Capítulo 50

365 5 0
                                    

Capítulo 50: De las discretas altercaciones que don Quijote y el canónigo tuvieron, con otros sucesos.

-¡Bueno está eso! -respondió don Quijote-. Los libros que están impresos con
licencia de los reyes y con aprobación de aquellos a quien se remitieron, y que con
gusto general son leídos y celebrados de los grandes y de los chicos, de los pobres
y de los ricos, de los letrados e ignorantes, de los plebeyos y caballeros,
finalmente, de todo género de personas de cualquier estado y condición que sean,
¿habían de ser mentira, y más llevando tanta apariencia de verdad, pues nos
cuentan el padre, la madre, la patria, los parientes, la edad, el lugar y las hazañas
punto por punto y día por día, que el tal caballero hizo, o caballeros hicieron? Calle
vuestra merced, no diga tal blasfemia, y créame que le aconsejo en esto lo que debe de hacer como discreto, si no léalos, y verá el gusto que recibe de su leyenda.
Si no, dígame: ¿hay mayor contento que ver, como si dijésemos, aquí ahora se
muestra delante de nosotros un gran lago de pez hirviendo a borbollones, y que
andan nadando y cruzando por él muchas semientes, culebras y lagartos, y otros
muchos géneros de animales feroces y espantables, y que del medio del lago sale
una voz tristísima que dice: «Tú, caballero, quienquiera que seas, que el temeroso
lago estás mirando, si quieres alcanzar el bien que debajo destas negras aguas se
encubre, muestra el valor de tu fuerte pecho y arrójate en mitad de su negro y
encendido licor; porque si así no lo haces, no serás digno de ver las altas maravillas
que en sí encierran y contienen los siete castillos de las siete fadas que debajo
desta negrura yacen?» ¿Y que apenas el caballero no ha acabado de oír la voz
temerosa, cuando, sin entrar más en cuentas consigo, sin ponerse a considerar el
peligro a que se pone, y aun sin despojarse de la pesadumbre de sus fuertes
armas, encomendándose a Dios y a su señora, se arroja en mitad del bullente lago,
y cuando no se cata ni sabe dónde ha de parar, se halla entre unos floridos
campos, con quien los Elíseos no tienen que ver en ninguna cosa?
Allí le parece que el cielo es más transparente, y que el sol luce con claridad más
nueva; ofrécesele a los ojos una apacible floresta de tan verdes y frondosos árboles
compuesta, que alegra a la vista su verdura, y entretiene los oídos el dulce y no
aprendido canto de los pequeños, infinitos y pintados pajarillos que por los
intricados ramos van cruzando. Aquí descubre un arroyuelo, cuyas frescas aguas,
que líquidos cristales parecen, corren sobre menudas arenas y blancas pedrezuelas,
que oro cernido y puras perlas semejan; acullá vee una artificiosa fuente de jaspe
variado y de liso mármol compuesta; acá vee otra a lo brutesco ordenada, adonde
las menudas conchas de las almejas con las torcidas casas blancas y amarillas del
caracol, puestas con orden desordenada, mezclados entre ellas pedazos de cristal
luciente y de contrahechas esmeraldas, hacen una variada labor, de manera que el
arte, imitando a la naturaleza, parece que allí la vence. Acullá de improviso se le
descubre un fuerte castillo o vistoso alcázar, cuyas murallas don de macizo oro, las
almenas de diamantes, las puertas de jacintos; finalmente, él es de tan admirable
compostura, que, con ser la materia de que está formado no menos que de
diamantes, de carbuncos, de rubíes, de perlas, de oro y de esmeraldas, es de más
estimación su hechura. Y ¿hay más que ver, después de haber visto esto, que ver
salir por la puerta del castillo un buen número de doncellas, cuyos galanos y
vistosos trajes, si yo me pusiese ahora a decirlos como las historias nos los
cuentan, sería nunca acabar, y tomar luego la que parecía principal de todas por la
mano al atrevido caballero que se arrojó en el ferviente lago, y llevarle, sin hablarle
palabra, dentro del rico alcázar o castillo, y hacerle desnudar como su madre le
parió, y bañarle con templadas aguas, y luego untarle todo con olorosos ungüentos,
y vestirle una camisa de cendal delgadísimo, toda olorosa y perfumada, y acudir
otra doncella y echarle un mantón sobre los hombros, que por lo menos menos,
dicen que suele valer una ciudad, y aún más? ¿Qué es ver, pues, cuando nos
cuentan que, tras todo esto, le llevan a otra sala, donde halla puestas las mesas,
con tanto concierto, que queda suspenso y admirado? ¿Qué el verle echar agua a
manos, toda de ámbar y de olorosas flores distilada? ¿Qué el hacerle sentar sobre
una silla de marfil? ¿Qué verle servir todas las doncellas, guardando un maravilloso
silencio? ¿Qué el traerle tanta diferencia de manjares, tan sabrosamente guisados,
que no sabe el apetito a cuál deba de alargar la mano? ¿Cuál será oír la música que
en tanto que come suena, sin saberse quién la canta ni adónde suena? ¿Y, después
de la comida acabada y las mesas alzadas, quedarse el caballero recostado sobre la
silla, y quizá mondándose los dientes, como es costumbre, entrar a deshora por la
puerta de la sala otra mucho más hermosa doncella que ninguna de las primeras, y
sentarse al lado del caballero, y comenzar a darle cuenta de qué castillo es aquél, y
de cómo ella está encantada en él, con otras cosas que suspenden al caballero y
admiran a los leyentes que van leyendo su historia? No quiero alargarme más en
esto, pues dello se puede colegir que cualquiera parte que se lea de cualquiera historia de caballero andante ha de causar gusto y maravilla a cualquiera que la
leyere. Y vuestra merced créame, y como otra vez le he dicho, lea estos libros, y
verá cómo le destierran la melancolía que tuviere, y le mejoran la condición, si
acaso la tiene mala. De mí sé decir que después que soy caballero andante soy
valiente, comedido, liberal, biencriado, generoso, cortés, atrevido, blando, paciente,
sufridor de trabajos, de prisiones, de encantos; y aunque ha tan poco que me vi
encerrado en una jaula como loco, pienso, por el valor de mi brazo, favoreciéndome
el cielo, y no me siendo contraria la fortuna, en pocos días yerme rey de algún
reino, adonde pueda mostrar el agradecimiento y liberalidad que mi pecho encierra;
que mía fe, señor, el pobre está inhabilitado de poder mostrar la virtud de
liberalidad con ninguno, aunque en sumo grado la posea; y el agradecimiento que
sólo consiste en el deseo es cosa muerta, como es muerta la fe sin obras. Por esto
querría que la fortuna me ofreciese presto alguna ocasión donde me hiciese
emperador, por mostrar mi pecho haciendo bien a mis amigos, especialmente a
este pobre de Sancho Panza, mi escudero, que es el mejor hombre del mundo, y
querría darle un condado que le tengo muchos días ha prometido; sino que temo
que no ha de tener habilidad para gobernar su estado.
Casi estas últimas palabras oyó Sancho a su amo. a quien dijo:
-Trabaje vuestra merced, señor don Quijote, en darme ese condado tan prometido
de vuestra merced como de mi esperado; que yo le prometo que no me falte a mí
habilidad para gobernarle; y cuando me faltare, yo he oído decir que hay hombres
en el mundo que toman en arrendamiento los estados de los señores, y les dan un
tanto cada año, y ellos se tienen cuidado del gobierno, y el señor se está a pierna
tendida, gozando de la renta que le dan, sin curarse de otra cosa; y así haré yo, y
no repararé en tanto más cuanto, sino que luego me desistiré de todo, y me gozaré
mi renta como un duque, y allá se lo hayan.
-Eso, hermano Sancho -dijo el canónigo-, entiéndase en cuanto al gozar la renta;
empero al administrar justicia, ha de atender el señor del estado, y aquí entra la
habilidad y buen juicio, y principalmente la buena intención de acertar; que si ésta
falta en los principios, siempre irán errados los medios y los fines, y así suele Dios
ayudar al buen deseo del simple como desfavorecer al malo del discreto.
-No sé esas filosofías -respondió Sancho Panza-; mas sólo sé que tan presto tuviese
yo el condado como sabría regirle; que tanta alma tengo yo como otro, y tanto
cuerno como el que más, y tan rey seria yo de mi estado como cada uno del suyo;
y siéndolo, haría lo que quisiese, y haciendo lo que quisiese, haría mi gusto; y
haciendo mi gusto, estaría contento; y en estando uno contento, no tiene más que
desear; y no teniendo más que desear, acabóse, y el estado venga, y a Dios y
veámonos, como dijo un ciego a otro.
-No son malas filosofías ésas, como tú dices, Sancho; pero, con todo eso, hay
mucho que decir sobre esta materia de condados.
A lo cual replicó don Quijote:
-Yo no sé que haya más que decir; sólo me guío por el ejemplo que me da el
grande Amadís de Gaula, que hizo a su escudero conde de la ínsula Firme; y así,
puedo yo sin escrúpulo de conciencia hacer conde a Sancho Panza, que es uno de
los mejores escuderos que caballero andante ha tenido.
Admirado quedó el canónigo de los concertados disparates que don Quijote había
dicho, del modo con que había pintado la aventura del Caballero del Lago, de la
impresión que en él habían hecho las pensadas mentiras de los libros que había leído, y finalmente, le admiraba la necedad de Sancho, que con tanto ahínco
deseaba alcanzar el condado que su amo le había prometido. Ya en esto volvían los
criados del canónigo, que a la venta habían ido por la acémila del repuesto, y
haciendo mesa de una alhombra y de la verde yerba del prado, a la sombra de
unos árboles se sentaron, y comieron allí, porque el boyero no perdiese la
comodidad de aquel sitio, como queda dicho. Y estando comiendo, a deshora
oyeron un recio estruendo y un son de esquila, que por entre unas zarzas y espesas
matas que allí junto estaban sonaba, y al mesmo instante vieron salir de entre
aquellas malezas una hermosa cabra, toda la piel manchada de negro, blanco y
pardo. Tras ella venia un cabrero dándole voces, y diciéndole palabras a su uso,
para que se detuviese, o al rebaño volviese. La fugitiva cabra, temerosa y
despavorida, se vino a la gente, como a favorecerse della, y allí se detuvo. Llegó el
cabrero, y asiéndola de los cuernos, como si fuera capaz de discurso y
entendimiento, le dijo:
-¡Ah, cerrera, cerrera, Manchada, Manchada, y cómo andáis vos estos días de pie
cojo! ¿Qué lobos os espantan, hija? ¿No me diréis qué es esto, hermosa? Mas ¡qué
puede ser sino que sois hembra, y no podéis estar sosegada; que mal haya vuestra
condición, y la de todas aquellas a quien imitáis! Volved, volved, amiga; que si no
tan contenta, a lo menos estaréis más segura en vuestro aprisco, o con vuestras
compañeras; que si vos que las habéis de guardar y encaminar andáis tan sin guía
y tan descaminada, ¿en qué podrán parar ellas?
Contento dieron las palabras del cabrero a los que las oyeron, especialmente al
canónigo, que le dijo:
-Por vida vuestra, hermano, que os soseguéis un poco, y no os acuciéis en volver
tan presto esa cabra a su rebaño: que pues ella es hembra, como vos decís, ha de
seguir su natural distinto, por más que vos os pongáis a estorbarlo. Tomad este
bocado, y bebed una vez, con que templaréis la cólera, y en tanto, descansará la
cabra.
Y el decir esto y el darle con la punta del cuchillo los lomos de un conejo fiambre
todo fue uno. Tomólo y agradeciólo el cabrero; bebió y sosegóse, y luego dijo:
-No querría que por haber yo hablado con esta alimaña tan en seso, me tuviesen
vuestras mercedes por hombre simple; que en verdad que no carecen de misterio
las palabras que le dije. Rústico soy; pero no tanto, que no entienda cómo se ha de
tratar con los hombres y con las bestias.
-Eso creo yo muy bien -dijo el cura-; que ya yo sé de experiencia que los montes
crían letrados, y las cabañas de los pastores encierran filósofos.
-A lo menos, señor -replicó el cabrero-, acogen hombres escarmentados; y para
que creáis esta verdad y la toquéis con la mano, aunque parezca que sin ser rogado
me convido, si no os enfadáis dello y queréis, señores, un breve espacio prestarme
oído atento, os contaré una verdad que acredite lo que ese señor -señalando al
cura- ha dicho, y la mía.
A esto respondió don Quijote:
-Por ver que tiene este caso un no sé qué de sombra de aventura de caballería, yo,
por mi parte, os oiré, hermano, de muy buena gana, y así lo harán todos estos
señores, por lo mucho que tienen de discretos y de ser amigos de curiosas
novedades que suspendan, alegren y entretengan los sentidos, como, sin duda, pienso que lo ha de hacer vuestro cuento. Comenzad, pues, amigo; que todos
escucharemos.
-Saco la mía -dijo Sancho-; que yo a aquel arroyo me voy con esta empanada,
donde pienso hartarme por tres días; porque he oído decir a mi señor don Quijote
que el escudero de caballero andante ha de comer cuando se le ofreciere, hasta no
poder más, a causa que se les suele ofrecer entrar acaso por una selva tan
intricada, que no aciertan a salir della en seis días; y si el hombre no va harto, o
bien proveídas las alforjas, allí se podrá quedar, como muchas veces se queda,
hecho carnemomia.
-Tú estás en lo cierto, Sancho -dijo don Quijote-; vete adonde quisieres, y come lo
que pudieres; que yo ya estoy satisfecho, y sólo me falta dar al alma su refacción,
como se la daré escuchando el cuento deste buen hombre.
-Así las daremos todos a las nuestras –dijo el canónigo.
Y luego rogó al cabrero que diese principio a lo que prometido había. El cabrero dio
dos palmadas sobre el lomo a la cabra, que por los cuernos tenía, diciéndole:
-Recuéstate junto a mí, Manchada; que tiempo nos queda para volver a nuestro
apero.
Parece que lo entendió la cabra, porque en sentándose su dueño, se tendió ella
junto a él con mucho sosiego, y mirándole al rostro daba a entender que estaba
atenta a lo que el cabrero iba diciendo; el cual comenzó su historia desta manera:

El Quijote de la ManchaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora