CAPITULO 12 «Milton»

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La almohada había variado de posición incontables veces. Las sabanas cada vez se sentían más ásperas, como una lija sobre la piel. El pequeño televisor que se sostenía sobre un estante en lo alto de la pared, repetía una y otra vez lo mismo. En tan sólo dos días de reposo en la habitación contigua a la enfermería, el profesor Milton aprendió todos los chismes del espectáculo, sabía quién estaba peleando con quién, qué vedette intentaba robarle cartel a su compañera de elenco, cuáles eran las separaciones más escandalosas y todas las novedades del Reality Show de moda. Conocía todos los resultados deportivos y todos los hechos de violencia mezclados con banalidades que le ofrecían los canales de noticias. Para un hombre de ciencia como él, esas altas dosis televisivas se convertían en dardos envenenados amenazando con atrofiar sus neuronas.

A pesar de que el Dr. Suarez insistía en que, por precaución, se quedara en observación entre uno y dos días más, Milton se sentía bien. Ya los síntomas de aturdimiento e inestabilidad del principio se habían ido. Se sentía molesto y fastidioso. Quería regresar a su casa y ver a su mujer luego de dos semanas. Norma era profesora de secundario y había aprovechado parte de las vacaciones de verano que tenía pendientes para ir a visitar a sus hijos, Andrés y Pablo, que vivían en Buenos Aires. Milton decidió no contarle lo sucedido para no arruinarle el tiempo que le quedaba para pasar con ellos. Sabía, además, que Norma regresaría esa misma tarde a las dieciocho treinta en el vuelo 775 de Aerolíneas Argentinas. Especuló con recuperarse lo suficientemente rápido como para poder ir a buscarla al aeropuerto y no hacerla preocupar. El día anterior, en cuanto se sintió mejor, la llamó para hablar con ella, con sus hijos y, de paso evitar, que sea ella quien llame a la casa y no lo encuentre.

El Dr. Suarez le dijo que al mediodía le haría un chequeo para ver en qué condiciones estaba pero que no se entusiasme porque, en realidad, era probable que debiera quedarse. Milton no concordaba con la opinión del médico en este caso y esperaba la primera oportunidad para salir de allí. Él y Norma habían pasado momentos complicados en su relación como pareja hacía algún tiempo. Estuvieron, incluso, al borde del divorcio pero, llegado el momento decisivo, ninguno pudo hacerlo. En el fondo sus semejanzas eran mucho más poderosas que sus diferencias, éstas eran superficiales y poco trascendentes. El problema era que, a través de los años, todas esas pequeñeces los habían saturado hasta llegar al punto de hartazgo.

—¡Ya no te soporto más!—llegó a decirle ella, a los gritos, cuando por décimo novena vez en el mes él dejó tirado un pantalón sobre una de las sillas del living.

—Mirá, Norma, la verdad es que estoy harto de que me grites todo el tiempo. Trabajo todo el día y cuando vuelvo a casa lo único que me encuentro son tus gritos.

Las palabras de Milton dibujaron un gesto furioso en el rostro de Norma que apretó los dientes, indignada.

—¡¿Me estás cargando?! —su voz temblaba de la ira—. ¡Yo también me la paso trabajando y encima después tengo que venir acá a acomodar todo lo que vos dejás tirado! ¿Y vos pretendés ponerte en el lugar de víctima porque te pido una y otra vez que no dejes todo por cualquier lado? Por favor... ahora resulta que pedirte un poco de colaboración es demasiado para un científico, ¿No?

Milton apretó los puños con fuerza e intentó contar hasta diez para aguantar la bronca. El ceño fruncido y los ojos penetrantes, inyectados en sangre le daban un aspecto que sus compañeros de trabajo nunca habían visto.

—Ya te dije mil veces que si dejo las cosas tiradas es porque vos ocupás todo el placar con tu ropa y tengo que estar quince minutos buscando una percha para poder colgar mi camisa. Así que no me queda más remedio que dejarla sobre la silla o sobre el mueble. Si me escucharas cada tanto, en vez de gritarme automáticamente, por ahí nos evitarías un disgusto.

El DescubrimientoWhere stories live. Discover now