Capítulo 25

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Capítulo 25: Que trata de las extra Ras cosas que en Sierra Morena sucedieron al valiente caballero de la Mancha, y de la imitación que hizo a la penitencia de Beltenebros.

Despidióse del cabrero don Quijote y, subiendo otra vez sobre Rocinante, mandó a
Sancho que le siguiese, el cual lo hizo, con su jumento, de muy mala gana. Ibanse
poco a poco entrando en lo más áspero de la montaña, y Sancho iba muerto por
razonar con su amo y deseaba que él comenzase la plática, por no contravenir a lo
que le tenía mandado; mas, no pudiendo sufrir tanto silencio, le dijo:
-Señor don Quijote, vuestra merced me eche su bendición y me dé licencia; que
desde aquí me quiero volver a mi casa, y a mi mujer, y a mis hijos, con los cuales,
por lo menos, hablaré y departiré todo lo que quisiere; porque querer vuestra
merced que vaya con él por estas soledades de día y de noche, y que no le hable
cuando me diere gusto, es enterrarme en vida. Si ya quisiera la suerte que los
animales hablaran, como hablaban en tiempo de Guisopete, fuera menos mal,
porque departiera yo con mi jumento lo que me viniera en gana, y con esto pasara
mi mala ventura; que es recia cosa, y que no se puede llevar en paciencia, andar
buscando aventuras toda la vida, y no hallar sino coces y manteamientos,
ladrillazos y puñadas, y, con todo esto, nos hemos de coser la boca, sin osar decir
lo que el hombre tiene en su corazón, como si fuera mudo.
-Ya te entiendo, Sancho -respondió don Quijote-: tú mueres porque te alce el
entredicho que te tengo puesto en la lengua. Dale por alzado y di lo que quisieres,
con condición que no ha de durar este alzamiento más de en cuanto anduviéremos
por estas sierras.
-Sea ansí -dijo Sancho-; hable yo ahora, que después Dios sabe lo que será; y
comenzando a gozar de ese salvoconducto, digo que ¿qué le iba a vuestra merced
en volver tanto por aquella reina Magimasa, o como se llama? O ¿qué hacía al caso
que aquel abad fuese su amigo o no? Que si vuestra merced pasara con ello, pues
no era su juez, bien creo yo que el loco pasará adelante con su historia, y se
hubieran ahorrado el golpe del guijarro, y las coces, y aun más de seis torniscones.
-A fe, Sancho -respondió don Quijote-, que si tú supieras, como yo lo sé, cuán
honrada y cuán principal señora era la reina Madásima, yo sé que dijeras que tuve
mucha paciencia, pues no quebré la boca por donde tales blasfemias salieron.
Porque es muy gran blasfemia decir ni pensar que una reina esté amancebada con
un cirujano. La verdad del cuento es que aquel maestro Elisabat que el loco dijo,
fue un hombre muy prudente y de muy sanos consejos, y sirvió de ayo y de médico
a la reina; pero pensar que ella era su amiga es disparate, digno de muy gran
castigo. Y porque veas que Cardenio no supo lo que dijo, has de advertir que
cuando lo dijo ya estaba sin juicio.
Eso digo yo -dijo Sancho-: que no había para qué hacer cuenta de las palabras de
un loco; porque si la buena suerte no ayudara a vuestra merced, y encaminara el
guijarro a la cabeza como le encaminó al pecho, buenos quedáramos por haber
vuelto por aquella mi señora que Dios cohonda. Pues ¡montas que no se librara
Cardenio por loco!
-Contra cuerdos y contra locos está obligado cualquier caballero andante a volver
por la honra de las mujeres, cualesquiera que sean, cuanto más por las reinas de
tan alta guisa y pro como fue la reina Madásima, a quien yo tengo particular afición
por sus buenas partes; porque fuera de haber sido fermosa, además fue muy
prudente y muy sufrida en sus calamidades, que las tuvo muchas; y los consejos y
compañía del maestro Elisabat le fue y le fueron de mucho provecho y alivio para
poder llevar sus trabajos con prudencia y paciencia. Y de aquí tomó ocasión el
vulgo ignorante y mal intencionado de decir y pensar que ella era su manceba; y
mienten, digo, otra vez, y mentirán otras docientas, todos los que tal pensaren y
dijeren.
-Ni yo lo digo ni lo pienso –respondió Sancho-; allá se lo hayan; con su pan se lo
coman; si fueron amancebados, o no, a Dios habrán dado la cuenta; de mis viñas
vengo, no sé nada; no soy amigo de saber vidas ajenas; que el que compra y
miente, en su bolsa lo siente. Cuanto más, que desnudo nací, desnudo me hallo: ni
pierdo ni gano; mas que lo fuesen, ¿qué me va a mí? Y muchos piensan que hay
tocinos, y no hay estacas. Mas ¿quién puede poner puertas al campo? Cuanto más,
que de Dios dijeron.
-¡Válame Dios -dijo don Quijote-, y qué de necedades vas, Sancho, ensartando!
¿Qué va de lo que tratamos a los refranes que enhilas? Por tu vida, Sancho, que
calles, y de aquí adelante entremétete en espolear a tu asno, y deja de hacello en
lo que no te importa. Y entiende con todos tus cinco sentidos que todo cuanto yo he
hecho, hago e hiciere, va muy puesto en razón y muy conforme a las reglas de
caballería, que las sé mejor que cuantos caballeros las profesaron en el mundo.
Señor respondió Sancho-, y ¿es buena regla de caballería que andemos perdidos
por estas montañas, sin senda ni camino, buscando a un loco, el cual, después de
hallado, quizá le vendrá en voluntad de acabar lo que dejó comenzado, no de su
cuento, sino de la cabeza de vuestra merced y de mis costillas, acabándonoslas de
romper de todo punto?
-Calla, te digo otra vez, Sancho -dijo don Quijote-; porque te hago saber que no
sólo me trae por estas partes el deseo de hallar al loco, cuanto el que tengo de
hacer en ellas una hazaña, con que he de ganar perpetuo nombre y fama en todo lo
descubierto de la tierra; y será tal, que he de echar con ella el sello a todo aquello
que puede hacer perfecto y famoso a un andante caballero.
-Y ¿es de muy gran peligro esa hazaña? -preguntó Sancho Panza.
-No -respondió el de la Triste Figura-; puesto que de tal manera podía correr el
dado, que echásemos azar en lugar de encuentro, pero todo ha de estar en tu
diligencia.
-¿En mi diligencia? -dijo Sancho.
-Sí -dijo don Quijote-; porque si vuelves presto de adonde pienso enviarte, presto
se acabará mi pena, y presto comenzará mi gloria. Y porque no es bien que te
tenga más suspenso, esperando en lo que han de parar mis razones, quiero,
Sancho, que sepas que el famoso Amadís de Gaula fue uno de los más perfectos caballeros andantes. No he dicho bien fue uno: fue el solo, el primero, el único, el
señor de todos cuantos hubo en su tiempo en el mundo. Mal año y mal mes para
don Belianís y para todos aquellos que dijeren que se le igualó en algo, porque se
engañan, juro cierto. Digo asimismo que, cuando algún pintor quiere salir famoso
en su arte, procura imitar los originales de los más únicos pintores que sabe; y esta
mesma regla corre por todos los más oficios o ejercicios de cuenta que sirven para
adorno de las repúblicas, y así lo ha de haber y hacer el que quiere alcanzar
nombre de prudente y sufrido, imitando a Ulises, en cuya persona y trabajos nos
pinta Homero un retrato vivo de prudencia y de sufrimiento, como también nos
mostró Virgilio, en persona de Eneas, el valor de un hijo piadoso y la sagacidad de
un valiente y entendido capitán, no pintándolos ni describiéndolos como ellos
fueron, sino como habían de ser, para quedar ejemplo a los venideros hombres de
sus virtudes. Desta mesma suerte, Amadís fue el norte, el lucero, el sol de los
valientes y enamorados caballeros, a quien debemos de imitar todos aquellos que
debajo de la bandera de amor y de la caballería militamos. Siendo, pues, esto ansí,
como lo es, hallo yo, Sancho amigo, que el caballero andante que más le imitare
estará más cerca de alcanzar la perfección de la caballería. Y una de las cosas en
que más este caballero mostró su prudencia, valor, valentía, sufrimiento, firmeza y
amor, fue cuando se retiró, desdeñado de la señora Oriana, a hacer penitencia en la
Peña Pobre, mudado su nombre en el de Beltenebros, nombre, por cierto,
significativo y proprio para la vida que el de su voluntad había escogido. Ansí que
me es a mi más fácil imitarle en esto que no en hender gigantes, descabezar
serpientes, matar endriagos, desbaratar ejércitos, fracasar armadas y deshacer
encantamentos. Y pues estos lugares son tan acomodados para semejantes
efectos, no hay para qué se deje pasar la ocasión, que ahora con tanta comodidad
me ofrece sus guedejas.
-En efecto -dijo Sancho-, ¿qué es lo que vuestra merced quiere hacer en este tan
remoto lugar?
-¿Ya no te he dicho -respondió don Quijote- que quiero imitar a Amadís, haciendo
aquí del desesperado, del sandio y del furioso, por imitar juntamente al valiente
don Roldán, cuando halló en una fuente las señales de que Angélica la Bella había
cometido vileza con Medoro; de cuya pesadumbre se volvió loco, y arrancó los
árboles, enturbió las aguas de las claras fuentes, mató pastores, destruyó ganados,
abrasó chozas, derribó casas, arrastró yeguas, y hizo otras cien mil insolencias,
dignas de eterno nombre y escritura? Y, puesto que yo no pienso imitar a Roldán, o
Orlando, o Rotolando (que todos estos tres nombres tenía), parte por parte, en
todas las locuras que hizo, dijo y pensó, haré el bosquejo, como mejor pudiere, en
las que me pareciere ser más esenciales. Y podrá ser que viniese a contentarme
con sola la imitación de Amadís, que sin hacer locuras de daño, sino de lloros y
sentimientos, alcanzó tanta fama como el que más.
-Paréceme a mi -dijo Sancho- que los caballeros que lo tal ficieron fueron
provocados y tuvieron causa para hacer esas necedades y penitencias; pero vuestra
merced, ¿qué causa tiene para volverse loco? ¿Qué dama le ha desdeñado, o qué
señales ha hallado que le den a entender que la señora Dulcinea del Toboso ha
hecho alguna niñería con moro o cristiano?.
-Ahí está el punto -respondió don Quijote-, y ésa es la fineza de mi negocio; que
volverse loco un caballero andante con causa, ni grado ni gracias: el toque está en
desatinar sin ocasión y dar a entender a mi dama que si en seco hago esto, ¿qué
hiciera en mojado? Cuanto más, que harta ocasión tengo en la larga ausencia que
he hecho de la siempre señora mía Dulcinea del Toboso; que, como ya oíste decir a
aquel pastor de marras, Ambrosio, quien está ausente todos los males tiene y
teme. Así que, Sancho amigo, no gastes tiempo en aconsejarme que deje tan rara,
tan felice y tan no vista imitación. Loco soy, loco he de ser hasta tanto que tú vuelvas con la respuesta de una carta que contigo pienso enviar a mi señora
Dulcinea: y si fuere tal cual a mi fe se le debe, acabarse ha mi sandez y mi
penitencia; y si fuere al contrario, seré loco de veras, y, siéndolo, no sentiré nada.
Ansí que de cualquiera manera que responda, saldré del conflicto y trabajo en que
me dejares, gozando el bien que me trujeres, por cuerdo, o no sintiendo el mal que
me aportares, por loco. Pero dime, Sancho, ¿traes bien guardado el yelmo de
Mambrino, que ya vi que le alzaste del suelo cuando aquel desagradecido le quiso
hacer pedazos? Pero no pudo; donde se puede echar de ver la fineza de su temple.
A lo cual respondió Sancho:
-Vive Dios, señor Caballero de la Triste Figura, que no puedo sufrir ni llevar en
paciencia algunas cosas que vuestra merced dice, y que por ellas vengo a imaginar
que todo cuanto me dice de caballerías, y de alcanzar reinos e imperios, de dar
ínsulas, y de hacer otras mercedes y grandezas, como es uso de caballeros
andantes, que todo debe de ser cosa de viento y mentira, y todo pastraña, o
patraña, o como lo llamáremos. Porque quien oyere decir a vuestra merced que
una bacía de barbero es el yelmo de Mambrino, y que no salga deste error en más
de cuatro días, ¿qué ha de pensar sino que quien tal dice y afirma debe de tener
güero el juicio? La bacía yo la llevo en el costal, toda abollada, y llevóla para
aderezarla en mi casa y hacerme la barba en ella, si Dios me diere tanta gracia,
que algún día me vea con mi mujer y hijos.
-Mira, Sancho, por el mismo que denantes juraste, te juro -dijo don Quijote- que
tienes el más corto entendimiento que tiene ni tuvo escudero en el mundo. ¿Que es
posible que en cuanto ha que andas conmigo no has echado de ver que todas las
cosas de los caballeros andantes parecen quimeras, necedades y desatinos, y que
son todas hechas al revés? Y no porque sea ello ansí, sino porque andan entre
nosotros siempre una caterva de encantandores que todas nuestras cosas mudan y
truecan, y las vuelven según su gusto, y según tienen la gana de favorecernos o
destruirnos: y así. eso que a ti te parece bacía de barbero me parece a mi el yelmo
de Mambrino, y a otro le parecerá otra cosa. Y fue rara providencia del sabio que es
de mi parte hacer que parezca bacía a todos lo que real y verdaderamente es
yelmo de Mambrino, a causa que, siendo él de tanta estima, todo el mundo me
perseguiría por quitármele; pero como ven que no es más de un bacín de barbero,
no se curan de procuralle, como se mostró bien en el que quiso rompelle y le dejó
en el suelo sin llevarle; que a fe que si le conociera, que nunca él le dejara.
Guárdale, amigo, que por ahora no le he menester; que antes me tengo de quitar
todas estas armas, y quedar desnudo como cuando nací, si es que me da en
voluntad de seguir en mi penitencia más a Roldán que a Amadís.
Llegaron en estas pláticas al pie de una alta montaña, que, casi como peñón tajado,
estaba sola entre otras muchas que la rodeaban. Corría por su falda un manso
arroyuelo, y hacíase por toda su redondez un prado tan verde y vicioso, que daba
contento a los ojos que le miraban. Había por allí muchos árboles silvestres y
algunas plantas y flores, que hacían el lugar apacible. Este sitio escogió el Caballero
de la Triste Figura para hacer su penitencia; y así, en viéndole, comenzó a decir en
voz alta, como si estuviera sin juicio:
-Este es el lugar, ¡oh cielos!, que diputo y escojo para llorar la desventura en que
vosotros mesmos me habéis puesto. Este es el sitio donde el humor de mis ojos
acrecentará las aguas deste pequeño arroyo, y mis continuos y profundos sospiros
moverán a la continua las hojas destos montaraces árboles, en testimonio y senal
de la pena que mi asendereado corazón padece. ¡Oh vosotros, quienquiera que
seáis, rústicos dioses que en este inhabitable lugar tenéis vuestra morada, oíd las
quejas deste desdichado amante, a quien una luenga ausencia y unos imaginados celos han traído a lamentarse entre estas asperezas, y a quejarse de la dura
condición de aquella ingrata y bella, término y fin de toda humana hermosura! ¡Oh
vosotras, napeas y dríadas, que tenéis por costumbre de habitar en las espesuras
de los montes, así los ligeros y lascivos sátiros, de quien sois, aunque en vano,
amadas, no perturben jamás vuestro dulce sosiego, que me ayudéis a lamentar mi
desventura, o, a lo menos, no os canséis de oílla! ¡Oh Dulcinea del Toboso, día de
mi noche, gloria de mi pena. norte de mis caminos, estrella de mi ventura, así el
cielo te la dé buena en cuanto acertares a pedirle, que consideres el lugar y el
estado a que tu ausencia me ha conducido, y que con buen término correspondas al
que a mi fe se le debe! ¡Oh solitarios árboles, que desde hoy en adelante habéis de
hacer compañía a mi soledad, dad indicio, con el blando movimiento de vuestras
ramas, que no os desagrade mi presencia! ¡Oh tu, escudero mío, agradable
compañero en mis prósperos y adversos sucesos, toma bien en la memoria lo que
aquí me verás hacer, para que lo cuentes y recites a la causa total de todo ello!
Y diciendo esto, se apeó de Rocinante, y en un momento le quitó el freno y la silla;
y, dándole una palmada en las ancas, le dijo;
-Libertad te da el que sin ella queda, ¡oh caballo tan extremado por tus obras cuan
desdichado por tu suerte! Vete por do quisieres; que en la frente llevas escrito que
no te igualó en ligereza el Hipogrifo de Astolfo, ni el nombrado Frontino, que tan
caro le costó a Bradamante.
Viendo esto Sancho, dijo:
-Bien haya quien nos quitó ahora del trabajo de desenalbardar al rucio, que a fe
que no faltaran palmadicas que dalle, ni cosas que decille en su abalanza; pero si él
aquí estuviera, no consintiera yo que nadie le desalbardara, pues no había para
qué; que a él no le tocaban las generales de enamorado ni de desesperado, pues
no lo estaba su amo, que era yo, cuando Dios quería. Y en verdad, señor Caballero
de la Triste Figura, que si es que mi partida y su locura de vuestra merced va de
veras, que será bien tornar a ensillar a Rocinante, para que supla la falta del rucio,
porque será ahorrar tiempo a mi ida y vuelta; que si la hago a pie, no sé cuándo
llegaré, ni cuándo volveré, porque, en resolución, soy mal caminante.
-Digo, Sancho -respondió don Quijote-, que sea como tú quisieres, que no me
parece mal tu designio; y digo que de aquí a tres días te partirás, porque quiero
que en este tiempo veas lo que por ella hago y digo, para que se lo digas.
-Pues ¿qué más tengo de ver -dijo Sancho- que lo que he visto?
-¡Bien estás en el cuento! -respondió don Quijote-. Ahora me falta rasgar las
vestiduras, esparcir las armas, y darme de calabazadas por estas peñas, con otras
cosas deste jaez, que te han de admirar.
