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Era un tres de Junio en una noche fría y todos los familiares y personas más cercanas a los Andley fueron hasta la mansión para acompañar en su dolor a tan prestigiosa familia. Bien se sabía que aquella mujer que acababa de morir era la hija adoptiva de William Andley, el patriarca de ese clan.

Pero creo que estas afirmaciones ya son bien sabidas para todos ¿verdad? Entonces no hacia falta decirlas una vez más... en aquella noche no solo se iba a velar el cuerpo de una dama que entregó su vida el mismo día que logró dar vida... Aunque eso no era lo único sino que, dos bellas mujeres viajaban juntas para anunciar frente a todo el mundo, una verdad realmente sorprendente; sobre todo para  aquel que conocía el humilde origen de la muchacha.

Mujeres, niños, hombres... Todos estaban reunidos ofreciendo oraciones por el eterno descanso de la mujer que merecía toda la felicidad existente en este mundo injusto. Dos mujeres lloraban abrazadas porque su hija había muerto sin siquiera poder disfrutar la vida como era debido. Una chica cargaba y arrullaba en sus brazos a dos pequeñitos que eran sus sobrinos.

El esposo que había enviudado ese mismo día que se convirtió en padre, era consolado por las sabías palabras de un rubio. Aunque esas palabras no eran aceptadas por ninguno de los dos, porque sí, ellos habían perdido la felicidad con ella. Así que ninguna palabra existente en el mundo podría hacerlos aceptar que el amor se había marchado junto con ella, y que aun cuando había millones de razones para seguir adelante, ellos simplemente se negaban a aceptarlo. 

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—¿Susana aun falta mucho para que lleguemos?— preguntó la mujer mayor extendiendo la sombrilla para no mojarse. Era de noche, y no quería siquiera descansar antes que conocer a su hija.

—No mucho, pero es mejor que vayamos al hotel. Mañana será otro día y es mejor descansar— respondió la muchacha observando el hotel donde se hospedarían.

—Tienes razón, mañana lo haremos— se resigno la mujer con una extraña sensación en el pecho, que confundió con nervios.

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Rostros demacrados por el dolor y desvelo miraban llorosos aquel féretro que cubría el bello cuerpo blanco de una dama. Cuyo rostro aún sin vida, resplandecía de una increíble belleza. Todos ahí sabían que ese momento podría llegar a pasar pero ni aun con toda la preparación realizada previamente, consiguieron resignarse a su pérdida.

—Agradezco inmensamente el que estén aquí apoyándonos en nuestra pena. El funeral se llevará a cabo dentro de unas pocas horas. Y aunque toda la noche fue muy pesada, de verdad muchísimas gracias— dijo Albert con los ojos pesados por las lágrimas. Ya que había permanecido despierto toda la noche, hasta esas horas de la mañana. Las siete con menos diez para ser exactos.

George Johson el secretario de William Andley, recibía a todas las personas que llegaban casi cada minuto. Todos ellos formaron parte de la vida de aquella dama; sus amigos, colegas, pacientes, compañeros... En fin. Personas a quienes conoció a lo largo de un camino recorrido; y cada uno se lamentaba el haber perdido tan esplendorosa amiga.

Velos y vestidos negros eran utilizados por todas las mujeres en aquella ocasión. Las sombrillas del mismo color eran extendidas para que el agua no arruinara esa vestimenta. Aunque quizá para la mayoría de esas mujeres eso ya no importaba porque lo único que querían era que aquellas horas de martirio pasaran rápido. Los hombres por su parte, tomaban de la mano a sus mujeres o amigas. O simplemente sujetaban la sombrilla, pero su vista era dirigida al párroco y al féretro.  

—Quiero hablar sobre una persona memorable, noble, sencilla y a la vez maravillosa, cuya partida ha dejado un gran dolor y vacío en el corazón de todos aquellos que la tratamos de alguna forma, ya que siempre dejó en todos nosotros una huella del amor y disposición para ayudar y consolar a quien lo necesitaba, aún a pesar de sus propias penas.

Mañana es para siempreDonde viven las historias. Descúbrelo ahora