Capítulo 11

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 Capítulo 11

María no comprendía qué le había pasado. Solo sabía que se había pasado el día buscando cualquier indicio de que Esteban recordaba haber compartido con ella los momentos más intensos e íntimos de su vida. Pero no lo encontró.

Se había mostrado frío, con ese falso aire de seductor que nunca había conseguido que se creyera. Intentaba pasar de nuevo por el mujeriego encantador que la prensa afirmaba que era. Como si ella no supiera la verdad. Como si no le hubiera contado que nunca había tenido una amante que no le pagara. Como si no hubiera sido precisamente ella su primera amante.

Y se había hartado. Había sido entonces cuando se había olvidado de todo y lo había agarrado de la corbata.

Al ver que abría la boca, aprovechó para tirar de él y estamparle un beso en los labios. Le metió la lengua y lo devoró sin compasión. A modo de castigo.

Él la abrazo y la apretó contra sí, dejándole que sintiera la prueba irrefutable de su excitación.

Le aflojó el nudo de la corbata, se la quitó y la tiró al suelo. Después le desabrochó la camisa y continuó sin preguntarle, ni mirarlo a la cara.

Podría detenerla si deseaba hacerlo. Desde luego ella no iba a parar voluntariamente. Deseaba estar con él y no iba a dejar que se escondiera tras ese personaje que se había inventado. Su deseo era tan intenso que se olvidó del miedo que siempre la había frenado y se sintió libre. Maravillosamente libre.

Esa vez no seguía órdenes, pero no temía ser torpe y, cuando lo miró a la

cara y vio el modo en que la miraba, tampoco temió que la rechazara.

Se deshizo de la camisa y le besó el pecho, jugueteó con su pezón; lo mordisqueó y lo lamió mientras él se estremecía de placer. Sus reacciones nada tenían que ver con cómo había reaccionado a su primer beso. Entonces se había mostrado tranquilo, completamente calmado, sin embargo, ahora tenía el corazón acelerado y una evidente erección. No podía fingir que la noche que habían pasado juntos no había cambiado nada.

No podía fingir que tenía la situación bajo control.

Ahora era ella la que la controlaba, pero lo único que quería hacer con ese control era darle placer a Esteban.

Se arrodilló frente a él y comenzó a desabrocharle el pantalón. Le temblaban las manos porque no había hecho nunca lo que estaba haciendo, pero quería hacerlo. Lo habría hecho aquella noche en Alaska, si él no se hubiese ido al sofá.

–La noche que estuvimos juntos no me dejaste hacer realidad todas mis fantasías –le confesó al tiempo que le pasaba la mano por el miembro, aún tapado–. Pero ahora no vas a poder impedírmelo.

No sabía de dónde había sacado tanta seguridad en sí misma, ni quién era esa mujer, pero le gustaba.

Y, al agarrar su sexo con la intención de chuparlo, se dio cuenta de que esa mujer era ella. La de verdad.

Él le retiró la cabeza para que pudiera mirarlo.

–¿Crees que no puedo? –le preguntó, casi jadeando.

–Te tengo en mis manos –lo apretó ligeramente y el jadeo se convirtió en gemido–. Eres todo mío, Esteban San Román.

Por fin le bajó los calzoncillos y recorrió con la lengua toda la longitud de su miembro. La sensación le provocó un escalofrío. Nunca se había sentido tan fuerte y poderosa. Ni tan cómoda consigo misma. A pesar de la postura, sabía que era ella la que tenía el control y se alegraba de que Esteban hubiese podido renunciar a ello.

La pareja que engaño a todo el mundoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora