Veintiséis.

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—Estoy llegando a casa, Max —contestó Adrián al teléfono puesto en manos libres mientras conducía el coche—. Seguramente están hablando sin parar y no oyen los teléfonos, no te preocupes —tranquilizó jovial a su estimado yerno, ante su inquieto estado hacia la falta de respuesta de su novia en el teléfono.

Sin embargo, en ese momento un detalle extraño acabó llamándo la atención de Adrián en la carretera y cambio de tema drásticamente.

—Que cosa más rara. No hay luz en toda la calle.

—¿Suele pasar no? —comentó Max.

—Sí. Pero solo en los temporales. Espera un segundo —terció Adrián con cierta alarma en la voz, hecho que crispó aún más a Max.

—¡¿Qué pasa?!

—Está el coche de Laila, pero las luces de casa están apagadas. Mi casa es la única que está a oscuras —comentó Adrián distraído mirando a su alrededor.

—No cuelgues Adrián. Por precaución —pidió Max. Adrián río.

—Sí, papá —bromeó.

Adrián cogió su móvil y apoyándolo en la oreja caminó hasta la puerta dejando su coche al lado del de Laila, fuera de la propiedad. El silencio que rodeaba la casa era absoluto. Llegó a la puerta y la encontró entreabierta. Sus nervios de inmediato fueron alertados, acelerando la respiración.

—¿Qué pasa Adrián? —increpó Max, impaciente por su largo silencio.

—Shhh —lo acalló el otro. Adrián encendió la pantalla del móvil y dio al altavoz—. Quédate callado —ordenó quedo. Luego bloqueó el móvil y lo deslizó en el bolsillo de su chaqueta.

Con Max en línea, muy callado y ambos con el corazón bombeando a mil, Adrián empujo la puerta. No halló más que oscuridad. Entrando poco a poco, llamó a las chicas.

—¿Evelin?... ¿Laila?... —En respuesta recibió murmullos ahogados, como si vinieran de otra estancia—. ¿Estáis bien, chicas? Dónde… —Una luz encandiló sus ojos de repente y calló. Adrián no sabía qué esperarse.

De inmediato la luz incandescente que lo cegaba cambió de dirección e iluminó algo delante de él. Unos sollozos lo obligaron a forzar a sus ojos a enfocarse allí delante. Antes de mirar ya sabía de quién se trataba, aquel timbre de voz lo reconocería hasta después de muerto.

Una imagen escabrosa se presentó ante él. La linterna apuntaba hacia su adorada hija, sentada debajo de la mesa del desayuno con las manos sujetas a su espalda, sus pies envueltos en una soga y su boca tapada con una mordaza tan prieta que Adrián casi podía sentir el dolor de su rostro.

Pero eso no era todo, a la cabeza de Evelin, apuntaba un arma con silenciador. Laila estaba detrás de ella, tumbada de lado, llorando, al igual que Evelin. Adrián levantó la mirada hacia quien sostenía el arma. Lo reconoció incluso en la penumbra que lo camuflaba puesto que lo veía en sus peores pesadillas. Las mismas pesadillas que insólitamente se estaban haciendo realidad en ese momento, ese hombre amenazando con matar a su niña.

—Hola, doctor Belmonte.

—Déjalas en paz —ordenó de lleno aparentando los dientes.

—Pronto. Esto será rápido, ya llevamos unas horas esperandote. ¿No chicas?

Evelin intentaba hablar. Su rostro estaba empapado de lágrimas y sudor. Adrián temía por su corazón.

—¡¿Qué quieres?!

El hombre calló, tan solo unos segundos, pero tan tensos que parecían extenderse con cada milésima.

—Una vida. Por otra vida —dijo finalmente.

Maestro en el Silencio [Disponible en físico]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora