Capítulo 18

854 14 0
                                    

Capítulo 18: Donde se cuentan las razones que pasó Sancho Panza con su señor Don Quijote con otras aventuras dignas de ser contadas.

Llegó Sancho a su amo marchito y desmayado, tanto que no podía arrear a su
jumento. Cuando así le vió Don Quijote, le dijo: Ahora acabo de creer, Sancho
bueno, que aquel castillo o venta es encantado sin duda, porque aquellos que tan
atrozmente tomaron pasatiempo contigo, ¿qué podían ser sino fantasmas y gente
del otro mundo? Y confirmo ésto, por haber visto que cuando estuve por las bardas
del corral mirando los actos de tu triste tragedia, no me fue posible subir por ellas,
ni menos pude apearme de Rocinante, porque me debían de tener encantado; que
te juro por la fe de quien soy, que si pudiera subir o apearme, que yo te hubiera
vengado de manera que aquellos follones y malandrines se acordaran de la burla
para siempre, aunque en ello supiera contravenir a las leyes de caballería, que
como ya muchas veces te he dicho, no consienten que caballero ponga mano
contra quien no lo sea, si no fuere en defensa de su propia vida y persona en caso
de urgente y gran necesidad.
También me vengara yo si pudiera, dijo Sancho, fuera o no fuera armado caballero;
pero no pude, aunque tengo para mí que aquellos que se holgaron conmigo no eran
fantasmas ni hombres encantados, como vuestra merced dice, sino hombres de
carne y de hueso como nosotros y todos, según los oí nombrar cuando me
volteaban, tenían sus nombres, que el uno se llamaba Pedro Martínez, y el otro
Tenorio Hernández, y el ventero oí que se llamaba Juan Palomeque el Zurdo; así
que, señor, el no poder saltar las bardas del corral, ni apearse del caballo, en él
estuvo que en encantamientos; y lo que yo saco en limpio de todo ésto, es que
estas aventuras que andamos buscando, al cabo al cabo nos han de traer a tantas
desventuras, que no sepamos cuál es nuestro pie derecho; y lo que sería mejor y
más acertado, según mi poco entendimiento, fuera el volvernos a nuestro lugar,
ahora que es tiempo de la siega, y de entender en la hacienda, dejándonos de
andar de ceca en meca y de zoca en colodra como dicen.
¡Qué poco sabes, Sancho, respondió Don Quijote, de achaque de caballería: calla y
ten paciencia, que día vendrá donde veas por vista de ojos cuán honrosa cosa es
andar en este oficio. Sino dime: ¿qué mayor contento puede haber en el mundo, o
qué gusto puede igualarse al de vencer una batalla, y al de triunfar de su enemigo?
Ninguno, sin duda alguna. Así debe de ser, respondió Sancho, puesto que yo no lo
sé; sólo sé que después que somos caballeros andantes, o vuestra merced lo es
(que yo no hay para qué me cuenten en tan honroso número) jamás hemos
vencido batalla alguna, si no fue la del vizcaíno, y aún de aquella salió vuestra
merced con media oreja y media celada menos; que después acá todo ha sido palos
y más palos, puñadas y más puñadas, llevando yo de ventaja el manteamiento, y
haberme sucedido por personas encantadas, de quien no puedo vengarme, para
saber hasta dónde llega el gusto del vencimiento del enemigo, como vuestra
merced dice.
Esa es la pena que yo tengo, y la que tú debes tener, Sancho, respondió Don
Quijote; pero de aquí en adelante yo procuraré haber a las manos alguna espada
hecha con tal maestría, que al que la trujere consigo no le puedan hacer ningún
género de encantamientos; y aún podría ser que me deparase la ventura aquella de
Amadís, cuando se llamaba el "Caballero de la Ardiente Espada", que fue una de las
mejores espadas que tuvo caballero en el mundo; porque, fuera de que tenía la
virtud dicha, cortaba como una navaja, y no había armadura, por fuerte y
encantada que fuese, que se le parase delante. Yo soy tan venturoso, dijo Sancho, que cuando eso fuese, y vuestra merced viniese a hallar semejante espada, sólo
vendría a servir y aprovechar a los armados caballeros como el bálsamo, y a los
escuderos que se los papen duelos. No temas eso, Sancho, dijo Don Quijote, que
mejor lo hará el cielo contigo.
En estos coloquios iban Don Quijote y su escudero, cuando vio Don Quijote que por
el camino que iban venía hacia ellos una grande y espesa polvareda, y en viéndola
se volvió a Sancho, y le dijo: Este es el día, oh Sancho, en el cual se ha de ver el
bien que me tiene guardado mi suerte; este es el día, digo, en que se ha de
mostrar tanto como en otro alguno el valor de mi brazo, y en que tengo de hacer
obras que queden escritas en el libro de la fama por todos los venideros siglos.
¿Ves aquella polvareda que allí se levanta, Sancho? Pues toda es cuajada de un
copiosísimo ejército que de diversas e innumerables gentes compuesto, por allí
viene marchando. A esa cuenta, dos deben de ser, dijo Sancho, porque desta parte
contraria se levanta asimesmo otra semejante polvareda. Volvió a mirarla Don
Quijote, y vió que así era la verdad; y alegrándose sobremanera, pensó sin duda
alguna que eran dos ejércitos que venían a embestirse y a encontrarse en mitad de
aquella espaciosa llanura, porque tenía a todas horas y momentos llena la fantasía
de aquellas batallas, encantamientos, sucesos, desatinos, amores, desafíos, que en
los libros de caballería se cuentan; y todo cuanto hablaba, pensaba o hacía, era
encaminado a cosas semejantes, y a la polvareda que había visto la levantaban dos
grandes manadas de ovejas y carneros, que por el mismo camino de dos diferentes
partes venían, las cuales con el polvo no se echaron de ver hasta que llegaron
cerca; y con tanto ahínco afirmaba Don Quijote que eran ejército, que Sancho le
vino a creer, y a decirle: Señor, ¿pues qué hemos de hacer nosotros? ¿Qué? dijo
Don Quijote. Favorecer y ayudar a los menesterosos y desvalidos; y has de saber,
Sancho, que este que viene por nuestra frente lo conduce y guía el gran emperador
Alifanfaron, señor de la grande isla Trapobana; este otro, que a mis espaldas
marcha, es el de su enemigo el rey de los Garamantas, Pentapolin del arremangado
brazo, porque siempre entra en las batallas con el brazo derecho desnudo.
Pues ¿por qué se quieren tan mal estos dos señores? preguntó Sancho. Quiérense
mal, respondió Don Quijote, porque este Alifanfaron es un furibundo pagano, y está
enamorado de la hija de Pentapolin, que es una muy hermosa y además agraciada
señora, y es cristiana, y su padre no se la quiere entregar al rey pagano si no deja
primero la ley de su falso profeta Mahoma, y se vuelve a la suya. Para mis barbas,
dijo Sancho, si no hace muy bien Pentapolin, y que le tengo de ayudar en cuanto
pudiere. En eso harás lo que debes, Sancho, dijo Don Quijote, porque para entrar
en batallas semejantes no requiere ser armado caballero. Bien se me alcanza eso,
respondió Sancho; pero ¿dónde pondremos a este asno, que estemos ciertos de
hallarle después de pasada la refriega, porque al entrar en ella en semejante
caballería no creo que está en uso hasta ahora? Así es verdad, dijo Don Quijote; lo
que puedes hacer dél es dejarle a sus aventuras, ahora se pierda o no, porque
serán tanto los caballos que tendremos después que salgamos vencedores, que aún
corre peligro Rocinante no le trueque por otro; pero estáme atento y mira, que te
quiero dar cuenta de los caballeros más principales que en estos dos ejércitos
vienen, y para que mejor los veas y los notes, retirémonos a aquel altillo que allí se
hace, de donde se deben descubrir los dos ejércitos.
Hiciéronlo así y pusiéronse sobre una loma, desde la cual se veían bien las dos
manadas que a Don Quijote se le hicieron ejército, si las nubes del polvo que
levantaban no les turbara y cegara la vista; pero con todo esto, viendo en su
imaginación lo que no veía ni había, con voz levantada comenzó a decir: Aquel
caballero que allí ves de las armas jaldes, que trae en el escudo un león coronado
rendido a los pies de una doncella, es el valeroso Laurcalco, señor de la Puente de
Plata. El otro de las armas de las flores de oro, que trae en el escudo tres coronas
de plata en campo azul, es el temido Micocolembo, gran duque de Quirocia. El otro de los miembros gigantes que está a su derecha mano, es el nunca medroso
Brandabarbaran de Boliche, señor de las tres Arabias, que viene armado de aquel
cuero de serpiente, y tiene por escudo una puerta, que según es fama, es una de
las del templo que derribó Sanson cuando con su muerte se vengó de sus
enemigos. Pero vuelve los ojos a estotra parte, y verás delante y en la frente de
estotro ejército al siempre vencedor y jamás vencido Timonel de Carcajona,
príncipe de la Nueva Vizcaya, que viene armado con las armas partidas a cuarteles
azules, verdes, blancos y amarillos, y trae en el escudo un gato de oro en campo
leonado con una letra que dice "Miau", que es el principio del nombre de su dama,
que según se dice es la sin par Miaulina, hija del duque de Alfeñiquen del Algarbe.
El otro, que carga y oprime los lomos de aquella poderosa alfana, que trae las
armas como nieve blancas, y el escudo blanco y sin empresa alguna, es un
caballero novel, de nación francés, llamado Pierres Papin, señor de las baronías de
Utrique. El otro, que bate las hijadas con los herrados carcaños a aquella pintada y
lijera cebra, y trae las armas de los veros azules, es el poderoso duque de Nervia,
Espartafilardo del Bosque, que trae por empresa en el escudo una esparraguera con
una letra en castellano, que dice así: "Rastrea mi suerte".
Y desta manera fué nombrando muchos caballeros del uno y del otro escuadrón que
él se imaginaba, y a todos les dió sus armas, colores, empresas y motes de
improviso, llevado de la imaginación de su nunca vista locura, y sin parar prosiguió
diciendo: A este escuadrón frontero forman y hacen gentes de diversas naciones;
aquí están los que beben las dulces aguas del famoso Janto, los montuosos que
pisan los masilíscos campos, los que criban el finísimo y menudo oro en la felice
Arabia, los que gozan las famosas y frescas riberas del claro Termodonte, los que
sangran por muchas y diversas vías al dorado Pactolo, los mumidas dudosos en sus
promesas, los persas en arcos y flechas famosos, los partos, los medos, que pelean
huyendo, los árabes de mudables casas, los citas tan crueles como blancos, los
etíopes de horadados labios, y otras infinitas naciones cuyos rostros conozco y veo,
aunque de los nombres no me acuerdo. En estotro escuadrón vienen los que beben
las corrientes cristalinas del olivífero Betis, los que tersan y pulen con el licor del
siempre rico y dorado Tajo, los que gozan las provechosas aguas del divino Genil,
los que pisan los tartesios campos de pastos abundantes, los que se alegran en
elíseos jerezanos prados, los manchegos ricos y coronados de rubias espigas, los de
hierro vestidos, reliquias antiguas de la sangre goda, los que en Pisuerga se bañan,
famoso por la mansedumbre de su corriente, los que su ganado apacientan en las
extendidas dehesas del tortuoso Guadiana, celebrado por su escondido curso, los
que tiemblan con el frío del silboso Pirineo y con los blancos copos del levantado
Apenino; finalmente, cuantos toda la Europa en sí contiene y encierrra.
