Capítulo 11

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Capítulo 11: De lo que sucedió a Don Quijote con unos cabreros.

Fue recogido de los cabreros con buen ánimo, y habiendo Sancho lo mejor que
pudo acomodado a Rocinante y a su jumento, se fue tras el olor que despedían de
sí ciertos tasajos de cabra que hirviendo al fuego en un caldero estaban; y aunque
él quisiera en aquel mismo punto ver si estaban en sazón de trasladarlos del
caldero al estómago, lo dejó de hacer porque los cabreros los quitaron del fuego, y
tendiendo por el suelo unas pieles de ovejas, aderezaron con mucha priesa su
rústica mesa, y convidaron a los dos, con muestras de muy buena voluntad, con lo
que tenían. Sentáronse a la redonda de las pieles seis de ellos, que eran los que en
la majada había, habiendo primero con groseras ceremonias rogado a Don Quijote
que se sentase sobre un dornajo que vuelto al revés le pusieron. Sentóse Don
Quijote, y quedábase Sancho en pie para servirle la copa, que era hecha de cuerno.
Viéndole en pie su amo, le dijo: porque veas, Sancho, el bien que en sí encierra la
andante caballería, y cuán a pique están los que en cualquiera ministerio de ella se
ejercitan, de venir brevemente a ser honrados y estimados del mundo, quiero que
aquí a mi lado, y en compañía de esta buena gente, te sientes, y que seas una
misma cosa conmigo que soy tu amo y natural señor, que comas en mi plato y
bebas por donde yo bebiere; porque de la caballería andante se puede decir lo
mismo que del amor que se dice, que todas las cosas iguala. ¡Gran merced! dijo
Sancho; pero sé decir a vuestra merced, que como yo tuviese bien de comer, tan
bien y mejor me lo comería en pie y a mis solas, como sentado a par de un
emperador. Y aún si va a decir verdad, mucho mejor me sabe lo que como en mi
rincón sin melindres sin respetos, aunque sea pan y cebolla, que los gallipavos de
otras mesas, donde me sea forzoso mascar despacio, beber poco, limpiarme a
menudo, no estornudar ni toser si me viene gana, ni hacer otras cosas que la
soledad y la libertad traen consigo. Así que, señor mío, estas honras que vuestra
merced quiere darme, por ser ministro y adherente de la caballería andante, como
lo soy siendo escudero de vuestra merced, conviértalas en otras cosas que me sean
de más cómodo y provecho; que estas, aunque las doy por bien recibidas, las
renuncio para desde aquí al fin del mundo. Con todo eso, te has de sentar, porque
a quien se humilla Dios le ensalza. Y asiéndole por el brazo, le forzó a que junto a
él se sentase. No entendían los cabreros aquella jerigonza de escuderos y de
caballeros andantes, y no hacían otra cosa que comer y callar y mirar a sus
huéspedes, que con mucho donaire y gana embaulaban tasajo como puño. Acabado
el servicio de carne, tendieron sobre las zaleas gran cantidad de bellotas
avellanadas, y juntamente pusieron un medio queso, más duro que si fuera hecho
de argamasa. No estaba en esto ocioso el cuerno, porque andaba a la redonda tan
a menudo, ya lleno, ya vacío, como arcaduz de noria, que con facilidad vació un
zaque de dos que estaban de manifiesto. Después que Don Quijote hubo bien
satisfecho su estómago, tomó un puño de bellotas en la mano, y mirándolas
atentamente, soltó la voz a semejantes razones:
¡Dichosa edad y siglos dichosos aquellos a quien los antiguos pusieron nombre de
dorados, y no porque en ellos el oro, que en esta nuestra edad de hierro tanto se
estima, se alcanzase en aquella venturosa sin fatiga alguna, sino porque entonces
los que en ella vivían ignoraban etas dos palabras de tuyo y mío!
