando descubrieron a don Quijote entre
unas intricadas peñas, ya vestido, aunque no armado, y así como Dorotea le vio y
fue informada de Sancho que aquel era don Quijote, dio del azote a su palafrén,
siguiéndole el bien barbado barbero; y en llegando junto a él, el escudero se arrojó
de la muía y fue a tomar en los brazos a Dorotea, la cual, apeándose con grande
desenvoltura, se fue a hincar de rodillas ante las de don Quijote; y aunque él
pugnaba por levantarla, ella, sin levantarse, le fabló en esta guisa:
-De aquí me levantaré, ¡oh valeroso y esforzado caballero!, fasta que la vuestra
bondad y cortesía me otorgue un don, el cual redundará en honra y prez de vuestra
persona y en pro de la más desconsolada y agraviada doncella que el sol ha visto. Y
si es que el valor de vuestro fuerte brazo corresponde a la voz de vuestra inmortal
fama, obligado estáis a favorecer a la sin ventura que de tan lueñes tierras viene, al
olor de vuestro famoso nombre, buscándoos para remedio de sus desdichas.
-No os responderé palabra, fermosa señora -respondió don Quijote-, ni oiré más
cosa de vuestra facienda, fasta que os levantéis de tierra.
-No me levantaré, señor -respondió la afligida doncella-, si primero por la vuestra
cortesía no me es otorgado el don que pido.
-Yo vos le otorgo y concedo –respondió don Quijote-, como no se haya de cumplir
en daño o mengua de mi rey, de mi patria, y de aquella que de mi corazón y
libertad tiene la llave.
-No será en daño ni en mengua de lo que decís, mi buen señor -replicó la dolorosa
doncella.
Y estando en esto, se llegó Sancho Panza al oído de su señor y muy pasito le dijo:
-Bien puede vuestra merced, señor, concederle el don que pide, que no es cosa de
nada: sólo es matar a un gigantazo, y esta que lo pide es la alta princesa
Micomicona, reina del gran reino Micomicón de Etiopía.
-Sea quien fuere -respondió don Quijote-; que yo haré lo que soy obligado y lo que
me dicta mi conciencia, conforme a lo que profesado tengo.
Y volviéndose a la doncella, dijo:
-La vuestra gran fermosura se levante, que yo le otorgo el don que pedirme
quisiere.
-Pues el que pido es -dijo la doncella- que la vuestra magnánima persona se venga
luego conmigo donde yo le llevare, y me prometa que no se ha de entremeter en
otra aventura ni demanda alguna hasta darme venganza de un traidor que, contra
todo derecho divino y humano, me tiene usurpado mi reino.
-Digo que así lo otorgo -respondió don Quijote-; y así, podéis, señora, desde hoy
mas, desechar la malenconía que os fatiga, y hacer que cobre nuevos bríos y fuerza
vuestra desmayada esperanza; que, con la ayuda de Dios y la de mi brazo, vos os
veréis presto restituida en vuestro reino, y sentada en la silla de vuestro antiguo y
grande estado, a pesar y a despecho de los follones que contradecirlo quisieren.
La menesterosa doncella pugnó con mucha porfía por besarle las manos; mas don
Quijote, que en todo era comedido y cortés caballero, jamás lo consintió; antes la
hizo levantar y la abrazó con mucha cortesía y comedimiento, y mandó a Sancho
que requiriese las cinchas a Rocinante y le armase luego al punto. Sancho descolgó
las armas, que, como trofeo, de un árbol estaban pendientes, y, requiriendo las
cinchas, en un punto armó a su señor; el cual, viéndose armado, dijo:
-Vamos de aquí, en el nombre de Dios, a favorecer esta gran señora.
Estábase el barbero aún de rodillas, teniendo gran cuenta de disimular la risa, y de
que no se le cayese la barba, con cuya caída quizá quedaran todos sin conseguir su
buena intención; y viendo que ya el don estaba concedido y con la diligencia que
don Quijote se alistaba para ir a cumplirle, se levantó y tomó de la otra mano a su
señora, y entre los dos la subieron en la muía; luego subió don Quijote sobre
Rocinante, y el barbero se acomodó en su cabalgadura, quedándose Sancho a pie,
donde de nuevo se le renovó la pérdida del rucio, con la falta que entonces le
hacía; mas todo ello lo llevaba con gusto, por parecerle que ya su señor estaba
puesto en camino, y muy a pique de ser emperador; porque sin duda alguna
pensaba que se había de casar con aquella princesa, y ser, por lo menos, rey de
Micomicón. Sólo le daba pesadumbre el pensar que aquel reino era en tierra de
negros, y que la gente que por sus vasallos le diesen habían de ser todos negros; a
lo cual hizo luego en su imaginación un buen remedio, y díjose a sí mismo: «¿Qué
se me da a mí que mis vasallos sean negros? ¿Habrá más que cargar con ellos y
traerlos a España, donde los podré vender, y adonde me los pagarán de contado,
de cuyo dinero podré comprar algún título, o algún oficio, con que vivir descansado
todos los días de mi vida? ¡No, sino dormios, y no tengáis ingenio ni habilidad para
disponer de las cosas, y para vender treinta o diez mil vasallos en dácame esas
pajas! Par Dios que los he de volar, chico con grande, o como pudiere, y que, por
negros que sean, los he de volver blancos o amarillos ¡Llegaos, que me mamo el
dedo!» Con esto andaba tan solicito y contento, que se le olvidaba la pesadumbre
de caminar a pie.
Todo esto miraban desde unas breñas Cardenio y el cura, y no sabían qué hacerse
para juntarse con ellos; pero el cura, que era gran tracista, imaginó luego lo que
harían para conseguir lo que deseaban, y fue que con unas tijeras que traía en un
estuche quitó con mucha presteza la barba de Cardenio, y vistióle un capotillo
pardo que él traía, y diole un herreruelo negro, y él se quedó en calza y en jubón; y
quedó tan otro de lo que antes parecía Cardenio, que él mesmo no se conociera,
aunque a un espejo se mirara. Hecho esto, puesto que ya los otros habían pasado
adelante en tanto que ellos se disfrazaron, con facilidad salieron al camino real
antes que ellos, porque las malezas y malos pasos de aquellos lugares no concedían
que anduviesen tanto los de a caballo como los de a pie. En efeto, ellos se pusieron
en el llano, a la salida de la sierra, y así como salió della don Quijote y sus
camaradas, el cura se le puso a mirar muy de espacio, dando señales de que le iba
reconociendo, y al cabo de haberle una buena pieza estado mirando, se fue a él
abiertos los brazos y diciendo a voces:
-Para bien sea hallado el espejo de la caballería, el mi buen compatriota don
Quijote de la Mancha, la flor y la nata de la gentileza, el amparo y remedio de los
menesterosos, la quinta esencia de los caballeros andantes.
Y diciendo esto, tenía abrazado por la rodilla de la pierna izquierda a don Quijote; el
cual, espantado de lo que veía y oía decir y hacer a aquel hombre, se le puso a
mirar con atención, y, al fin, le conoció, y quedó como espantado de verle, y hizo
grande fuerza por apearse; mas el cura no lo consintió, por lo cual don Quijote
decía:
Déjeme vuestra merced, señor licenciado, que no es razón que yo esté a caballo, y
una tan reverenda persona como vuestra merced esté a pie.
-Eso no consentiré yo en ningún modo -dijo el cura-: estése la vuestra grandeza a
caballo, pues estando a caballo acaba las mayores fazañas y aventuras que en
nuestra edad se han visto; que a mi, aunque indigno sacerdote, bastaráme subir en
las ancas de una destas mulas destos señores que con vuestra merced caminan, si
no lo han por enojo; y aun haré cuenta que voy caballero sobre el caballo Pegaso, o
sobre la cebra o alfana en que cabalgaba aquel famoso moro Muzaraque, que aún
hasta ahora yace encantado en la gran cuesta Zulema, que dista poco de la gran
Compluto.
-Aun no caía yo en tanto, mi señor licenciado -respondió don Quijote-; y yo sé que
mi señora la princesa será servida, por mi amor, de mandar a su escudero dé a
vuestra merced la silla de su muía; que él podrá acomodarse en las ancas, si es
que ella las sufre.
-Si sufre, a lo que yo creo -respondió la princesa-; y también sé que no será
menester mandárselo al señor mi escudero; que él es tan cortés y tan cortesano,
que no consentirá que una persona eclesiástica vaya a pie, pudiendo ir a caballo.
-Así es -respondió el barbero.
Y apeándose en un punto convidó al cura con la silla, y él la tomó sin hacerse
mucho de rogar. Y fue el mal que al subir a las ancas el barbero, la muía, que, en
efeto, era de alquiler, que para decir que era mala esto basta, alzó un poco los
cuartos traseros, y dio dos coces en el aire, que a darlas en el pecho de ámese
Nicolás, o en la cabeza, él diera al diablo la venida por don Quijote. Con todo eso,
le sobresaltaron de manera, que cayó en el suelo, con tan poco cuidado de las
barbas, que se le cayeron en el suelo; y como se vio sin ellas, no tuvo otro remedio
sino acudir a cubrirse el rostro con ambas manos y a quejarse que le habían
derribado las muelas. Don Quijote, como vio todo aquel mazo de barbas, sin
quijadas y sin sangre, lejos del rostro del escudero caído, dijo:
-¡Vive Dios, que es gran milagro éste! ¡Las barbas le ha derribado y arrancado del
rostro, como si las quitaran a posta!
El cura, que vio el peligro que corría su invención de ser descubierta, acudió luego a
las barbas y fuese con ellas adonde yacía ámese Nicolás dando aún voces todavía,
y de un golpe, llegándole la cabeza a su pecho, se las puso murmurando sobre él
unas palabras, que dijo que era cierto ensalmo apropiado para pegar barbas, como
lo verían; y cuando se las tuvo puestas, se apartó y quedó el escudero tan bien
barbado y tan sano como de antes, de que se admiró don Quijote sobremanera, y
rogó al cura que cuando tuviese lugar le enseñase aquel ensalmo; que él entendía
que su virtud a más que pegar barbas se debía de extender, pues estaba claro que
de donde las barbas se quitasen, había de quedar la carne llagada y maltrecha, y
que, pues todo lo sanaba, a más que barbas aprovechaba.
-Así es -dijo el cura, y prometió de enseñarsele en la primera ocasión.
Concertáronse que por entonces subiese el cura, y a trechos se fuesen los tres
mudando, hasta que llegasen a la venta, que estría hasta dos leguas de allí.
Puestos los tres a caballo, es a saber, don Quijote, la princesa y el cura, y los tres a
pie, Cardenio, el barbero y Sancho Panza, don Quijote dijo a la doncella:
-Vuestra grandeza, señora mía, guíe por donde más gusto le diere.
Y antes que ella respondiese, dijo el licenciado:
-¿Hacia qué reino quiere guiar la vuestra señoría? ¿Es, por ventura, hacia el de
Micomicón? Qué si debe de ser, o yo sé poco de reinos.
Ella, que estaba bien en todo, entendió que había de responder que sí, y así, dijo:
-Si, señor: hacia ese reino es mi camino.
-Si así es -dijo el cura-, por la mitad de mi pueblo hemos de pasar, y de allí tomará
vuestra merced la derrota de Cartagena, donde se podrá embarcar con la buena
ventura; y si hay viento próspero, mar tranquilo y sin borrasca, en poco menos de
nueve años se podrá estar a vista de la gran laguna Meona, digo, Meótides, que
está poco más de cien jornadas más acá del reino de vuestra grandeza.
-Vuestra merced está engañado, señor mío -dijo ella-; porque no ha dos años que
yo partí dél, y en verdad que nunca tuve buen tiempo, y, con todo eso, he llegado a
ver lo que tanto deseaba, que es al señor don Quijote de la Mancha, cuyas nuevas
llegaron a mis oídos así como puse los pies en España, y ellas me movieron a
buscarle, para encomendarme en su cortesía y fiar mi justicia del valor de su
invencible brazo.
-No más; cesen mis alabanzas -dijo a esta sazón don Quijote-, porque soy enemigo
de todo género de adulación; y aunque ésta no lo sea, todavía ofenden mis castas
orejas semejantes pláticas. Lo que yo sé decir, señora mía, que ora tenga valor o
no, el que tuviere o no tuviere se ha de emplear en vuestro servicio, hasta perder
la vida; y así, dejando esto para su tiempo, ruego al señor licenciado me diga qué
es la causa que le ha traído por estas partes tan solo, y tan sin criados, y tan a la
ligera, que me pone espanto.
-A eso yo responderé con brevedad -respondió el cura-; porque sabrá vuestra
merced, señor don Quijote, que yo y maese Nicolás, nuestro amigo y nuestro
barbero, íbamos a Sevilla a cobrar cierto dinero que un pariente mío que ha
muchos años que pasó a Indias me había enviado, y no tan pocos que no pasan de
sesenta mil pesos ensayados, que es otro que tal; y pasando ayer por estos
lugares, nos salieron al encuentro cuatro salteadores y nos quitaron hasta las
barbas; y de modo nos las quitaron, que le convino al barbero ponérselas postizas;
y aun a este mancebo que aquí va -señalando a Cardenio- le pusieron como de
nuevo. Y es lo bueno que es pública fama por todos estos contornos que los que
nos saltearon son de unos galeotes que dicen que libertó, casi en este mesmo sitio,
un hombre tan valiente, que a pesar del comisado y de las guardas, los soltó a
todos; y, sin duda alguna, él debía de estar fuera de juicio, o debe de ser tan
grande bellaco como ellos, o algún hombre sin alma y sin conciencia, pues quiso
soltar al lobo entre las ovejas, a la raposa entre las gallinas, a la mosca entre la
miel: quiso defraudar la justicia, ir contra su rey y señor natural, pues fue contra
sus justos mandamientos; quiso, digo, quitar a las galeras sus pies, poner en
alboroto a la Santa Hermandad, que había muchos años que reposaba; quiso,
finalmente, hacer un hecho por donde se pierda su alma y no se gane su cuerpo.
Habíales contado Sancho al cura y al barbero la aventura de los galeotes, que
acabó su amo con tanta gloria suya, y por esto cargaba la mano el cura
refiriéndola, por ver lo que hacia o decía don Quijote; al cual se le mudaba la color
a cada palabra, y no osaba decir que él había sido el libertador de aquella buena
gente.
-Estos, pues -dijo el cura-, fueron los que nos robaron. Que Dios, por su
misericordia, se lo perdone al que no los dejó llevar al debido suplicio.

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