Capítulo 28: Que trata de la nueva y agradable aventura que al cura y barbero sucedió en la mesma sierra.
Felicísimos y venturosos fueron los tiempos donde se echó al mundo el audacísimo
caballero don Quijote de la Mancha, pues por haber tenido tan honrosa
determinación como fue el querer resucitar y volver al mundo la ya perdida y casi
muerta orden de la andante caballería, gozamos ahora en nuestra edad, necesitada
de alegres entretenimientos, no solo de la dulzura de su verdadera historia, sino de
los cuentos y episodios della, que, en parte, no son menos agradables y artificiosos
y verdaderos que la misma historia; la cual, prosiguiendo su rastrillado, torcido y
aspado hilo, cuenta que así como el cura comenzó a prevenirse para consolar a
Cardenio, lo impidió una voz que llegó a sus oídos, que, con tristes acentos, decía
desta manera:
-¡Ay, Dios! ¡Si será posible que he ya hallado lugar que pueda servir de escondida
sepultura a la carga pesada deste cuerpo, que tan contra mi voluntad sostengo! Sí
será, si la soledad que prometen estas sierras no me miente. ¡Ay, desdichada, y
cuán mas agradable compañía harán estos riscos y malezas a mi intención, pues
me darán lugar para que con quejas comunique mi desgracia al cielo, que no la de
ningún hombre humano, pues no hay ninguno en la tierra de quien se pueda
esperar consejo en las dudas, alivio en las quejas, ni remedio en los males!
Todas estas razones oyeron y percibieron el cura y los que con él estaban, y por
parecerles, como ello era, que allí junto las decían, se levantaron a buscar el
dueño, y no hubieron andado veinte pasos, cuando detrás de un peñasco vieron
sentado al pie de un fresno a un mozo vestido como labrador, al cual, por tener
inclinado el rostro, a causa de que se lavaba los pies en el arroyo que por allí corría,
no se le pudieron ver por entonces; y ellos llegaron con tanto silencio que dél no
fueron sentidos, ni él estaba a otra cosa atento que a lavarse los pies, que eran
tales, que no parecían sino dos pedazos de blanco cristal que entre las otras piedras
del arroyo se habían nacido. Suspendióles la blancura y belleza de los pies,
pareciéndoles que no estaban hechos a pisar terrones, ni a andar tras el arado y los
bueyes, como mostraba el hábito de su dueño, y así, viendo que no habían sido
sentidos, el cura, que iba delante, hizo señas a los otros dos que se agazapasen o
escondiesen detrás de unos pedazos de peña que allí había, y así lo hicieron todos,
mirando con atención lo que el mozo hacia; el cual traía puesto un capotillo pardo
de dos haldas, muy ceñido al cuerpo con una toalla blanca. Traía ansimesmo unos
calzones y polainas de paño pardo, y en la cabeza una montera parda. Tenía las
polainas levantadas hasta la mitad de la pierna, que, sin duda alguna, de blanco
alabastro parecía. Acabóse de lavar los hermosos pies, y luego, con un paño de
tocar, que sacó de debajo de la montera, se los limpió; y al querer quitársele, alzó
el rostro, y tuvieron lugar los que mirándole estaban de ver una hermosura
incomparable, tal, que Cardenio dijo al cura, con voz baja:
-Esta, ya que no es Luscinda, no es persona humana, sino divina.
