BOCANADA Z

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Nadie me enseñó a estar preparado al arma que podía acabar conmigo o repararme. Porque en aquellos instantes yo era un autómata, y Enid era el destornillador que soltaría mis tuercas o las apretaría.

Sí, supongo que bien podría decirse así.

Sabía que estaba despierta porque podía escuchar las cacerolas removerse en la cocina, eso era una gran señal, pues al menos había permanecido toda la noche en casa y no se había ido carcomida por la culpabilidad.

Me rasqué los ojos varias veces y bostecé.

La luz del sol se filtraba a través de las persianas y varias líneas ámbar y doradas se proyectaban en el suelo. Estiré el cuello una vez me levanté y dirigí hacia la cocina a sabiendas de que lo único que llevaba eran unos calzoncillos con una mancha de pasta de dientes.

Ni siquiera yo sabía cómo conseguí mancharme los calzoncillos precisamente. Tampoco tenía interés.

Me apoyé en el marco de la puerta para observarla bien. Seguía pensando que estaba demasiado delgada, tenía el pelo de un color caoba, probablemente teñido. Y también estaba mucho más corto.

Le llegaba por encima de los hombros.

Deslicé la vista por su larga espalda hasta llegar a esas esbeltas piernas, o un poco más arriba.

Lo único que llevaba eran unas braguitas rosadas y con florecitas negras.

–¿Te vas a quedar allí todo el tiempo? –parpadeé, parpadeé y parpadeé. No esperaba que fuese a decir eso, más bien algo como: ¿qué haces?

Sonreí sin poder evitarlo. Siempre admiré a esas personas capaces de perdonar.

Al contrario de Enid yo era muy rencoroso.

–¿Significa que quieres que vaya contigo?

Se encogió de hombros. Era un evidente sí, solo que estaba tratando de hacerse la tímida. Ladeé la cabeza.

Enid no tenía nada de tímida.

–Puede.

–Chica traviesa.

Llevábamos deseando estar así un año entero. Podríamos haberlo conseguido muchos días atrás, y sin embargo hubieron tantos contratiempos entre nosotros que ya no esperábamos nada.

Solo aprovechar al máximo ese poco tiempo que teníamos.

–¿Yo? Siempre.

Me senté en la encimera para ver cómo hacía unas pechugas a la plancha con alcachofas. Espera ¿eso no era muy pesado para desayunar?

Sacudí la cabeza y miré la pared en busca de un reloj. Mierda, olvidé que Adam le lanzó una cuchara y lo rompió sin querer.

–¿Qué hora es?

Se volvió para mirarme a los ojos, bajó la vista a su muñeca y volvió a mí.

Tenerla a solo unos pocos metros de mí era una buena sensación, después de tantos días por fin estábamos juntos.

Miré a través de la ventana y sonreí agradeciéndole a quien fuera que cuidaba de todos nosotros.

¿O quizá cada uno cuidaba de sí mismo? Madre mía, ¿qué le estaba pasando a mi mente?

–La una –contestó con una sonrisa que terminó por borrarse al instante en cuanto pensó en algo–. A las cuatro sale mi tren.

–¿Quieres que te acerque a la estación? –estúpido.

Si había algo que aprendí a lo largo de mi vida, ese algo era que a la gente le gusta que uno muestre seguridad en sí mismo. Tampoco una seguridad excesiva, pero al menos un mínimo.

Tempus imperfectumDonde viven las historias. Descúbrelo ahora