Eran en aquella santa edad todas las cosas comunes; a nadie le era necesario, para
alcanzar su ordinario sustento, tomar otro trabajo que alzar la mano, y alcanzarle
de las robustas encinas, que liberalmente les estaban convidando con su dulce y
sazonado ruto. Las claras fuentes y corrientes ríos, en magnífica abundancia,
sabrosas y transparentes aguas les ofrecían. En las quiebras de las peñas y en lo
hueco de los árboles formaban su república las solícitas y discretas abejas,
ofreciendo a cualquiera mano sin interés alguno la fértil cosecha de su dulcísimo
trabajo. Los valientes alcornoques despedían de sí, sin otro artificio que el de su
cortesía, sus anchas y livianas cortezas, con que se comenzaron a cubrir las casas
sobre rústicas estacas, sustentadas no más que para defensa de las inclemencias
del cielo. Todo era paz entonces, todo amistad, todo concordia: aún no se había
atrevido la pesada reja del corvo arado a abrir ni visitar las entrañas piadosas de nuestra primera madre, que ella sin ser forzada, ofrecía por todas partes de su
fértil y espacioso seno lo que pudiese hartar, sustentar y deleitar a los hijos que
entonces la poseían. Entonces sí que andaban las simples y hermosas zagalejas de
valle en valle, y de otero en otero, en trenza y en cabello, sin más vestidos de
aquellos que eran menester para cubrir honestamente lo que la honestidad quiere y
ha querido siempre que se cubra; y no eran sus adornos de los que ahora se usan,
a quien la púrpura de Tiro y la por tantos modos martirizada seda encarecen, sino
de algunas hojas de verdes lampazos y hiedra entretejidas, con lo que quizá iban
tan pomposas y compuestas, como van ahora nuestras cortesanas con las raras y
peregrinas invenciones que la curiosidad ociosa les ha mostrado. Entonces se
decoraban los conceptos amorosos del alma simple y sencillamente, del mismo
modo y manera que ella los concebía, sin buscar artificioso rodeo de palabras para
encarecerlos. No habían la fraude, el engaño ni la malicia mezcládose con la verdad
y la llaneza. La justicia se estaba en sus propios términos, sin que la osasen turbar
ni ofender los del favor y los del interés, que tanto ahora la menoscaban, turban y
persiguen. La ley del encaje aún no se había sentado en el entendimiento del juez,
porque entonces no había qué juzgar ni quién fuese juzgado. Las doncellas y la
honestidad andaban, como tengo dicho, por donde quiera, solas y señoras, sin
temor que la ajena desenvoltura y lascivo intento las menoscabasen, y su perdición
nacía de su gusto y propia voluntad. Y ahora en estos nuestros detestables siglos
no está segura ninguna, aunque la oculte y cierre otro nuevo laberinto como el de
Creta; porque allí por los resquicios o por el aire, con el celo de la maldita solicitud,
se les entra la amorosa pestilencia, y les hace dar con todo su recogimiento al
traste. Para cuya seguridad, andando más los tiempos y creciendo más la malicia,
se instituyó la orden de los caballeros andantes, para defender las doncellas,
amparar las viudas y socorrer a los huérfanos y a los menesterosos. De esta orden
soy yo, hermanos cabreros, aquien agradezco el agasajo y buen acogimiento que
hacéis a mí y a mi escudero; que aunque por ley natural están todos los que viven
obligados a favorecer a los caballeros andantes, todavía por saber que, sin saber
vosotros esta obligación, me acogísteis y regalásteis, es razón que con la voluntad
a mí posible os agradezca la vuestra.
Toda esta larga arenga (que se pudiera muy bien excusar) dijo nuestro caballero,
porque las bellotas que le dieron le trujeron a la memoria la edad dorada, y
antojósele hacer aquel inútil razonamiento a los cabreros, que, sin respondelle
palabra, embobados y suspensos le estuvieron escuchando. Sancho asimismo
callaba, y comía bellotas y visitaba muy amenudo el segundo zaque, que porque se
enfriase el vino lo tenían colgado de un alcornoque. Más tardó en hablar Don
Quijote que en acabar la cena, al fin de la cual uno de los cabreros dijo: para que
con más veras pueda vuestra merced decir, señor caballero andante, que le
agasajamos con pronta y buena voluntad, queremos darle solaz y contento con
hacer que cante un compañero nuestro, que no tardará mucho en estar aquí, el
cual es un zagal muy entendido y muy enamorado, y que sobre todo sabe leer y
escribir, y es músico de un rabel, que no hay más que desear. Apenas había el
cabrero acabado de decir esto, cuando llegó a sus oídos el son del rabel y de allí a
poco llegó el que le tañía, que era un mozo de hasta veintidós años, de muy buena
gracia. Preguntáronle sus compañeros si había cenado, y respondiendo que sí, el
que había hecho los ofrecimientos le dijo: de esa manera, Antonio, bien podrás
hacernos placer de cantar un poco, porque vea este señor huésped que tenemos,
que también por los montes y selvas hay quien sepa de música. Hémosle dicho tus
buenas habilidades, y deseamos que las muestres y nos saques verdaderos; y así
te ruego por tu vida que te sientes y cantes el romance de tus amores, que te
compuso el beneficiado tu tío, que en el pueblo ha parecido muy bien. Que me
place, dijo el mozo; y sin hacerse más de rogar, se sentó en el tronco de una
desmochada encina, y templando su rabel, de allí a poco, con muy buena gracia,
comenzó a cantar, diciendo de esta manera:
ANTONIO
Yo sé, Olalla, que me adoras,
puesto que no me lo has dicho
ni aún con los ojos siquiera,
mudas lenguas de amoríos.