-Por amor de Dios -dijo Sancho-, que mire vuestra merced cómo se da esas
calabazadas; que a tal peña podrá llegar, y en tal punto, que con la primera se
acabase la máquina desta penitencia; y seria yo de parecer que, ya que a vuestra
merced le parece que son aquí necesarias calabazadas y que no se puede hacer
esta obra sin ella, se contentase, pues todo esto es fingido y cosa contrahecha y de
burla, se contentase, digo. con dárselas en el agua, o en alguna cosa blanda, como
algodón; y déjeme a mi el cargo, que yo diré a mi señora que vuestra merced se
las daba en una punta de peña, más dura que la de un diamante.
-Yo agradezco tu buena intención, amigo Sancho -respondió don Quijote-; mas
quiérote hacer sabidor de que todas estas cosas que hago no son de burlas, sino muy de veras; porque de otra manera, seria contravenir a las órdenes de
caballería, que nos mandan que no digamos mentira alguna, pena de relasos, y el
hacer una cosa por otra lo mesmo es que mentir. Ansí que mis calabazadas han de
ser verdaderas, firmes y valederas, sin que llevan nada del sofistico ni del
fantástico. Y será necesario que me dejes algunas hilas para curarme, pues que la
ventura quiso que nos faltase el bálsamo que perdimos.
-Más fue perder el asno -respondió Sancho-, pues se perdieron en él las hilas y
todo. Y ruégole a vuestra merced que no se acuerde mas de aquel maldito brebaje;
que en solo oírle mentar se me revuelve el alma, no que el estómago. Y más le
ruego: que haga cuenta que son ya pasados los tres días que me ha dado de
término para ver las locuras que hace, que ya las doy por vistas y por pasadas en
cosa juzgada, y diré maravillas a mi señora; y escriba la carta y despácheme luego,
porque tengo gran deseo de volver a sacar a vuestra merced deste purgatorio
donde le dejo.
-¿Purgatorio le llamas, Sancho? -dijo don Quijote-. Mejor hicieras en llamarle
infierno, y aun peor, si hay otra cosa que lo sea.
-Quien ha infierno -respondió Sancho- nula es retencio, según he oído decir.
-No entiendo qué quiere decir retencio -dijo don Quijote.
-Retencio es -respondió Sancho- que quién está en el infierno nunca sale de él, ni
puede. Lo cual será al revés en vuestra merced, o a mí me andarán mal los pies, si
es que llevo espuelas para avivar a Rocinante; y póngame yo por una en el Toboso,
y delante de mi señora Dulcinea; que yo le diré tales cosas de las necedades y
locuras, que todo es uno, que vuestra merced ha hecho y queda haciendo, que la
venga a poner más blanda que un guante, aunque la halle más dura que un
alcornoque; con cuya respuesta dulce y melificada volveré por los aires como brujo,
y sacaré a vuestra merced deste purgatorio, que parece infierno y no lo es, pues
hay esperanza de salir dél, la cual, como tengo dicho, no la tienen de salir los que
están en el infierno, ni creo que vuestra merced dirá otra cosa.
-Así es verdad -dijo el de la Triste Figura-; pero ¿qué haremos para escribir la
carta?
-¿Y la libranza pollinesca también? -añadió Sancho.
-Todo irá inserto -dijo don Quijote-; y seda bueno, ya que no hay papel, que la
escribiésemos, como hacían los antiguos, en hojas de árboles, o en unas tablitas de
cera; aunque tan dificultoso será hallarse eso ahora como el papel. Mas ya me ha
venido a la memoria dónde será bien, y aun más que bien, escribilla; que es en el
librillo de memoria que fue de Cardenio, y tú tendrás cuidado de hacerla trasladar
en papel, de buena letra, en el primer lugar que hallares, donde haya maestro de
escuela de muchachos, o si no, cualquiera sacristán te la trasladará; y no se la des
a trasladar a ningún escribano, que hacen letra procesada, que no la entenderá
Satanás.
-Pues ¿qué se ha de hacer de la firma? -dijo Sancho.
-Nunca las cartas de Amadís se firmaron -respondió don Quijote.
-Está bien -respondió Sancho-; pero la libranza forzosamente se ha de firmar, y ésa
si se traslada, dirán que la firma es falsa, y quedaréme sin pollinos.
La libranza irá en el mesmo librillo firmada; que en viéndola mi sobrina, no pondrá
dificultad en cumplilla. Y en lo que toca a la carta de amores, pondrás por firma:
«Vuestro hasta la muerte, el Caballero de la Triste Figura.» Y hará poco al caso que
vaya de mano ajena, porque, a lo que yo me sé acordar, Dulcinea no sabe escribir
ni leer, y en toda su vida ha visto letra mía ni carta mía, porque mis amores y los
suyos han sido siempre platónicos, sin extenderse a más que a un honesto mirar. Y
aun esto, tan de cuando en cuando, que osaré jurar con verdad que en doce años
que ha que la quiero más que a la lumbre destos ojos que han de comer la tierra,
no la he visto cuatro veces; y aun podrá ser que destas cuatro veces no hubiese
ella echado de ver la una que la miraba: tal es el recato y encerramiento con que
su padre, Lorenzo Corchuelo, y su madre, Aldonza Nogales, la han criado.
-¡Ta, ta! -dijo Sancho-. ¿Que la hija de Lorenzo Corchuelo es la señora Dulcinea del
Toboso, llamada por otro nombre Aldonza Lorenzo?
-Esa es -dijo don Quijote-, y es la que merece ser señora de todo el universo.
-Bien la conozco -dijo Sancho-, y sé decir que tira tan bien una barra como el más
forzudo zagal de todo el pueblo. ¡Vive el Dador, que es moza de chapa, hecha y
derecha y de pelo en pecho, y que puede sacar la barba del lodo a cualquier
caballero andante, o por andar, que la tuviere por señora! ¡Oh hi de puta, qué rejo
que tiene, y qué voz! Sé decir que se puso un día encima del campanario del aldea
a llamar unos zagales suyos que andaban en un barbecho de su padre, y aunque
estaban de allí más de media legua, así la oyeron como si estuvieran al pie de la
torre. Y lo mejor que tiene es que no es nada melindrosa, porque tiene mucho de
cortesana: con todos se burla y de todo hace mueca y donaire. Ahora digo, señor
Caballero de la Triste Figura, que no solamente puede y debe vuestra merced hacer
locuras por ella, sino que con justo título puede desesperarse y ahorcarse; que
nadie habrá que lo sepa que no diga que hizo demasiado de bien, puesto que le
lleve el diablo. Y querría ya yerme en camino, sólo por vella; que ha muchos días
que no la veo, y debe de estar ya trocada; porque gasta mucho la faz de las
mujeres andar siempre al campo, al sol y al aire. Y confieso a vuestra merced una
verdad, señor don Quijote: que hasta aquí he estado en una grande ignorancia;
que pensaba bien y fielmente que la señora Dulcinea debía de ser alguna princesa
de quien vuestra merced estaba enamorado, o alguna persona tal, que mereciese
los ricos presentes que vuestra merced le ha enviado, así el del vizcaíno como el de
los galeotes, y otros muchos que deben ser, según deben de ser muchas las
vitorias que vuestra merced ha ganado y ganó en el tiempo que yo aún no era su
escudero. Pero bien considerado, ¿qué se le ha de dar a la señora Aldonza Lorenzo,
digo, a la señora Dulcinea del Toboso, de que se le vayan a hincar de rodillas
delante della los vencidos que vuestra merced le envía y ha de enviar? Porque
podría ser que al tiempo que ellos llegasen estuviese ella rastrillando lino o trillando
en las eras, y ellos se corriesen de verla, y ella se riese y enfadase del presente.
-Ya te tengo dicho antes de agora muchas veces, Sancho -dijo don Quijote-, que
eres muy grande hablador y que, aunque de ingenio boto, muchas veces despuntas
de agudo; mas para que veas cuán necio eres tú y cuán discreto soy yo, quiero que
me oyas un breve cuento. Has de saber que una viuda hermosa, moza, libre y rica,
y, sobre todo, desenfadada, se enamoró de un mozo motilón, rollizo y de buen
tono; alcanzólo a saber su mayor, y un día dijo a la buena viuda, por vía de
fraternal reprehensión: «Maravillado estoy, señora, y no sin mucha causa, de que
una mujer tan principal, tan hermosa y tan rica como vuestra merced se haya
enamorado de un hombre tan soez, tan bajo y tan idiota como fulano, habiendo en
esta casa tantos maestros, tantos presentados y tantos teólogos, en quien vuestra
merced pudiera escoger, como entre peras, y decir: “éste quiero, aquéste no
quiero”» Mas ella le respondió con mucho donaire y desenvoltura: «Vuestra
merced, señor mío, está muy engañado, y piensa muy a lo antiguo si piensa que yo he escogido mal en fulano, por idiota que le parece; pues para lo que yo le quiero,
tanta filosofía sabe, y más, que Aristóteles.» Así que, Sancho, por lo que yo quiero
a Dulcinea del Toboso, tanto vale como la más alta princesa de la tierra. Si, que no
todos los poetas que alaban damas debajo de un nombre que ellos a su albedrío les
ponen, es verdad que las tienen. ¿Piensas tú que las Amariles, las Filis, las Silvas,
las Dianas, las Galateas, las Fílidas, y otras tales de que los libros, los romances,
las tiendas de los barberos, los teatros de las comedias, están llenos, fueron
verdaderamente damas de carne y hueso, y de aquellos que las celebran y
celebraron? No, por cierto, sino que las más se las fingen, por dar subjeto a sus
versos, y porque los tengan por enamorados y por hombres que tienen valor para
serlo. Y así, bástame a mi pensar y creer que la buena de Aldonza Lorenzo es
hermosa y honesta; y en lo del linaje, importa poco; que no han de ir a hacer la
información dél para darle algún hábito, y yo me hago cuenta que es la más alta
princesa del mundo. Porque has de saber, Sancho, si no lo sabes, que dos cosas
solas incitan a amar, más que otras; que son la mucha hermosura y la buena fama,
y estas dos cosas se hallan consumadamente en Dulcinea, porque en ser hermosa,
ninguna le iguala; y en la buena fama, pocas le llegan. Y para concluir con todo, yo
imagino que todo lo que digo es así, sin que sobre ni falte nada, y píntola en mi
imaginación como la deseo, así en la belleza como en la principalidad, y ni la llega
Elena, ni la alcanza Lucrecia, ni otra alguna de las famosas mujeres de las edades
pretéritas, griega, bárbara o latina. Y diga cada uno lo que quisiere; que si por esto
fuere reprehendido de los ignorantes, no seré castigado de los rigurosos.
-Digo que en todo tiene vuestra merced razón -respondió Sancho-, y que yo soy un
asno. Mas no sé yo para qué nombro asno en mi boca, pues no se ha de mentar la
soga en casa del ahorcado. Pero venga la carta, y a Dios, que me mudo.
Sacó el libro de memoria don Quijote y, apartándose a una parte, con mucho
sosiego comenzó a escribir la carta, y en acabándola llamó a Sancho y le dijo que
se la quería leer, porque la tomase de memoria, si acaso se le perdiese por el
camino, porque de su desdicha todo se podía temer. A lo cual respondió Sancho:
-Escríbala vuestra merced dos o tres veces ahí en el libro, y démele, que yo le
llevaré bien guardado; porque pensar que yo la he de tomar en la memoria es
disparate; que la tengo tan mala, que muchas veces se me olvida cómo me llamo.
Pero, con todo eso, dígamela vuestra merced, que me holgaré mucho de oílla; que
debe de ir como de molde.
-Escucha, que así dice -dijo don Quijote:
CARTA DE DON QUIJOTE A DULCINEA DEL TOBOSO
Soberana y alta señora:
El ferido de punta de ausencia y el llagado de las telas del corazón, dulcísima
Dulcinea del Toboso, te envía la salud que él no tiene. Si tu fermosura me
desprecia, si tu valor no es en mí pro, si tus desdenes son en mi afincamiento,
maguer que yo sea asaz de sufrido, mal podré sostenerme en esta cuita, que,
además de ser fuerte, es muy duradera. Mi buen escudero Sancho te dará entera
relación, ¡oh bella ingrata, amada enemiga mía!, del modo que por tu causa quedo;
si gustares de acorrerme, tuyo soy; y si no, haz lo que te viniere en gusto; que con
acabar mi vida habré satisfecho a tu crueldad y a mi deseo.
Tuyo hasta la muerte,
El Caballero de la Triste Figura.
Por vida de mi padre -dijo Sancho en oyendo la carta-, que es la más alta Cosa
que jamás he oído. ¡Pesia a mi, y cómo que le dice vuestra merced ahí todo cuanto
quiere, y qué bien que encaja en la firma El Caballero de la Triste Figura! Digo de
verdad que es vuestra merced el mesmo diablo, y que no hay cosa que no sepa.
-Todo es menester -respondió don Quijote- para el oficio que trayo.
-Ea, pues -dijo Sancho-, ponga vuestra merced en esotra vuelta la cédula de los
tres pollinos, y firmela con mucha claridad, porque la conozcan en viéndola.
-Que me place -dijo don Quijote.
Y habiéndola escrito, se la leyó, que decía ansí:
Mandará vuestra merced, por esta primera de pollinos, señora sobrina, dar a
Sancho Panza, mi escudero, tres de los cinco que dejé en casa y están a cargo de
vuestra merced. Los cuales tres pollinos se los mando librar y pagar por otros
tantos aquí recebidos de contado; que con ésta y con su carta de pago serán bien
dados. Fecha en las entrañas de Sierra Morena, a veinte y dos de agosto deste
presente año.
-Buena está -dijo Sancho-: fírmela vuestra merced.
-No es menester firmaría -dijo don Quijote-, sino solamente poner mi rúbrica, que
es lo mesmo que firma, y para tres asnos, y aun para trecientos, fuera bastante.
-Yo me confío de vuestra merced -respondió Sancho-. Déjeme, iré a ensillar a
Rocinante, y aparéjese vuestra merced a echarme su bendición; que luego pienso
partirme, sin ver las sandeces que vuestra merced ha de hacer, que yo diré que le
vi hacer tantas, que no quiera más.
-Por lo menos, quiero, Sancho, y porque es menester ansí, quiero, digo, que me
veas en cueros, y hacer una o dos docenas de locuras, que las haré en menos de
media hora, porque habiéndolas tú visto por tus ojos, puedas jurar a tu salvo en las
demás que quisieres añadir; y asegúrote que no dirás tú tantas cuantas yo pienso
hacer.
-Por amor de Dios, señor mío, que no vea yo en cueros a vuestra merced, que me
dará mucha lástima, y no podré dejar de llorar; y tengo tal la cabeza, del llanto que
anoche hice por el rucio, que no estoy para meterme en nuevos lloros; y si es que
vuestra merced gusta de que yo vea algunas locuras, hágalas vestido, breves y las
que le vinieren más a cuento. Cuanto más, que para mí no era menester nada
deso, y como ya tengo dicho, fuera ahorrar el camino de mi vuelta, que ha de ser
con las nuevas que vuestra merced desea y merece. Y si no, aparéjese la señora
Dulcinea; que si no responde como es razón, voto hago solene a quien puedo que
le tengo de sacar la buena respuesta del estómago a coces y a bofetones. Porque
¿dónde se ha de sufrir que un caballero andante tan famoso como vuestra merced
se vuelva loco, sin qué ni para qué, por una...? No me lo haga decir la señora,
porque por Dios que despotrique y lo eche todo a doce, aunque nunca se venda.
¡Bonico soy yo para eso! ¡Mal me conoce! ¡Pues a fe que si me conociese, que me
ayunase!.
-A fe, Sancho -dijo don Quijote-, que, a lo que parece, que no estás tú más cuerdo
que yo.
No estoy tan loco -respondió Sancho-; mas estoy más colérico. Pero, dejando esto
aparte, ¿qué es lo que ha de comer vuestra merced en tanto que yo vuelvo? ¿Ha de
salir al camino, como Cardenio, a quitárselo a los pastores?
-No te dé pena ese cuidado –respondió don Quijote-, porque, aunque tuviera, no
comiera otra cosa que las yerbas y frutos que este prado y estos árboles me
dieren; que la fineza de mi negocio está en no comer y en hacer otras asperezas
equivalentes. A Dios, pues.
-Pero ¿sabe vuestra merced qué temo? Que no tengo de acertar a volver a este
lugar donde agora le dejo, según está de escondido.
-Toma bien las señas; que yo procuraré no apartarme destos contornos -dijo don
Quijote-, y aun tendré cuidado de subirme por estos más altos riscos, por ver si te
descubro cuando vuelvas. Cuanto más, que lo más acertado será, para que no me
yerres y te pierdas, que cortes algunas retamas de las muchas que por aquí hay, y
las vayas poniendo de trecho en trecho, hasta salir a lo raso, las cuales te servirán
de mojones y señales para que me halles cuando vuelvas, a imitación del hilo del
laberinto de Perseo.
-Así lo haré -respondió Sancho Panza.
Y cortando algunos, pidió la bendición a su señor y, no sin muchas lágrimas de
entrambos, se despidió dél. Y subiendo sobre Rocinante, a quien don Quijote
encomendó mucho, y que mirase por él como por su propria persona, se puso en
camino del llano, esparciendo de trecho a trecho los ramos de la retama, como su
amo se lo había aconsejado. Y así se fue, aunque todavía le importunaba don
Quijote que le viese siquiera hacer dos locuras. Mas no hubo andado cien pasos,
cuando volvió y dijo:
-Digo, señor, que vuestra merced ha dicho muy bien: que para que pueda jurar sin
cargo de conciencia que le he visto hacer locuras, será bien que vea siquiera una,
aunque bien grande la he visto en la quedada de vuestra merced.
-¿No te lo decía yo? -dijo don Quijote-. Espérate, Sancho, que en un credo las haré.
Y desnudándose con toda priesa los calzones, quedó en carnes y en pañales, y
luego, sin más ni más, dio dos zapatetas en el aire y dos tumbas la cabeza abajo y
los pies en alto, descubriendo cosas que, por no verlas otra vez, volvió Sancho la
rienda a Rocinante, y se dio por contento y satisfecho de que podía jurar que su
amo quedaba loco. Y así, le dejaremos ir su camino, hasta la vuelta, que fue breve.

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