El mozo se quitó la montera y, sacudiendo la cabeza a una y a otra parte, se
comenzaron a descoger y desparcir unos cabellos, que pudieran los del sol tenerles envidia. Con esto conocieron que el que parecía labrador era mujer, y delicada, y
aun la más hermosa que hasta entonces los ojos de los dos habían visto, y aun los
de Cardenio, si no hubieran mirado y conocido a Luscinda; que después afirmó que
sola la belleza de Luscinda podía contender con aquélla. Los luengos y rubios
cabellos no sólo le cubrieron las espaldas, mas toda en torno la escondieron debajo
de ellos, que si no eran los pies, ninguna otra cosa de su cuerpo se parecía: tales y
tantos eran. En esto, les sirvió de peine unas manos, que si los pies en el agua
habían parecido pedazos de cristal, las manos en los cabellos semejaban pedazos
de apretada nieve; todo lo cual en más admiración, y en más deseo de saber quién
era, ponía a los tres que la miraban. Por esto determinaron de mostrarse; y al
movimiento que hicieron de ponerse en pie, la hermosa moza alzó la cabeza y,
apartándose los cabellos de delante de los ojos con entrambas manos, miró los que
el ruido hacían; y apenas los hubo visto, cuando se levantó en pie y, sin aguardar a
calzarse, ni a recoger los cabellos, asió con mucha presteza un bulto, como de
ropa, que junto a si tenía, y quiso ponerse en huida, llena de turbación y
sobresalto; mas no hubo dado seis pasos, cuando, no pudiendo sufrir los delicados
pies la aspereza de las piedras, dio consigo en el suelo. Lo cual visto por los tres,
salieron a ella, y el cura fue el primero que le dijo:
-Deteneos, señora, quienquiera que seáis; que los que aquí veis sólo tienen
intención de serviros: no hay para que os pongáis en tan impertinente huida,
porque ni vuestros pies lo podrán sufrir, ni nosotros consentir.
A todo esto ella no respondía palabra, atónita y confusa. Llegaron, pues, a ella, y
asiéndola por la mano el cura, prosiguió diciendo:
-Lo que vuestro traje, señora, nos niega, vuestros cabellos nos descubren: señales
claras que no deben de ser de poco momento las causas que han disfrazado
vuestra belleza en hábito tan indigno, y traídola a tanta soledad como es ésta, en la
cual ha sido ventura el hallaros, si no para dar remedio a vuestros males, a lo
menos, para darles consejo, pues ningún mal puede fatigar tanto, ni llegar tan al
extremo de serlo, mientras no acaba la vida, que rehuya de no escuchar, siquiera,
el consejo que con buena intención se le da al que lo padece. Así que, señora mía,
o señor mío, lo que vos quisiéredes ser, perded el sobresalto que nuestra vista os
ha causado, y contadnos vuestra buena o mala suerte; que en nosotros juntos, o
en cada uno, hallaréis quien os ayude a sentir vuestras desgracias.
En tanto que el cura decía estas razones estaba la disfrazada moza como
embelesada, mirándolos a todos, sin mover labio ni decir palabra alguna, bien así
como rústico aldeano que de improviso se le muestran cosas raras y dél jamás
vistas. Mas volviendo el cura a decirle otras razones al mesmo efeto encaminadas,
dando ella un profundo suspiro, rompió el silencio y dijo:
-Pues que la soledad destas sierras no ha sido parte para encubrirme, ni la soltura
de mis descompuestos cabellos no ha permitido que sea mentirosa mi lengua, en
balde seria fingir yo de nuevo ahora lo que si se me creyese, sería más por cortesía
que por otra razón alguna. Presupuesto esto, digo, señores, que os agradezco el
ofrecimiento que me habéis hecho, el cual me ha puesto en obligación de
satisfaceros en todo lo que me habéis pedido, puesto que temo que la relación que
os hiciere de mis desdichas os ha de causar, al par de la compasión, la
pesadumbre, porque no habéis de hallar remedio para remediarlas, ni consuelo
para entretenerlas. Pero, con todo esto, porque no ande vacilando mi honra en
vuestras intenciones, habiéndome ya conocido por mujer y viéndome moza, sola y
en este traje, cosas, todas juntas, y cada una por si, que pueden echar por tierra
cualquier honesto crédito, os habré de decir lo que quisiera callar, si pudiera.
Todo esto dijo sin parar la que tan hermosa mujer parecía, con tal suelta lengua,
con voz tan suave, que no menos les admiró su discreción que su hermosura. Y
tornándole a hacer nuevos ofrecimientos y nuevos ruegos para que lo prometido
cumpliese, ella, sin hacer más de rogar, calzándose con toda honestidad y
recogiendo sus cabellos, se acomodó en el asiento de una piedra, y, puestos los
tres alrededor della, haciéndose fuerza por detener algunas lágrimas que a los ojos
se le venían, con voz reposada y clara comenzó la historia de su vida desta
manera:
-En esta Andalucía hay un lugar de quien toma título un duque, que le hace uno de
los que llaman grandes en España; éste tiene dos hijos: el mayor, heredero de su
estado y, al parecer, de sus buenas costumbres, y el menor no sé yo de qué sea
heredero, sino de las traiciones de Vellido y de los embustes de Galalón. Deste
señor son vasallos mis padres, humildes en linaje, pero tan ricos, que si los bienes
de su naturaleza igualaran a los de su fortuna, ni ellos tuvieran más que desear ni
yo temiera yerme en la desdicha en que me veo; porque quizá nace mi poca
ventura de la que no tuvieron ellos en no haber nacido ilustres. Bien es verdad que
no son tan bajos, que puedan afrentarse de su estado, ni tan altos, que a mi me
quiten la imaginación que tengo de que de su humildad viene mi desgracia. Ellos,
en fin, son labradores, gente llana, sin mezcla de alguna raza mal sonante, y, como
suele decirse, cristianos viejos ranciosos; pero tan ricos, que su riqueza y magnífico
trato les va poco a poco adquiriendo nombre de hidalgos, y aun de caballeros.
Puesto que de la mayor riqueza y nobleza que ellos se preciaban era de tenerme a
mí por hija; y así por no tener otra ni otro que los heredase como por ser padres y
aficionados, yo era una de las más regaladas hijas que padres jamás regalaron.
Era el espejo en que se miraban, el báculo de su vejez, y el sujeto a quien
encaminaban, midiéndolos con el cielo, todos sus deseos; de los cuales, por ser
ellos tan buenos, los míos no salían un punto. Y del mismo modo que yo era señora
de sus ánimos, ansí lo era de su hacienda: por mí se recebían y despedían los
criados; la razón y cuenta de lo que se sembraba y cogía pasaba por mi mano; los
molinos de aceite, los lagares del vino, el número del ganado mayor y menor, el de
las colmenas. Finalmente, de todo aquello que un tan rico labrador como mi padre
puede tener y tiene, tenía yo la cuenta, y era la mayordoma y señora, con tanta
solicitud mía y con tanto gusto suyo, que buenamente no acertaré a encarecerlo.
Los ratos que del día me quedaban, después de haber dado lo que convenía a los
mayorales, a capataces y a otros jornaleros, los entretenía en ejercicios que son a
las doncellas tan lícitos como necesarios, como son los que ofrece la aguja y la
almohadilla, y la rueca muchas veces; y si alguna, por recrear el ánimo, estos
ejercicios dejaba, me acogía al entretenimiento de leer algún libro devoto, o a tocar
una arpa, porque la experiencia me mostraba que la música compone los ánimos
descompuestos y alivia los trabajos que nacen del espíritu. Esta, pues, era la vida
que yo tenía en casa de mis padres, la cual si tan particularmente he contado, no
ha sido por ostentación, ni por dar a entender que soy rica, sino porque se advierta
cuán sin culpa me he venido de aquel buen estado que he dicho al infelice en que
ahora me hallo.
Es, pues, el caso que, pasando mi vida en tantas ocupaciones y en un
encerramiento tal, que al de un monesterio pudiera compararse, sin ser vista, a mi
parecer, de otra persona alguna que de los criados de casa, porque los días que iba
a misa era tan de mañana, y tan acompañada de mi madre y de otras criadas, y yo
tan cubierta y recatada, que apenas veían mis ojos más tierra de aquella donde
ponía los pies, y, con todo esto, los del amor, o los de la ociosidad, por mejor decir,
a quien los de lince no pueden igualarse, me vieron, puestos en la solicitud de don
Fernando, que éste es el nombre del hijo menor del duque que os he contado.
No hubo bien nombrado a don Fernando la que el cuento contaba, cuando a
Cardenio se le mudó la color del rostro, y comenzó a trasudar, con tan grande
alteración, que el cura y el barbero, que miraron en ello, temieron que le venía
aquel accidente de locura que habían oído decir que de cuando en cuando le venía.
