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Harry, a los catorce años

Caminé por el bosque, pasando por encima de los lugares que conocía de memoria por haberme torcido el tobillo, rodeando las ramas que podían ser peligrosas si pasaba demasiado cerca. Conocía esos terrenos de memoria. No me había alejado de ellos durante siete años.
Irena trotaba a mi derecha, manteniendo el ritmo, pero explorando cosas con la nariz que un perro podía encontrar interesantes. Chasqueaba los dedos o la llamaba palmeándome la pierna para que se mantuviera cerca de mí. Sin embargo, era una perra vieja y solo respondía la mitad de las veces; no sabía bien si porque tenía problemas de audición o porque era terca.
Encontré la trampa que me había enseñado a instalar el tío Nate un par de días antes y me puse a trabajar en ella. Sabía que ayudarlo en este tipo de cosas hacía que se acallaran las voces que mi tío oía dentro de su cabeza, e incluso apreciaba que este tipo de proyectos me mantuviera ocupado. Lo único que no soportaba era escuchar a los pequeños animales que quedaban atrapados en medio de la noche. Así que recorría la propiedad desmontando lo que habíamos instalado unos días antes y buscando las trampas que el tío Nate había puesto por su cuenta.
Justo cuando estaba terminando, escuché voces, risas y chapoteos provenientes del lago. Dejé a un lado las piezas que cargaba en los brazos y me dirigí hacia los sonidos que emitían las personas que jugaban en la orilla.
La vi en cuanto llegué al límite de los árboles. Amber Dalton. Quise gemir, aunque, por supuesto, no salió ningún ruido de mi garganta. Llevaba un biquini negro y salía del lago, empapada. Sentí que me ponía duro dentro de los pantalones. Genial… Parecía que me ocurría todo el rato, pero, de alguna forma, que me pasara como respuesta a ver a Amber me hizo sentir raro y avergonzado.
A pesar de lo mortificante que resultaba aquello, había intentado preguntar al tío Nate al respecto el año anterior, cuando cumplí trece años, pero se limitó a darme algunas revistas en las que aparecían mujeres desnudas y se dirigió hacia el bosque para poner más trampas. Las revistas no me ofrecieron ninguna explicación, pero me gustaba mirarlas. De hecho, me pasé mucho tiempo buscando en ellas. Y luego metía la mano en los pantalones y me acariciaba hasta que suspiraba de placer. No sabía si eso estaba bien o mal, pero era demasiado agradable para dejar de hacerlo.Estaba tan concentrado en Amber, viéndola reírse y escurrir su pelo mojado que no lo vi llegar.
—¡Mira eso! —soltó una voz masculina—. ¡Hay un mirón espiándonos desde el bosque! ¿Por qué no dices nada, mirón? ¿No tienes nada que decir? —Y luego, bajando la voz para que solo lo escuchara yo, añadió—: Monstruo de mierda.
«Travis». Mi primo. La última vez que lo vi fue justo después de perder la voz. Todavía seguía postrado en la cama en casa del tío Nate cuando Travis y su madre, la tía Tori, vinieron a visitarme. Era consciente de que ella estaba allí para saber si iba a decir algo sobre lo que había visto aquel día. No lo haría. De todas formas, no importaba ya.
Travis había hecho trampas mientras jugábamos a las cartas, pero luego se quejó a su madre diciendo que las había hecho yo. Me sentía demasiado cansado y dolido —en todos los sentidos— para prestar atención. Me volví hacia la pared y fingí dormir hasta que se fueron.
Y ahora estaba allí, en la playa con Amber Dalton. Una ardiente vergüenza tiñó mis mejillas ante sus burlonas palabras. Todos los ojos se volvieron hacia mí mientras mi primo me exponía y me humillaba. Me llevé la mano hasta la cicatriz para tapármela. No supe por qué lo hice, pero no quería que vieran la fea prueba de mi culpabilidad.
Amber bajó la mirada al suelo; parecía también avergonzada. Sin embargo, luego alzó la vista hacia Travis.
