Píldora 1

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 Odiaba los medicamentos casi tanto como mi vida. Mi vida en muerte, mi muerte en vida.

¿Acaso era algo?

Posiblemente pasaste por mi lado y pensaste que solo era un chico demacrado por la anorexia y con aspecto de demente (si es que existe tal aspecto, por sentado que según los estereotipos que existían sí), que mi vida era una mierda y que debería suicidarme o buscar ayuda si era valiente y tenía ganas de vivir.

Pero te equivocaste y al mismo tiempo diste en el clavo.

Mi vida evidentemente era una mierda, pues el Cotard hacía eso, pero a pesar de todo yo seguía allí, entre los vivos. Era un intruso en aquella dimensión destinada a gente que pudiera respirar, que sintiera algo con el tacto, que sintiera, simplemente.

A veces ya ni siquiera sabía lo que me pasaba por la mente y lo que no, lo que sucedía y lo que estaba en mi cabeza.

La realidad y mi imaginación.

Todo se mezclaba en una verdad que solo yo podía ver y comprender (medianamente).

Al principio la desaparición de Ivernathius DeLauren fue un gran Boom entre los habitantes de la ciudad. Todos le preguntaban a padre y a madre dónde estaba. Primero usaron la excusa del internado francés, y cuando la gente empezó a investigar todo cambió y se tachó a mis padres de mentirosos.

No tardaron mucho en dejar de preguntar por mí, comenzaron a hablar y especular sobre alguien que no necesitaba que le echasen más pesos encima. Hay algo que no se enseña en esta vida, y ese algo es que el mundo continua funcionando aunque tú lo hagas. No importa cuánto necesites postrarte en cama para estar mejor, todos seguirán con sus vidas y lo más probable es que acaben borrándote de esta porque a sus ojos solo eres una molestia, alguien que no puede ver más allá de sí mismo.

Les gustaba agravar una realidad con tal de hacerme quedar mal, y eso es divertido para los humanos.

Nos encantan las hipérboles, sobre todo si están acompañadas de cientos de metáforas.

Tomé una gran bocanada de aire sin darme cuenta–cogiendo oxígeno que no creía necesitar– después deslicé la punta de mis congelados y entumecidos dedos por el vidrio de la ventana y suspiré al oír la voz de mi madre llamándome, melodiosa pero imperiosa.

Siempre regañándome, siempre limitándome.

Siempre frenándome de cometer... sandeces como ella decía, y la mayoría: intentos de descubrir si seguía allí o no.

Porque un cadáver no sangra. Un cadáver no está.

Un cadáver no vive.

Redundancia, por cierto.

–¿Ive? –odiaba que abreviaran mi nombre, me hacía sentir mentecato. Ive sonaba como el nombre que le pondrías a un perro o a un periquito–. Abre la puerta.

Pensaba que era una verdadera lástima que siguiese creyendo que su hijo todavía era capaz de ponerse en pie sin tambalearse, o en el peor de los casos caerse como un peso muerto en medio de su trayecto hacia la puerta que se sentía tan lejana como llegar a Júpiter de un salto.

Sabía que ella traía comida, porque únicamente venía a verme cuando tenía una bandeja rebosante de alimento que la mayoría de veces terminaba dejando, era una pena que mi olfato estuviese tan estropeado como para siquiera poder oler, aunque estropeado no era un término muy correcto, sino cansado.

Por temas que no llegaba a comprender, ella mantenía la esperanza de que comería algún día, yo sabía que no ocurriría, al menos no aquel día, ni el siguiente.

Tempus imperfectumDonde viven las historias. Descúbrelo ahora