Mas Cardenio no hizo otra cosa que trasudar y estarse quedo, mirando de hito en
hito a la labradora, imaginando quién ella era; la cual, sin advertir en los
movimientos de Cardenio, prosiguió su historia, diciendo:
-Y no me hubieron bien visto, cuando, según él dijo después, quedó tan preso de
mis amores cuanto lo dieron bien a entender sus demostraciones. Mas por acabar
presto con el cuento, que no le tiene, de mis desdichas, quiero pasar en silencio las
diligencias que don Fernando hizo para declararme su voluntad: sobornó toda la
gente de mi casa; dio y ofreció dádivas y mercedes a mis parientes; los días eran
todos de fiesta y de regocijo en mi calle; las noches no dejaban dormir a nadie las
músicas; los billetes que, sin saber cómo, a mis manos venían, eran infinitos, llenos
de enamoradas razones y ofrecimientos, con menos letras que promesas y
juramentos. Todo lo cual no sólo no me ablandaba, pero me endurecía de manera
como si fuera mi modal enemigo, y que todas las obras que para reducirme a su
voluntad hacia, las hiciera para el efeto contrario; no porque a mí me pareciese mal
la gentileza de don Fernando, ni que tuviese a demasía sus solicitudes; porque me
daba un no sé qué de contento yerme tan querida y estimada de un tan principal
caballero, y no me pesaba ver en sus papeles mis alabanzas; que en esto, por feas
que seamos las mujeres. me parece a mi que siempre nos da gusto oír que nos
llaman hermosas. Pero a todo esto se oponía mi honestidad, y los consejos
continuos que mis padres me daban, que ya muy al descubierto sabían la voluntad
de don Fernando, porque ya a él no se le daba nada de que todo el mundo lo
supiese.
Decíanme mis padres que en sola mi virtud y bondad dejaban y depositaban su
honra y fama, y que considerase la desigualdad que había entre mí y don Fernando,
y que por aquí echaría de ver que sus pensamientos, aunque él dijese otra cosa,
más se encaminaban a su gusto que a mi provecho; y que si yo quisiese poner en
alguna manera algún inconveniente para que él se dejase de su injusta pretensión,
que ellos me casarían luego con quien yo mas gustase, así de los más principales
de nuestro lugar como de todos los circunvecinos, pues todo se podía esperar de su
mucha hacienda y de mi buena fama. Con estos ciertos prometimientos, y con la
verdad que ellos me decían, fortificaba yo mi entereza, y jamás quise responder a
don Femando palabra que le pudiese mostrar, aunque de muy lejos, esperanta de
alcanzar su deseo.
Todos estos recatos míos, que él había de tener por desdenes, debieron de ser
causa de avivar más su lascivo apetito, que este nombre quiero dar a la voluntad
que me mostraba; la cual, si ella fuera como debía, no la supiérades vosotros
ahora, porque hubiera faltado la ocasión de decirosla. Finalmente, don Fernando
supo que mis padres andaban por darme estado, por quitalle a él la esperanza de
poseerme, o, a lo menos, porque yo tuviese más guardas para guardarme, y esta
nueva o sospecha fue causa para que hiciese lo que ahora oiréis. Y fue que una
noche, estando yo en mi aposento con sola la compañía de una doncella que me
servia, teniendo bien cerradas las puertas, por temor que, por descuido, mi
honestidad no se viese en peligro, sin saber ni imaginar cómo, en medio destos
recatos y prevenciones, y en la soledad deste silencio y encierro, me le hallé
delante, cuya vista me turbó de manera que me quitó la de mis ojos y me
enmudeció la lengua; y así, no fui poderosa de dar voces, ni aun él creo que me las
dejara dar, porque luego se llegó a mí, y tomándome entre sus brazos (porque yo,
como digo, no tuve fuerzas para defenderme, según estaba turbada), comenzó a
decirme tales razones, que no sé cómo es posible que tenga tanta habilidad la
mentira, que las sepa componer de modo que parezcan tan verdaderas. Hacía el traidor que sus lágrimas acreditasen sus palabras, y los suspiros su intención. Yo,
pobrecilla, sola entre los míos, mal ejercitada en casos semejantes, comencé, no sé
en qué modo, a tener por verdaderas tantas falsedades, pero no de suerte que me
moviesen a compasión menos que buena sus lágrimas y suspiros; y así, pasándome
aquel sobresalto primero, torné algún tanto a cobrar mis perdidos espíritus, y con
más ánimo del que pensé que pudiera tener, le dije:
«-Si como estoy, señor, en tus brazos, estuviera en los de un león fiero, y el
librarme dellos se me asegurara con que hiciera, o dijera, cosa que fuera en
perjuicio de mi honestidad, así fuera posible hacella o decilla como es posible dejar
de haber sido lo que fue. Así que, si tú tienes ceñido mi cuerno con tus brazos, yo
tengo atada mi alma con mis buenos deseos, que son tan diferentes de los tuyos
como lo verás, si con hacerme fuerza quisieres pasar adelante en ellos. Tu vasalla
soy, pero no tu esclava; ni tiene ni debe tener imperio la nobleza de tu sangre para
deshonrar y tener en poco la humildad de la mía; y en tanto me estimo yo, villana
y labradora, como tú, señor y caballero. Conmigo no han de ser de ningún efecto
tus fuerzas, ni han de tener valor tus riquezas, ni tus palabras han de poder
engañarme, ni tus suspiros y lágrimas enternecerme. Si alguna de todas estas
cosas que he dicho viera yo en el que mis padres me dieran por esposo, a su
voluntad se ajustara la mía, y mi voluntad de la suya no saliera; de modo que,
como quedara con honra, aunque quedara sin gusto, de grado te entregara lo que
tú, señor, ahora con tanta fuerza procuras. Todo esto he dicho porque no es pensar
que de mi alcance cosa alguna el que no fuese mi legítimo esposo.»
«-Si no reparas más que en eso, bellísima Dorotea (que éste es el nombre desta
desdichada) -dijo el desleal caballero-, ves aquí te doy la mano de serlo tuyo, y
sean testigos desta verdad los cielos, a quien ninguna cosa se esconde, y esta
imagen de Nuestra Señora que aquí tienes.»
Cuando Cardenio le oyó decir que se llamaba Dorotea, tomó de nuevo a sus
sobresaltos y acabó de confirmar por verdadera su primera opinión; pero no quiso
interromper el cuento, por ver en qué venia a parar lo que él ya casi sabia; sólo
dijo:
-¿Que Dorotea es tu nombre, señora? Otra he oído yo decir del mesmo, que quizá
corre parejas con tus desdichas. Pasa adelante, que tiempo vendrá en que te diga
cosas que te espanten en el mesmo grado que te lastimen.
Reparó Dorotea en las razones de Cardenio y en su extraño y desastrado traje, y
rogóle que si alguna cosa de su hacienda sabía, se la dijese luego; porque si algo le
había dejado bueno la fortuna, era el ánimo que tenía para sufrir cualquier desastre
que le sobreviniese, segura de que, a su parecer, ninguno podía llegar que el que
tenía acrecentase un punto.
-No le perdiera yo, señora -respondió Cardenio-, en decirte lo que pienso, si fuera
verdad lo que imagino; y hasta ahora no se pierde coyuntura, ni a ti te importa
nada el saberlo.
-Sea lo que fuere -respondió Dorotea-, lo que en mi cuento pasa fue que tomando
don Fernando una imagen que en aquel aposento estaba, la puso por testigo de
nuestro desposorio; con palabras eficacísimas y juramentos extraordinarios me dio
la palabra de ser mi marido, puesto que, antes que acabase de decirlas, le dije que
mirase bien lo que hacía, y que considerase el enojo que su padre había de recebir
de verle casado con una villana, vasalla suya; que no le cegase mi hermosura, tal
cual era, pues no era bastante para hallar en ella disculpa de su yerro, y que si
algún bien me queda hacer, por el amor que me tenía, fuese dejar correr mi suerte a lo igual de lo que mi calidad pedía, porque nunca los tan desiguales casamientos
se gozan ni duran mucho en aquel gusto con que se comienzan.
Todas estas razones que aquí he dicho le dije, y otras muchas de que no me
acuerdo; pero no fueron parte para que él dejase de seguir su intento, bien ansí
como el que no piensa pagar, que, al concertar de la barata, no repara en
inconvenientes.
Yo, a esta sazón, hice un breve discurso conmigo, y me dije a mi mesma: «Si, que
no seré yo la primera que por vía de matrimonio haya subido de humilde a grande
estado, ni será don Fernando el primero a quien hermosura, o ciega afición, que es
lo más cierto, haya hecho tomar compañía desigual a su grandeza. Pues si no hago
ni mundo ni uso nuevo, bien es acudir a esta honra que la suerte me ofrece, puesto
que en éste no dure más la voluntad que me muestra de cuanto dure el
cumplimiento de su deseo; que, en fin, para con Dios seré su esposa. Y si quiero
con desdenes despedille, en término le veo que, no usando el que debe, usará el de
la fuerza, y vendré a quedar deshonrada y sin disculpa de la culpa que me podía
dar el que no supiere cuán sin ella he venido a este punto. Porque ¿qué razones
serán bastantes para persuadir a mis padres, y a otros, que este caballero entró en
mi aposento sin consentimiento mío?»
Todas estas demandas y respuestas revolví en un instante en la imaginación, y,
sobre todo, me comenzaron a hacer fuerza y a inclinarme a lo que fue, sin yo
pensarlo, mi perdición, los juramentos de don Fernando, los testigos que ponía, la
lágrimas que derramaba y, finalmente, su disposición y gentileza, que, acompañada
con tantas muestras de verdadero amor, pudieran rendir a otro tan libre y recatado
corazón como el mío. Llamé a mi criada, para que en la tierra acompañase a los
testigos del cielo; tornó don Fernando a reiterar y confirmar sus juramentos;
añadió a los primeros nuevos santos por testigos; echóse mil futuras maldiciones si
no cumpliese lo que me prometía; volvió a humedecer sus ojos y a acrecentar sus
suspiros; apretóme más entre sus brazos, de los cuales jamás me había dejado, y
con esto, y con volverse a salir del aposento mi doncella, yo dejé de serlo y el
acabó de ser traidor y fementido.
El día que sucedió a la noche de mi desgracia se venia aún no tan apriesa como yo
pienso que don Fernando deseaba; porque después de cumplido aquello que el
apetito pide, el mayor gusto que puede venir es apartarse de donde le alcanzaron.
Digo esto, porque don Fernando dio priesa por partirse de mi, y por industria de mi
doncella, que era la misma que allí le había traído, antes que amaneciese se vio en
la calle. Y al despedirse de mí, aunque no con tanto ahínco y vehemencia como
cuando vino, me dijo que estuviese segura de su fe, y de ser firmes y verdaderos
sus juramentos; y, para más confirmación de su palabra, sacó un rico anillo del
dedo y lo puso en el mío. En efecto, él se fue, y yo quedé ni sé si triste o alegre;
esto sé bien decir: que quedé confusa y pensativa y casi fuera de mí con el nuevo
acaecimiento, y no tuve ánimo, o no se me acordó, de reñir a mi doncella por la
traición cometida de encerrar a don Fernando en mi mismo aposento, porque aún
no me determinaba si era bien o mal el que me había sucedido. Díjele, al partir, a
don Femando que por el mesmo camino de aquélla podría yerme otras noches,
pues ya era suya hasta que, cuando él quisiese, aquel hecho se publicase. Pero no
vino otra alguna, si no fue la siguiente, ni yo pude verle en la calle ni en la iglesia
en más de un mes; que en vano me cansé en solicitallo, puesto que supe que
estaba en la villa y que los más días iba a caza, ejercicio de que él era muy
aficionado.
Estos días y estas horas bien sé yo que para mí fueron aciagos y menguadas, y
bien sé que comencé a dudar en ellos, y aun a descreer de la fe de don Fernando; y sé también que mi doncella oyó entonces las palabras que en reprehensión de su
atrevimiento antes no había oído; y sé que me fue forzoso tener cuenta con mis
lagrimas y con la compostura de mí rostro, por no dar ocasión a que mis padres me
preguntasen que de que andaba descontenta y me obligasen a buscar mentiras que
decilles. Pero todo esto se acabó en un punto, llegándose uno donde se atropellaron
respetos y se acabaron los honrados discursos, y adonde se perdió la paciencia y
salieron a plaza mis secretos pensamientos. Y esto fue porque de allí a pocos días
se dijo en el lugar cómo en una ciudad allí cerca se había casado don Fernando con
una doncella hermosísima en todo extremo, y de muy principales padres, aunque
no tan rica, que por la dote pudiera aspirar a tan noble casamiento. Díjose que se
llamaba Luscinda, con otras cosas que en sus desposorios sucedieron, dignas de
admiración.
Oyó Cardenio el nombre de Luscinda, y no hizo otra cosa que encoger los hombros,
morderse los labios, enarcar las cejas y dejar de allí a poco caer por sus ojos dos
fuentes de lágrimas; mas no por eso dejó Dorotea de seguir su cuento, diciendo:
-Llegó esta triste nueva a mis oídos, y, en lugar de helárseme el corazón en oílla,
fue tanta la cólera y rabia que se encendió en él, que faltó poco para no salirme por
las calles dando voces, publicando la alevosía y traición que se me había hecho.
Mas templóse esta furia por entonces con pensar de poner aquella mesma noche
por obra lo que puse; que fue ponerme en este hábito, que me dio uno de los que
llaman zagales en casa de los labradores, que era criado de mi padre, al cual
descubrí toda mi desventura, y le rogué me acompañase hasta la ciudad donde
entendí que mi enemigo estaba. El, después que hubo reprehendido mi
atrevimiento y afeado mi determinación, viéndome resuelta en mi parecer, se
ofreció a tenerme compañía, como él dijo, hasta el cabo del mundo. Luego al
momento encerré en una almohada de lienzo un vestido de mujer, y algunas joyas
y dineros, por lo que podía suceder, y en el silencio de aquella noche, sin dar
cuenta a mi traidora doncella, salí de mi casa, acompañada de mi criado, y de
muchas imaginaciones, y me puse en camino de la ciudad a píe, llevada en vuelo
del deseo de llegar, ya que no a estorbar lo que tenía por hecho, a lo menos, a
decir a don Fernando me dijese con qué alma lo había hecho. Llegué en dos días y
medio donde quería, y en entrando por la ciudad pregunté por la casa de los padres
de Luscinda, y el primero a quien hice la pregunta me respondió más de lo que yo
quisiera oír. Díjome la casa, y todo lo que había sucedido en el desposorio de su
hija, cosa tan pública en la ciudad, que se hacían corrillos para contarla por toda
ella. Díjome que la noche que don Fernando se desposó con Luscinda, después de
haber ella dado el sí de ser su esposa, le había tomado un recio desmayo, y que
llegando su esposo a desabrocharle el pecho para que le diese el aire, le halló un
papel escrito de la misma letra de Luscinda, en que decía y declaraba que ella no
podía ser esposa de don Fernando, porque lo era de Cardenio que, a lo que el
hombre me dijo, era un caballero muy principal de la mesma ciudad; y que si había
dado el sí a don Fernando, fue por no salir de la obediencia de sus padres. En
resolución, tales razones dijo que contenía el papel, que daba a entender que ella
había tenido intención de matarse en acabándose de desposar, y daba allí las
razones por que se había quitado la vida; todo lo cual dicen que confirmó una daga
que le hallaron no sé en qué parte de sus vestidos. Todo lo cual visto por don
Fernando, pareciéndole que Luscinda le había burlado y escarnecido y tenido en
poco, arremetió a ella antes que de su desmayo volviese, y con la misma daga que
le hallaron la quiso dar de puñaladas, y lo hiciera si sus padres y los que se hallaron
presentes no se lo estorbaran. Dijeron más: que luego se ausentó don Fernando, y
que Luscinda no había vuelto de su parasismo hasta otro día, que contó a sus
padres cómo ella era verdadera esposa de aquel Cardenio que he dicho. Supe más:
que el Cardenio, según decían, se halló presente a los desposorios, y que en
viéndola desposada, lo cual él jamás pensó, se salió de la ciudad desesperado,
dejándole primero escrita una carta, donde daba a entender el agravio que Luscinda le había hecho, y de cómo él se iba adonde gentes no le viesen. Esto todo
era público y notorio en toda la ciudad, y todos hablaban dello, y más hablaron
cuando supieron que Luscinda había faltado de casa de sus padres, y de la ciudad,
pues no la hallaron en toda ella, de que perdían el juicio sus padres, y no sabían
qué medio se tomar para hallarla. Esto que supe puso en bando mis esperanzas, y
tuve por mejor no haber hallado a don Fernando, que no hallarle casado,
pareciéndome que aún no estaba del todo cerrada la puerta a mi remedio,
dandome yo a entender que podría ser que el cielo hubiese puesto aquel
impedimento en el segundo matrimonio, por atraerle a conocer lo que al primero
debía, y a caer en la cuenta de que era cristiano, y que estaba más obligado a su
alma que a los respetos humanos. Todas estas cosas revolvía en mi fantasía, y me
consolaba sin tener consuelo, fingiendo unas esperanzas largas y desmayadas, para
entretener la vida que ya aborrezco.
Estando, pues, en la ciudad sin saber qué hacerme, pues a don Femando no
hallaba, llegó a mis oídos un público pregón, donde se prometía grande hallazgo a
quien me hallase, dando las señas de la edad y del mesmo traje que traía; y oí
decir que se decía que me había sacado de casa de mis padres el mozo que
conmigo vino, cosa que me llegó al alma, por ver cuán de caída andaba mi crédito,
pues no bastaba perderle con mi venida, sino añadir el con quién, siendo sujeto tan
bajo y tan indigno de mis buenos pensamientos. Al punto que oí el pregón, me salí
de la ciudad con mi criado, que ya comenzaba a dar muestras de titubear en la fe
que de fidelidad me tenía prometida, y aquella noche nos entramos por lo espeso
desta montaña, con el miedo de no ser hallados. Pero como suele decirse que un
mal llama a otro, y que el fin de una desgracia suele ser principio de otra mayor,
así me sucedió a mi, porque mi buen criado, hasta entonces fiel y seguro, así como
me vio en esta soledad, incitado de su mesma bellaquería antes que de mi
hermosura, quiso aprovecharse de la ocasión que, a su parecer, estos yermos le
ofrecían, y, con poca vergüenza y menos temor de Dios ni respeto mío, me requirió
de amores; y, viendo que yo con feas y justas palabras respondía a las
desvergüenzas de sus propósitos, dejó aparte los ruegos, de quien primero pensó
aprovecharse, y comenzó a usar de la fuerza. Pero el justo cielo, que pocas o
ningunas veces deja de mirar y favorecer a las justas intenciones, favoreció las
mías, de manera, que con mis pocas fuerzas, y con poco trabajo, di con él por un
derrumbadero, donde le dejé, ni sé si muerto o si vivo; y luego con más ligereza
que mi sobresalto y cansancio pedían, me entré por estas montañas, sin llevar otro
pensamiento ni otro designio que esconderme en ellas y huir de mi padre y de
aquellos que de su parte me andaban buscando. Con este deseo ha no sé cuántos
meses que entré en ellas, donde hallé un ganadero que me llevó por su criado a un
lugar que está en las entrañas desta sierra, al cual he servido de zagal todo este
tiempo, procurando estar siempre en el campo por encubrir estos cabellos que
ahora, tan sin pensarlo, me han descubierto. Pero toda mi industria y toda mi
solicitud fue y ha sido de ningún provecho, pues mi amo vino en conocimiento de
que yo no era varón, y nació en él el mesmo mal pensamiento que en mi criado; y
como no siempre la fortuna con los trabajos da los remedios, no hallé
derrumbadero ni barranco de donde despeñar y despenar al amo, como le hallé
para el criado, y así, tuve por menor inconveniente dejalle y esconderme de nuevo
entre estas asperezas que probar con él mis fuerzas o mis disculpas. Digo, pues,
que me torné a emboscar, y a buscar donde sin impedimento alguno pudiese con
suspiros y lágrimas rogar al cielo se duela de mi desventura y me dé industria y
favor para salir della, o para dejar la vida entre estas soledades, sin que quede
memoria desta triste, que tan sin culpa suya habrá dado materia para que de ella
se hable y murmure en la suya y en las ajenas tierras.
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El Quijote de la Mancha
ClassicsHistoria original escrita por Miguel de Cervantes Saavedra. ví que no estaba completa así que la subí para que más gente pudiera leerlaa ✓ TERMINADA ✓ 16/11/07 #84 en clásicos 17/01/22 #72 en clásicos 17/04/10 #34 en clásicos ...