—Venga, Trav, no seas malo. Él no cuenta. Ni siquiera puede hablar. —La última frase casi la susurró, como si fuera una especie de secreto. Algunos me miraron con lástima. De esos, unos apartaron la vista cuando clavé en ellos la mirada; otros tenían los ojos brillantes de emoción, pendientes de lo que a continuación ocurriría.
Me notaba el rostro rojo de la humillación mientras todos me seguían mirando. Me quedé paralizado. La sangre comenzó a palpitar en mis oídos y me sentí mareado.
Por último, Travis se acercó a Amber, le rodeó la cintura con las manos y la apretó contra su cuerpo para besarla con lengua. Ella parecía tensa e incómoda cuando él apretó la cara contra la suya, con los ojos abiertos fijos en mí, mirándome de forma penetrante.
Aquel fue el catalizador que hizo que mis pies se movieran. Me di la vuelta con rapidez pero me tropecé contra una pequeña piedra escondida en el suelo y caí cuan largo era. Las agujas de pino se me clavaron en las manos y una rama me arañó la cara en la caída. Un coro de risas explotó a mi espalda y me persiguió mientras me ponía en pie y comenzaba a correr hacia la seguridad de mi casa. Temblaba de vergüenza, de ira y de algo que resultaba muy doloroso. Aunque no estaba muy seguro de qué era lo que me dolía en ese momento.
Era un bicho raro. Estaba solo y aislado por una razón: era el culpable de la tragedia, del dolor que esta provocó. «No vales nada».
Seguía corriendo por el bosque cuando las lágrimas brotaron de mis ojos. Dejé escapar un grito silencioso y cogí una piedra, que arrojé a Irena; la fiel perrita que no se había apartado de mi lado cuando la gente comenzó a burlarse de mí.
Irena aulló y saltó a un lado cuando la roca golpeó su flanco trasero, pero de inmediato regresó a mi lado.
Por alguna razón, que aquella perra idiota regresara a mi lado después de que hubiera sido cruel con ella fue lo que hizo que las lágrimas comenzaran a fluir sin descanso por mis mejillas. Mi pecho subía y bajaba, absorbiendo la humedad que manaba de mis ojos.
Me dejé caer al suelo y atraje a Irena hacia mí, abrazándola al tiempo que acariciaba su pelaje mientras decía «Lo siento, lo siento, lo siento… » una y otra vez en mi cabeza, con la esperanza de que los perros poseyeran el poder de leer la mente. Era todo lo que podía ofrecerle. Enterré la cabeza en su pelo y esperé que me perdonara.
Después de unos minutos, mi respiración se tranquilizó y mis lágrimas se secaron. Irena continuó lamiéndome la cara al tiempo que emitía pequeños gemidos.
Escuché el crujido de unos pies sobre las agujas de pino y supe que se trataba del tío Nate. Seguí mirando al frente mientras se sentaba a mi lado, doblando las rodillas como yo.
Durante varios minutos permanecimos así, sin decir nada, mirando al frente mientras Irena jadeaba y soltaba suaves gemidos de vez en cuando. Eran los únicos sonidos que se oían.
Después de un rato, el tío Nate se acercó y me cogió una mano entre las suyas para apretarla. Su palma era áspera, seca, pero también cálida, y yo necesitaba el contacto.
—Ellos no saben quién eres, Harry. Ni se lo imaginan. Y no tienen derecho a saberlo. No dejes que te afecten.
Asimilé sus palabras y las desmenuce en mi mente. Imaginé que había sido testigo del intercambio. Aun así, aquellas frases no tenían sentido para mí —lo que decía el tío Nate rara vez lo tenía—, pero me consolaron. Siempre parecía estar sumergido en algún lugar profundo, un sitio en el que solamente él comprendía sus pensamientos. Asentí con la cabeza, sin volverme.
Seguimos allí un rato más, luego nos levantamos y entramos en casa para cenar y para curarme el arañazo de la mejilla.
Las risas y los chapoteos distantes se hicieron cada vez más débiles hasta que por fin se desvanecieron por completo.

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