¡Válame Dios, y cuántas provincias dijo, cuántas naciones nombró, dándole a cada
una con maravillosa presteza los atributos que le pertenecían, todo absorto y
empapado en lo que había leído en sus libros mentirosos! Estaba Sancho Panza
colgado de sus palabras sin hablar ninguna, y de cuando en cuando volvía la cabeza
a ver si veía los caballeros y gigantes que su amo nombraba, y como no descubría
a ninguno le dijo: Señor, encomiendo al diablo, si hombre, ni gigante, ni caballero
de cuantos vuestra merced dice parece por todo esto, a lo menos yo no los veo;
quizá todo esto debe ser encantamiento como las fantasmas de anoche.
¿Cómo dices eso? respondió Don Quijote, ¿no oyes el relinchar de los caballos, el
tocar de los clarines, el ruido de los atambores? No oigo otra cosa, respondió
Sancho, sino balidos de ovejas y carneros, y así era la verdad, porque ya llegaban
cerca los dos rebaños. El miedo que tienes, dijo Don Quijote, te hace, Sancho, que
ni veas ni oigas a derechas, porque uno de los efectos del miedo es turbar los
sentidos, y hacer que las cosas no parezcan lo que son; y si es que tanto temes,
retírate a una parte y déjame solo, que solo basto a dar la victoria a la parte a
quien yo diere mi ayuda. Y diciendo ésto puso las espuelas a Rocinante, y puesta la lanza en el ristre bajó de la costezuela como un rayo. Diole voces Sancho,
diciéndole: Vuélvase vuestra merced, señor Don Quijote, que voto a Dios que son
carneros y ovejas las que va a embestir: vuélvase, desdichado del padre que me
engendró: ¡qué locura es ésta! Mire que no hay gigante ni caballero alguno, ni
gatos, ni armas, ni escudos partidos ni enteros, ni veros azules ni endiablados.
¿Qué es lo que hace? Pecador soy yo a Dios. Ni por esas volvió Don Quijote, antes
en altas voces iba diciendo: Ea, caballeros, los que seguís y militais debajo de las
banderas del poderoso emperador Pentapolin del arremangado brazo, seguidme
todos, vereis cuán facilmente le doy venganza de su enemigo Alifanfaron de la
Trapobana.
Esto diciendo, se entró por medio del escuadrón de las ovejas, y comenzó de
alanceallas con tanto con coraje y denuedo, como si de veras alanceara a sus
mortales enemigos. Los pastores y ganaderos que con la manada venían, dábanle
voces que no hiciese aquello; pero viendo que no aprovechaban, desciñéronse las
ondas, y comenzaron a saludarle los oídos con piedras como el puño. Don Quijote
no se curaba de las piedras; antes discurriendo a todas partes, decía: ¿Adónde
estás, soberbio Alifanfaron? Vente a mí, que un caballero solo soy, que desea de
solo a solo probar tus fuerzas y quitarte la vida en pena de la que das al valeroso
Pentapolin Garamanta.
Llegó en ésto una peladilla de arroyo, y dándole en un lado, le sepultó dos costillas
en el cuerpo. Viéndose tan maltrecho, creyó sin duda que estaba muerto o mal
ferido, y acordándose de su licor, sacó su alcuza, y púsosela a la boca, y comenzó a
echar licor en el estomago; mas antes que acabase de envasar lo que a él le
parecía que era bastante llegó otra almendra, y dióle en la mano y en la alcuza tan
de lleno, que se la hizo pedazos, llevándole de camino tres o cuatro dientes y
muelas de la boca, y machucándole malamente dos dedos de la mano.
Tal fue el golpe primero, y tal el segundo, que le fue forzoso al pobre caballero dar
consigo del caballo abajo. Llegáronse a él los pastores, y creyendo que le habían
muerto, y así con mucha priesa recogieron su ganado, y cargaron de las reses
muertas, que pasaban de siete, y sin averiguar otra cosa se fueron. Estábase todo
este tiempo Sancho sobre la cuesta, mirando las locuras que su amo hacía, y
arrancábase las barbas, maldiciendo la hora y el punto en que la fortuna se le había
dado a conocer. Viéndole, pues, caído en el suelo, y que ya los pastores se habían
ido, bajó de la cuesta y llegóse a él, y hallándole de muy mal arte, aunque no había
perdido el sentido, y díjole: ¿No le decía yo, señor Don Quijote, que se volviese,
que los que iba a acometer no eran ejércitos, sino manadas de carneros?
Como éso puede desaparecer y contrahacer aquel ladrón del sabio mi enemigo,
respondió Don Quijote: sábete, Sancho, que es muy facil cosa a los tales hacernos
parecer lo que quieren, y este maligno que me persigue, envidioso de la gloria que
vío que yo había de alcanzar desta batalla, ha vuelto los escuadrones de enemigos
en manadas de ovejas. Si no haz una cosa, Sancho, por mi vida, porque te
desengañes y veas ser verdad lo que te digo: sube en tu asno y síguelos
bonitamente, y verás cómo, en alejándose de aquí algún poco, se vuelven en su ser
primero, y dejando de ser carneros, son hombres hechos y derechos, como te los
pinté primero, pero no vayas ahora, que he menester tu favor y ayuda; llégate a
mí, y mira cuántas muelas y dientes me faltan, que me parece que no me ha
quedado ninguno en la boca.
Llegóse Sancho tan cerca, que casi le metía los ojos en la boca, y fue a tiempo que
ya había obrado el bálsamo en el estómago de Don Quijote, y al tiempo que Sancho
llegó a mirarle la boca, arrojó de sí, más recio que una escopeta, cuanto dentro
tenía, y le dió con todo ello en las barbas del compasivo escudero. ¡Santa María! dijo Sancho. ¿Y qué es ésto que me ha sucedido? Sin duda este pecador está herido
de muerte, pues vomita sangre por la boca. Pero reparando un poco más en ello,
echó de ver en la color, sabor y olor, que no era sangre, sino el bálsamo de la
alcuza que él le había visto beber; y fué tanto el asco que tomó, que
revolviéndosele el estómago, vomitó las tripas sobre su mismo señor, y quedaron
entrambos como de perlas. Acudió Sancho a su asno para sacar de las alforjas con
qué limpiarse y con qué curar a su amo, y como no las halló, estuvo a punto de
perder el juicio; maldíjose de nuevo; y propuso en su corazón de dejar a su amo y
volverse a su tierra, aunque perdiese el salario de lo servido y las esperanzas del
gobierno de la prometida ínsula.
Levántose en esto Don Quijote, y puesta la mano izquierda en la boca, porque no
se le acabasen de salir los dientes, asió con la otra las riendas de Rocinante, que
nunca se había movido de junto a su amo (tal era de leal y bien acondicionado), y
fuese a donde su escudero estaba, de pechos sobre su asno, con la mano en la
mejilla en guisa de hombre pensativo, además, y viéndole Don Quijote de aquella
manera, con muestras de tanta tristeza, le dijo: Sábete, Sancho, que no es un
hombre más que otro si no hace más que otro: todas esta borrascas que nos
suceden son señales de que presto ha de serenar el tiempo, y han de sucedernos
bien las cosas, porque no es posible que el mal ni el bien sean durables, y de aquí
se sigue que, habiendo durado mucho el mal, el bien está ya cerca, así que no
debes congojarte por las desgracias que a mí me suceden, pues a ti no te cabe
parte de ellas. ¿Cómo no? respondió Sancho; ¿por ventura el que ayer mantearon
era otro que el hijo de mi padre? ¿y las alforjas que hoy me faltan son de otro que
del mismo? ¿Qué, te faltan las alforjas, Sancho? dijo Don Quijote. Sí que me faltan,
respondió Sancho. ¿De ese modo, no tenemos que comer hoy? replicó Don Quijote.
