Capítulo 9

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Capítulo Nueve

María salió de casa a media mañana para la prueba final del vestido que le estaba haciendo Estella. Aún faltaban quince días para la función benéfica en que pensaba estrenarlo, pero no había nada como estar preparado.

Tras la prueba acudió a la manicura, almorzó y luego fue al esteticista.

Eran casi las cinco cuando llegó a casa, y en cuanto dejó los paquetes con sus compras tomó una ducha, se puso unos vaqueros y una camiseta y se reunió con Esteban para cenar.

—¿Has pasado un buen día?

—He estado de compras —contestó María —. Es uno de los mejores pecados de las mujeres.

La ronca risa de Esteban acunó su corazón.

—¿Puedo sugerir que describas otros pecados femeninos?

María simuló pensar unos momentos.

—¿Qué pecados?

—A mí se me ocurren unos cuantos.

—Está la buena comida, el chocolate belga, el champán. También deben incluirse los placeres de la carne... un buen masaje, una limpieza de cutis, acudir a un balneario —tras una imperceptible pausa, María añadió—: Y supongo que el sexo también merece un buen lugar en la lista.

Prefirió no decir que lo último ocupaba un lugar muy alto en su lista personal de pecados. Esteban era capaz de convertir el sexo en un auténtico banquete de los sentidos.

Miró su reloj.

—Hora de cambiarse.

Recogió la mesa, metió la vajilla en el lavaplatos y subió rápidamente al dormitorio.

Para vestirse eligió unos pantalones de seda negros, una blusa a juego y una chaqueta decorada con un delicado diseño en hilo dorado. Zapatos de tacón negros, alhajas de exquisito oro, sutil maquillaje... y ya estaba lista.

Esteban se puso la chaqueta de su traje mientras ella recogía su bolso.

Su presencia dominaba la habitación, y emanaba de él una imperiosa sensualidad que siempre dejaba sin aliento a María.

No era de extrañar que atrajera la mirada de todas las mujeres que tenían entre diecisiete y setenta años.

Hacía días que se habían vendido todas las entradas para ver al Circo del Sol, y las críticas estaban siendo sensacionales.

Mientras entraban al vestíbulo del teatro, al que acudía aquellos días la flor y nata de la sociedad australiana, Esteban tomó a María del brazo.

¿Fue un gesto cariñoso? ¿Una señal externa de posesión? ¿La proyección de una imagen buscada?

«¡Basta ya!», se reprendió María. ¡No podía pasarse el día analizando sus acciones!

¿Qué le pasaba? ¿Desde cuándo se había vuelto tan hipersensible?

La respuesta era sencilla. Desde que determinada rubia de largas piernas había entrado en escena.

—Estás muy callada.

—¿Qué quieres que diga? —replicó María con una deslumbrante sonrisa—. ¿Que hace una noche maravillosa? ¿Que el espectáculo promete ser magnífico?

«¿Estás viendo a Ana Rosa?», añadió para sí.

—¿Quieres algo de beber?

—No, gracias.

Quiero que me amesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora