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Bree
Estaba empezando a oscurecer cuando llegué al centro de Pelion. Parecía un lugar tranquilo, casi de postal antigua. La mayoría de las tiendas eran familiares o de un solo propietario, y había grandes árboles alineados en las amplias aceras, donde la gente todavía paseaba aquel fresco atardecer de finales de verano. Me encantaba esa hora del día. Había algo mágico en ella, poseía un toque de esperanza, algo que decía «No sabía si sería posible, pero ya se ha ido otro día, ¿verdad?».
Vi el letrero de Haskell¶s y giré hacia el aparcamiento que había a la derecha. Aunque todavía no me urgía hacer la compra, sí precisaba otros artículos de primera necesidad. Esa era la única razón que me había hecho salir de casa, porque, a pesar de haber dormido cinco horas, estaba cansada de nuevo y con ganas de instalarme en la cama con un buen libro.
No tardé ni diez minutos en salir de Haskell¶s con mi compra y volver al coche. Ahora ya era noche cerrada; mientras estuve en el interior de la tienda se habían encendido las farolas, e iluminaban el aparcamiento. Cuando me bajé el bolso del hombro y cambié la bolsa de mano, el plástico se rasgó y se cayó todo al suelo de hormigón. Varios de los artículos rodaron lejos de mi alcance.
—¡Mierda! —maldije, agachándome para recogerlos. Abrí mi enorme bolso y metí el champú y el acondicionador que acababa de comprar. En ese momento vi que alguien se detenía a mi lado y me asusté. Alcé la vista justo cuando un hombre se agachaba, apoyando una rodilla en el suelo para recoger una caja de ibuprofeno que había quedado en su camino. Me quedé mirándolo. Era joven y tenía el pelo algo ondulado y de color castaño. Lo llevaba largo y descuidado, y su barba estaba más desaliñada todavía. Parecía guapo, pero era difícil asegurar cómo era su rostro bajo la larga barba y los mechones de pelo que le caían sobre la frente y las sienes. Llevaba unos vaqueros y una camiseta azul que se ceñía a su amplio pecho. Esta última había tenido algo escrito en la parte delantera en algún momento, pero ahora estaba tan descolorida y desgastada que no se podía leer.
Percibí todo eso durante los breves segundos que tardé en coger la caja de ibuprofeno de su mano extendida, y justo en ese instante nuestros ojos se encontraron y parecieron enredarse. Su mirada era profunda, y sus iris mostraban el mismo color que el whisky; unas largas pestañas oscuras enmarcaban sus ojos. «Unos ojos preciosos».
Mientras lo miraba, sentí como si algo vibrara entre nosotros, casi como si emanara de nuestros cuerpos e inundara el aire que nos rodeaba, casi como si pudiera rozar con los dedos algo tangible, algo suave y cálido. Fruncí el ceño confusa, pero incapaz de mirar hacia otro lado hasta que sus ojos se alejaron de los míos. ¿Quién era este hombre de aspecto tan extraño? ¿Por qué me había quedado congelada ante él? Sacudí la cabeza brevemente y me obligué a regresar a la realidad.
—Gracias —le dije, cogiendo la caja de su mano, que seguía extendida en el aire.No me dijo nada, ni volvió a mirarme.
«¡Mierda!», repetí en silencio una vez más, al concentrar mi atención en los artículos esparcidos por el suelo.
Abrí mucho los ojos al ver que la caja de tampones se había abierto y que había varios esparcidos por el suelo. «¡Tierra, trágame!». Él recogió algunos y me los dio. Rápidamente los metí en el bolso al tiempo que lo miraba; él también me observaba, pero no había ninguna reacción en su rostro. Una vez más, sus ojos parecían distantes. Sentí que se me enrojecían las mejillas, y traté de iniciar una pequeña charla insustancial mientras me tendía el resto de los tampones, se los arrebataba y los echaba al bolso, conteniendo una risita histérica.
—¡Malditas bolsas de plástico! —jadeé, hablando con rapidez, para a continuación respirar hondo antes de continuar, un poco más lento—. No solo son malas para el medio ambiente, además son poco fiables. —El hombre me entregó una chocolatina de coco y almendras de la marca Almond Joy y un tampón, que dejé caer en el bolso abierto gimiendo para mis adentros—. He tratado de ser más responsable adquiriendo algunas bolsas reutilizables. Incluso compré algunas con unos motivos divertidos, ya sabes, lunares, líneas de colores… —Sacudí la cabeza, metiendo en el bolso el último tampón—, pero siempre me las dejo en el coche o en casa. —El hombre me puso en las manos otras dos chocolatinas—. Gracias —añadí—. Creo que con esas están todas.
Señalé con la mano las cuatro barritas que quedaban en el suelo y alcé la mirada hacia él, con las mejillas calientes.
—Estaban de oferta —expliqué—. No pensaba comérmelas de una sola vez ni nada. —No me miró, pero, cuando las recogió, hubiera jurado que percibí una leve contracción en su labio superior. Parpadeé y había desaparecido. Cuando me tendió las chocolatinas, lo observé con los ojos entrecerrados—. Me gusta tener chocolate en casa, ya sabes, por si tengo un capricho de vez en cuando. Todas estas me durarán por lo menos un par de meses. —Estaba mintiendo. Si acaso, me durarían un par de días. Incluso me comería alguna en el coche.
El hombre se puso de pie, y yo lo imité, colgándome el bolso del hombro. —Bueno, gracias por la ayuda. Por rescatar… mis artículos personales, el chocolate, el coco y… las almendras. —Solté una risita un poco abochornada antes de hacer una mueca—. Ya sabes, lo que realmente me ayudaría sería que dijeras algo que impidiera que siguiera sintiéndome cortada… —Sonreí, pero me puse seria al instante cuando su expresión cambió y en sus ojos apareció una mirada neutra que sustituyó a otra más ardiente que juraría haber visto momentos antes. Se dio la vuelta y empezó a alejarse.
—¡Oye, espera! —lo llamé, andando tras él. Sin embargo, me detuve al instante y observé con el ceño fruncido cómo su figura se hacía más pequeña al comenzar a trotar con gracia hacia la calle. Una extraña sensación de pérdida se apoderó de mí cuando cruzó y desapareció de mi vista.
Me metí en el coche y permanecí allí sentada, inmóvil, durante un par de minutos, preguntándome por aquel extraño encuentro. Cuando por fin encendí el motor, me di cuenta de que había algo en el parabrisas. Estaba a punto de salpicarlo con agua, pero me detuve y me incliné hacia delante para estudiar qué era con más atención. Un montón de semillas de diente de león estaban esparcidas por el cristal. De pronto, se levantó una ligera brisa que las capturó y las puso en movimiento, haciéndolas bailar delicadamente sobre mi parabrisas antes de alzar el vuelo, alejándolas de mí, en dirección al hombre que acababa de marcharse.
A la mañana siguiente me levanté de la cama en cuanto me desperté. Caminé entre las sombras de mi habitación y miré hacia el lago. El sol de la mañana se reflejaba en él, arrancando un cálido color dorado. Un pájaro de gran tamaño volaba sobre las aguas y solo se distinguía un barco cerca de la otra orilla. Sí, sin duda podría acostumbrarme a eso.
Phoebe saltó de la cama y se sentó junto a mis pies. —¿Qué te parece, chica? —susurré. Ella bostezó.
Respiré hondo y traté de concentrarme.
—Esta mañana no —musité—. Esta mañana estás bien. —Me dirigí lentamente a la ducha con idea de relajarme, y la esperanza floreció en mi pecho a cada paso. Pero cuando giré el grifo, el mundo parpadeó a mi alrededor y el sonido del agua se convirtió en el de la lluvia, golpeando el techo.
Me veo asaltada por el temor y me quedo paralizada en el momento en el que un fuerte trueno me golpea los oídos y la sensación de metal helado impacta en mi pecho desnudo. Me estremezco cuando la pistola alcanza uno de mis pezones, duro como un guijarro por el frío mientras las lágrimas corren con rapidez por mis mejillas. Dentro de mi cabeza suena el agudo chirrido de un tren deteniéndose en las vías metálicas. «¡Oh, Dios! ¡Oh, Dios!». Contengo la respiración, esperando a que el arma dispare, con el terror helado fluyendo por mis venas. Trato de pensar en mi padre, tendido sobre su propia sangre una habitación más allá, pero el miedo es tan fuerte que no puedo concentrarme en nada. Empiezo a temblar de manera incontrolada mientras la lluvia continua cayendo contra…
El sonido de la puerta de un coche, cerrándose en el exterior, me trajo de vuelta al presente. Seguía de pie junto a la ducha, con el agua corriendo hasta formar un charco en el suelo por donde estaba abierta la cortina. Una náusea subió por mi garganta, y me volví justo a tiempo de vomitar en el inodoro. Me senté y permanecí allí, jadeando y temblando, durante varios minutos. Las lágrimas volvieron a surgir, pero intenté contenerlas. Apreté los ojos con fuerza y conté hasta cien. Cuando llegué al final, respiré hondo y me puse en pie para coger una toalla y secar el charco cada vez mayor frente a la ducha.
Me desnudé y me coloqué bajo el chorro caliente. Incliné la cabeza hacia atrás y cerré los ojos, intentando relajarme y regresar al presente, intentando mantener el temblor bajo control.
—Estás bien…, estás bien…, estás bien… —canturreé, tragando cualquier emoción, cualquier atisbo de culpa, entre ligeros estremecimientos. Quería estar bien. Y sabía que llegaría a estarlo, pero siempre me llevaba un tiempo ignorar la sensación de estar allí de nuevo, en aquel lugar, en ese momento de terror y dolor absolutos. Solían pasar varias horas antes de que la tristeza me abandonara, y no lo hacía del todo.
Todas las mañanas venía ese flashback, y cada noche me volvía a sentir fuerte. Cada amanecer tenía la esperanza de que ese nuevo día sería el que me sentiría libre, el que no soportaría el dolor de estar encadenada al sufrimiento de aquella noche que había marcado un punto de inflexión en mi vida.
Salí de la ducha y me sequé. En cuanto me miré en el espejo, pensé que tenía mejor aspecto que el resto de mañanas. A pesar de que aquel flashback había vuelto a invadir mi mente, había dormido bien, algo que no había ocurrido durante los seis últimos meses, y percibí una sensación de satisfacción que relacioné al momento con el lago que veía desde la ventana. ¿Había algo más pacífico que el sonido del agua golpeando con suavidad en la arena? Estaba segura de que algo de eso se había filtrado en mi alma o, por lo menos, me había ayudado a conseguir ese sueño relajado que tanto necesitaba.
Volví al dormitorio y me puse unos pantalones cortos color caqui y una blusa negra con manga francesa. Estaba pensando en dirigirme a la cafetería que Anne me había mencionado, y quería mostrarme presentable… Ojalá estuviera vacante todavía aquel empleo. Comenzaba a faltarme dinero, y necesitaba tener un sueldo lo antes posible.
Me sequé el cabello boca abajo, y lo dejé suelto sobre la espalda antes de maquillarme lo mínimo. Me puse las sandalias negras y me dirigí a la puerta. El aire caliente de la mañana me acarició la piel cuando salí y cerré.
Diez minutos más tarde, aparcaba el escarabajo delante de Norm’s. Parecía la típica cafetería de pueblo. Estudié el interior a través del enorme ventanal y vi que estaba bastante llena para ser un lunes a las ocho de la mañana. El cartel en el que ofrecían empleo seguía allí pegado, ¡bien!
Abrí la puerta y me saludó el olor a café y beicon, y los sonidos de las conversaciones y las risas procedentes de los reservados y las mesas.
Me adentré en el local y vi un hueco ante el mostrador, junto a dos jovencitas con pantalones vaqueros recortados y tops escasos que, evidentemente, no se habían parado allí de camino a la oficina.
Cuando me senté en un taburete, de vinilo rojo, la chica que estaba a mi lado me miró sonriente.
—Buenos días —dije, también sonriendo. —Buenos días —me respondió.
Cogí el menú, y la camarera, una mujer madura con el pelo corto y gris que estaba ante la ventana de comunicación con la cocina, me observó por encima del hombro.
—Enseguida estoy contigo, cariño. —Parecía agobiada mientras miraba la libreta donde anotaba los pedidos. El lugar no estaba lleno, pero se ocupaba sola de los clientes, y parecía tener problemas para atender a todo. A esas horas de la mañana, la gente siempre exigía rapidez para poder llegar a tiempo a sus trabajos. —No tengo prisa —aseguré.
Se acercó a mí unos minutos más tarde, después de servir un par de pedidos. —¿Café? —me preguntó con aire ausente.
—Por favor. Y, como te veo agobiada, voy a ponértelo fácil. El número tres tal cual viene.
—Dios te bendiga, cariño —se rio—. Debes de tener experiencia como camarera.
—Sí que la tengo. —Le di el menú, sonriente—. Y sé que no te pillo en buen momento, pero he visto el letrero pidiendo gente que tenéis pegado en el cristal.

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