Eso fuera, respondió Sancho, cuando faltaran por estos prados las yerbas que
vuestra merced dice que conoce, con que suelen suplir semejantes faltas los tan
mal aventurados caballeros andantes, como vuestra merced es.
Con todo eso, respondió Don Quijote, tomara yo más aina un cuartel de pan, o una
hogaza y dos cabezas de sardinas arenques, que cuantas yerbas describe
Dioscórides, aunque fuera el ilustrado doctor Laguna; mas con todo ésto, sube en
tu jumento, Sancho el bueno, y vente tras mi, que Dios, que es proveedor de todas
las cosas, no nos ha de faltar, y más andando tan en su servicio como andamos,
pues no falta a los mosquitos del aire, ni a los gusanillos de la tierra, ni a los
renacuajos del agua, y es tan piadoso, que hace salir su sol sobre los buenos y
malos, y llueve sobre los injustos y justos. Más bueno era vuestra merced, dijo
Sancho, para predicador que para caballero andante. De todo sabían y han de
saber los caballeros andantes, Sancho, dijo Don Quijote, porque caballero andante
hubo en los pasados siglos, que así se paraba a hacer un sermón o plática en un
camino real, como si fuera graduado por la universidad de París, de donde se
infiere, que nunca la lanza embotó la pluma, ni la pluma la lanza. Ahora bien, sea
así como vuestra merced dice, respondió Sancho; vamos ahora de aquí y
procuremos donde alojar esta noche, y quiera Dios que sea en parte donde no haya
mantas, ni manteadores, ni fantasmas, ni moros encantados, que si los hay, daré al
diablo el hato y el garabato.
Pídeselo tú a Dios, dijo Don Quijote, guía tú por donde quisieres, que esta vez
quiero dejar a tu elección el alojarnos; pero dame acá la mano, y atiéntame con el
dedo, y mira bien cuántos dientes y muelas me faltan deste lado derecho de la
quijada alta, que allí siento el dolor. Metió Sancho los dedos, y estándole atentándo
le dijo: ¿Cuántas muelas solía vuestra merced tener en esta parte? Cuatro,
respondió Don Quijote, fuera de la cordal todas enteras y muy sanas. Mire vuestra
merced bien lo que dice, señor, respondió Sancho. Digo cuatro, si no eran cinco,
respondió Don Quijote, porque en toda mi vida me han sacado diente ni muela de
la boca, ni se me ha caído, ni comido de neguijon, ni de reuma alguna. Pues en esta parte de abajo, dijo Sancho, no tiene vuestra merced más de dos muelas y
media, ni ninguna, que toda está rasa como la palma de la mano.
¡Sin ventura yo! dijo Don Quijote, oyendo las tristes nuevas que su escudero le
daba, que más quisiera que me hubieran derribado un brazo, como no fuera el de
la espada; porque te hago saber, Sancho, que la boca sin muelas es como el molino
sin piedra, y en mucho más se ha de estimar un diente que un diamante; mas a
todo esto estamos sujetos los que profesamos la estrecha orden de la caballería.
Sube, amigo, y guía, que yo te seguiré al paso que quisieres. Hízolo así Sancho, y
encaminose hacia donde le pareció que podía hallar acogimiento, sin salir del
camino real, que por allí iba muy seguido. Yéndose, pues, poco a poco, porque el
dolor de las quijadas de Don Quijote no le dejaba sosegar, ni atender a darse
priesa, quiso Sancho entretenelle y divertirle diciéndole alguna cosa, y entre otras
que le dijo, fue lo que se dirá en el siguiente capítulo.

El Quijote de la ManchaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora