Intento 2

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El cuarto parecía tan pequeño, algo en su luz no era igual, se hallaba sombrío, turbio. Nada de la claridad de antes. El aire dentro de este se presentaba agobiante, a pesar de tener las ventanas abiertas en aquella noche de cielo despejado sin la más mínima gota de humedad. Era su imaginación, ¿o el techo había siempre sido así de bajo? No tenía sentido tratar de dormir, en especial cuando Isabel se sofocaba en su habitación. Necesitaba salir de la cama. Seguro que tomar un vaso de agua fresca la ayudaría, si no a descansar, aunque sea a respirar mejor.

Ni se molestó en ponerse su bata, el calor y bochorno eran terribles; haría por lo menos treinta de temperatura en el departamento. Dio una ojeada automática al termómetro de la cocina: dieciocho grados, debía haberse malogrado. Después de beber el agua decidió sentarse en el sofá; cualquier sitio será preferible a la cama, razonó. Mas el sofá estaba vacío, el salón estaba vacío. Todo se veía aún en penumbra, una opacidad hueca que la envolvía y otra vez respirar se convirtió en un esfuerzo, un acto consciente de tomar aire y botarlo, tomar y botar, tomar y...

"¿Qué diablos estoy haciendo?" murmuró. "Acá sentada, ahogándome como una tonta, fingiendo no saber cómo solucionar esta situación. Es posible que sea tan orgullosa, ¡tan terca! ¿Por qué me es tan difícil dar mi brazo a torcer y salir corriendo de acá como me gritan mis instintos? Qué rayos gano quedándome, diciéndome que qué importa, que todo anda bien, que si Esteban optó por irse es su problema. Es cierto que fue su elección, no la mía. Aunque tengo que reconocer, que fui yo la que le pidió escoger."

Pocas veces en su vida Isabel se había arrepentido de algo; las podía contar con tres dedos, como cuando se pregunta a un niño su edad y él en gesto tímido y lento los levanta todavía no seguro del significado de tres y, menos aún, aquel de años.

La primera ocasión fue al salir de una heladería, donde su madre le indicó:

"Empuja un poco la bola, me parece que está un tanto suelta, no vaya a ser que se caiga."

Ella la miró como diciéndole: mamá, ya tengo diez años, por favor no seas ridícula, ¡sé cómo comer! 

Un instante después, Isabel dio una lamida espectacular a la crema glacial de mango, su favorita. Además, era una de fruta de verdad, no con el sabor artificial de caramelo dulce, y estaba riquísim... El placer no le duró mucho, la bola en cuestión partió de su ubicación y golpeó el pavimento con un sonoro ¡splash! que salpicó no solo sus sandalias blancas (que dicho sea de paso, nunca fueron níveas de nuevo, más bien decoradas con puntitos de color salmón), sino también su orgullo de niña mayor de diez años.

Su mamá no se pudo aguantar un típico ¿No te dije? y, a pesar de que le hubiera gustado comprarle a su hija un segundo helado, resolvió darle una lección por la miradita de sabelotodo que le había lanzado. Que sufra las consecuencias, dictaminó en su mente y regresaron a casa.

Isabel, al recordar a su madre, no pudo contener una sonrisa. Si yo soy terca, de alguien lo saqué, pensó. Desde ese día en adelante, tomó la costumbre de empujar la deliciosa esfera  adentro del cono. Cuando un acompañante observador se daba cuenta de eso y le preguntaba por qué lo hacía, ella respondía:

"Ese es mi secreto," junto con un semblante y tonalidad de voz que emitían picarda y misterio. Más de un hombre cayó a sus pies ante dicho gesto.

Con Esteban fue diferente; por alguna razón, Isabel le contó la anécdota de la golosina de mango con su mamá. En parte lo hizo de forma inconsciente, quería alejarlo por miedo a que fuera ella quien cayera a sus pies. Y en parte porque se sentía tan bien en su compañía, que era una maravilla no tener que desempeñar el papel de misteriosa, sino ser una misma, tal cual. La recompensa fue que a él la historia le pareció divertida y seductora, ambos rieron y se mostraron abiertos, sin trucos ni poses. Esteban...

El segundo dedo de arrepentimiento no fue por negarse a hacer, todo lo contrario. Escuela secundaria, hormiguero de jóvenes adolescentes y entre ellos se encontraba Justin; un muchacho de las clases de pilotaje, su curso preferido. Era el chico más guapo que Isabel hubiera visto, aparte de Rikard Venix, el famoso actor, pero él no contaba claro está, ya que encima era un remodelado. Ella, desde luego, no pudo aguantar las ganas de confiar a su mejor amiga, Sonja, que se derretía por Justin. Al poco tiempo, la escuela entera se había enterado que andaba loquita por él. ¡Qué terrible humillación! Qué horror, ¿dónde poder esconderse? Cada vez que el chico pasaba cerca, murmullos y risas camufladas no se hacían esperar.

Aquella fue una experiencia que tampoco olvidó y a partir de entonces decidió con firmeza que cierta información personal, máxime en lo referido a sentimientos, se los iba a guardar. Otra cosa: siempre y sin falta debía estar preparada para cualquier eventualidad. Jamás hubiera esperado que Sonja revelara su intimidad, si se hubiera hallado lista, no hubiera pasado por aquello. Uno no se podía fiar de la gente, ni siquiera en las amistades más cercanas. Pero no fue así con Esteban, a él Isabel le contaba todo y nunca había mal pagado su confianza. Esteban...

Tercer dedo: en una asamblea de estudiantes de su universidad se discutía la posibilidad de introducirse en el laboratorio de biología genética y tomar fotografías, con el fin de protestar contra el abuso de animales cometidos en dicho establecimiento. Algunos argumentaban, que mejor aún sería abrir las jaulas y dejar salir a sus habitantes para que ellos mismos retomaran su libertad. Los había quienes no coincidían ni con uno ni con otro grupo, en cambio proponían enfocar sus esfuerzos en los profesores, investigadores, técnicos y administradores del lugar, a fin de mandarles mensajes con insultos, amenazas, etc. 

Durante la sesión completa, Isabel se preguntaba qué diantres hacía allí. Fue invitada por una amiga al ver el interés que tenía en ética genética y de investigación, no obstante, lo expuesto iba más allá de una discusión teórica, era un activismo que se acercaba veloz hacia un movimiento extremista. Terminada la reunión, ella salió tal como entró, sin pronunciar ni una sola palabra.

La semana siguiente estuvo bombardeada por la noticia del año: un grupo de estudiantes forzaron su ingreso en el laboratorio de biología genética, sin haber considerado ni por un instante en el complejo sistema de alarmas. La policía llegó a los pocos minutos, puesto que justo una patrulla se encontraba en el campus. A los jóvenes les asaltó el pánico, se barricaron allí mismo y a uno de ellos no se le ocurrió mejor idea, que arrojar por el ventanal una bomba molotov de fabricación casera. Otro grave error, el vidrio de la ventana era de protección especial debido a una norma creada diez años antes como respuesta a un ataque que sufrió la Universidad de Sykol. En consecuencia, la bomba rebotó y explotó dentro del recinto. Un fuego abrasador y rápido como un destello inflamó cada silla, mesa, aparato, jaula, animal y ser humano. Nada ni nadie sobrevivió.

Isabel nunca dejó de cuestionarse qué hubiera sucedido si en vez de ser una oyente pasiva durante la reunión, hubiera abierto la boca, hablado, dado su opinión, prestado sugerencias. Es muy probable que nada habría cambiado, mas nunca lo sabría con certeza

La tragedia de su Universidad influenció a muchos de los estudiantes de esa generación. Isabel no dejó de ser una mente analítica y observadora, pero jamás se guardó de exponer su parecer bajo cualquier circunstancia: se aseguraba de presentar de manera explícita su posición sí o sí. Cero uso de palabras que enredan y tergiversan el significado de lo dicho, sino aquellas que van al punto, aunque a veces se la hayan acusado que era como si tirase cuchillos.

"Isabel, tú no solo dices lo que piensas, tú lo lanzas," le solía comentar Esteban mientras se esforzaba por evitar que una amplia sonrisa se esbozara en sus labios. Esteban...

Esteban, allí sin cesar, revoloteando en su pensamiento. Si ella siempre hablaba claro con las personas ¿cómo era posible que ahora no se dijera qué era lo que le ocurría? Toda esta dramatización de sentirse agobiada, que la falta de oxígeno, que el calor, que no poder dormir; ella bien sabía que la causa era su ausencia. No, eso no era verdad, el motivo era su preocupación por él. No, tampoco, la razón era tratar de olvidar la terrible discusión que hubo entre ellos dos la última vez que estuvieron juntos.

Casi tres días habían transcurrido, sin embargo, aún Isabel podía recordar cada palabra, cada detalle de esa tarde. Maldita sea su memoria fotográfica, ¿de qué le servía revivir ese momento que solo le provocaba una gran tristeza, un sentimiento de hallarse perdida? No lograba apartarlo, continuaba entrometiéndose en su cabeza con insistencia: ella veía a Esteban cruzar la puerta de su departamento en silencio y sin decir adiós.

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