Porque sé que eres sabida,
en que me quieres me afirmo,
que nunca fue desdichado
amor que fue conocido.
Bien es verdad que tal vez,
Olalla, me has dado indicio
que tienes de bronce el alma,
y el blanco pecho de risco.
Más allá, entre sus reproches
y honestísimos desvíos
tal vez la esperanza muestra
la orilla de su vestido.
Abalánzase al señuelo
mi fe que nunca ha podido
ni menguar por no llamado
ni crecer por escogido.
Si el amor es cortesía,
de la que tienes colijo
que al fin de mis esperanzas
ha de ser cual imagino.
Y si son servicios parte
de hacer un pecho benigno,
algunos de los que he hecho
fortalecen mi partido.
Porque, si has mirado en ello,
más de una vez habrás visto
que me he vestido en los lunes
lo que me honraba el domingo.
Como el amor y la gala
andan un mismo camino,
en todo tiempo a tus ojos
quise mostrarme polido.
Dejo el bailar por tu causa,
ni las músicas te pinto,
que has escuchado a deshoras
y al canto del gallo primo.
No cuento las alabanzas
que de tu belleza he dicho,
que, aunque verdaderas, hacen
ser yo de algunas mal quisto.
Teresa del Berrocal,
yo alabándote, me dijo:
Tal piensa que adora un ángel,
y viene a adorar a un jimio.
Merced a los mucho dijes
y a los cabellos postizos,
y a hipócritas hermosuras
que engañan al amor mismo.
Desmentíla, y enojóse,
volvió por ella su primo,
desafióme, y ya sabes,
lo que yo hice y él hizo.
No te quiero yo a montón,
ni te pretendo y te sirvo
por lo de barraganía,
que más bueno es mi designio.
Coyundas tiene la iglesia,
que son lazadas de sirgo,
pon tu cuello en la gamella,
verás cómo pongo yo el mío.
Donde no, desde aquí juro
por el santo más bendito,
de no salir destas tierras
sino para capuchino.
Con esto dio el cabrero fin a su canto, y aunque Don Quijote le rogó que algo más
cantase, no lo consintió Sancho Panza, porque estaba más para dormir que para oír
canciones. Y así dijo a su amo: bien puede vuestra merced acomodarse desde
luego a donde ha de pasar esta noche, que el trabajo de estos buenos hombres
tienen todo el día no permite que pasen las noches cantando. Ya te entiendo,
Sancho, respondió Don Quijote, que bien se me trasluce que las visitas del zaque
piden más recompensa de sueño que de música. A todos nos sabe bien, bendito sea
Dios, respondió Sancho. No lo lo niego, replicó Don Quijote; pero acomódate tú
donde quisieres, que los de mi profesión mejor parecen velando que durmiendo;
pero con todo eso sería bien, Sancho, que me vuelvas a curar esta oreja, que me
va doliendo más de lo que es menester. Hizo Sancho lo que se le mandaba; y
viendo uno de los cabreros la herida, le dijo que no tuviese pena, que él pondría
remedio con que fácilmente se sanase; y tomando algunas hojas de romero, de
mucho que por allí había, las mascó y las mezcló con un poco de sal, y
aplicándoselas a la oreja, se las vendó muy bien, asegurándole que no había
menester otra medicina. Y así fue la verdad.

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