PÍLDORA 4

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–¿Hay algo por lo que no sueltes un bufido, chico-hecha-pestes? –bufé y giré la cabeza hacia la mujer que controlaba el suero y los analgésicos.

No le dije nada, tampoco es que valiera la pena contestar. Al poco rato se iría y no volvería a verla nunca más en mi vida.

Las personas van y vienen constantemente, es el sencillo ciclo, si quieres que se queden, ellas también tienen que quererlo.

Había algo que detestaba de ella, ese optimismo tan fuerte y molesto.

Me había cruzado con personas así toda la vida, intentan mejorarte el día y solo consiguen ganarse un puesto más en la lista de cosas que no aguanto. Ni siquiera valía la pena fulminarla con la mirada porque eso solo provocaría que me viera con lástima, como si pensase: pobre enfermo, no sabe que si no se cura morirá.

Llevaba un ridículo abrigo azul que le llegaba hasta las rodillas, en el cuello había piel de algún pobre animal muerto, y por el aspecto de la mujer supe que era un animal y no piel sintética.

–Enid –eso fue lo único que salió de mí, un poco entre dientes.

Y es verdad, Enid al principio me parecía molesta y todo eso, pero ¿odiarla? Nunca se me había pasado por la cabeza tal opción.

Golpeteó con la uña un bote que colgaba del gotero, y sentí un escalofrío recorrer mi cuerpo, no supe si fue por el líquido del cual desconocía el nombre, o si por la simple idea de estar allí. Encerrado por ocho paredes dobles. Las del hospital, y las de mi cuerpo.

A mi alrededor todo se intensificó, el aleteo veloz de una mosca molesta, la respiración de la mujer...el movimiento nervioso que tenía en mi mano izquierda acariciando la sábana en círculos. Todo.

–Oh, bien. Así que tenemos a una chica de por medio.

Podría ser un chico, pensé yo con retintín.

Eso era algo que me molestaba también. Todos al hablar de parejas pensaban en el sexo contrario instantáneamente por un reflejo. ¿Es que no podías ser homosexual o qué? Sí, que lo aceptaban y eso, pero bueno...mejor me callaba.

La mujer sabría cómo molestar, pero hay que admitir que tenía dos dedos de frente, sonreía como un ángel a pesar de mis comentarios evasivos, y de vez en cuando me miraba. Aunque creo que en esos instantes la cuestión no era si lo hacía porque quería, sino si porque veía algo malo en mí.

Todos lo hacían, la ventaja era que no me importaba porque nadie podría pensar peor de mí que yo.

–Tus padres son mis amigos ¿alguna vez te hablaron de una tal Alice Haufield?

–No.

Mentí, una vez me dijeron algo así como que se irían a cenar con ella, nunca más volvieron a mencionarla. Pero sabiendo cómo era nuestra relación lo más probable era que ellos hubieran vuelto a verla y ni me lo mencionaran porque al parecer ni siquiera parecían recordar que tenían un hijo.

Solo que era una carga molesta a la que todos detestaban.

–Vaya –decepcionada se sentó en una butaca al lado de la mesilla de noche donde había algunos medicamentos para después.

–Pues bueno, he hablado con ellos hace poco y mientras tú dormías la mona me han contado cómo te encuentras –prosiguió con sus comentarios animados.

–Así que estás aquí para comprobar que no cometo ninguna locura –asumí con una voz cansada.

–¿Qué clase de locura?

Tempus imperfectumDonde viven las historias. Descúbrelo ahora