III

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Mastermann trabajó durante seis horas-el doble que una persona normal- observando, midiendo, tomando notas. Su saco descansaba perfectamente acomodado en una silla. Se había arremangado de manera meticulosa y sacó una pequeña lupa que llevaba para observar los ojos o manchas de los enfermos. Pasos del lado izquierdo perfectamente enmarcados por el pasto, tomó una huella que dibujó, cortó y guardó. Pidió a Mabel que revisara a ver si faltaba algo. El informe de la mucama le decía que el robo no era el móvil del asesino, ya que todo estaba en su lugar. Al sacar el cuchillo, notó una exquisita terminación: «Fabricación casera y manos expertas —pensó—, debo averiguar dónde se compran».

Luigi tenía la tarea de concurrir a las mansiones de los pacientes a dar aviso de que el doctor no concurriría. En otras circunstancias, se habría detenido a admirar los jardines de la gente adinerada; sobre todo, porque él venía de la zona gris de la ciudad. Aquí las rejas trabajadas de hierro se lucían llenas de crisantemos. Las camelias desbordaban de capullos, y él amaba las camelias, pero mientras caminaba solo por las calles, su pensamiento no se apartaba de que «la muertita tal vez se había suicidado». El doctor dedujo que era un asesinato porque vio los pasos en la alfombra, pero todavía no se animaba a contarle que él había estado ahí.

«¿Y si me descubre? No soy un asesino, ni la conocía, pobre chica, pensar que crucé algunas palabras con ella, parecía simpática... ¿Y si no le digo que estuve en la habitación? Ese hombre parece muy inteligente, se va a dar cuenta, no va con mi forma de ser... esconder algo..., pero ¿si pierdo el trabajo?... El doctor no parece tan malo como cuentan, no estoy disconforme con prestarle mis servicios, peor va a ser si termino en la calle porque me descubren, ¡o peor aún!, mi mala suerte podría llevarme al calabozo. Ya me imagino en esas celdas atestadas de criminales, gritando que soy inocente cuando alrededor me muestren sus risas burlonas con esos dientes rotos...».

Tan ensimismado estaba que llegó a la casa como un autómata; se encaminaba a la habitación, cuando escuchó al médico decir:

—He finalizado, puede usted preparar el entierro, madame.

Luigi suspiró. Se aproximaba la hora de la verdad y temblaba como una hoja. Pidió permiso para ir al baño. Siempre le pasaba cuando estaba nervioso.

—Novara, acompáñeme, tenemos mucho trabajo por hacer. La orden era marcial. Por dentro, el doctor estudiaba la sudoración excesiva y el constante tartamudeo de su servidor.

Al salir de la casa, los pasos de Mastermann eran firmes, pero Luigi hacía grandes esfuerzos por seguirlo. Caminaban por el barrio más hermoso de la ciudad sin reparar en las estatuas, ni en los adornos de los jardines —tema de conversación en cualquier día tan soleado como aquel—, pero ambos estaban acuciados por sus propias elucubraciones.

—¿Usted qué opina, doctor? —la mirada de soslayo lo delataba.

—Creo que alguien ha matado a esa joven, y el asesino es un hombre que puede estar más cerca de lo que nosotros pensamos. Esta última parte la agregó para disfrutar aún más de la intranquilidad del italiano.

«A la pipeta», pensó Luigi. Pero ¿es suficiente motivo una amenaza?, si lo llevaba por el lado de esa pista, tal vez lo distrajera lo suficiente como para que se pensara que el hombre de la habitación era el cochero. Si a él se lo hicieran, seguramente iría tras la nueva información...

—¿Lo ha visto usted? ¿Habló con ese tal Horacio?

—Sí, y pese a que no descarto a ninguna persona en este momento, estoy seguro de que a esa habitación entró otra persona.

—¡Ay, ay, ay!, tengo que confesarle algo —le dijo mientras entraba a la casa. Mastermann sonrió para sus adentros. «Cayó», pensó—. Cuando usted me mandó a buscar agua, yo fui el que entró a la habitación de la señorita Clara, pero por favor, no sospeche de mí, yo no la conocía, apenas si crucé unas palabras con ella.

—¿Cómo dice?

—Sí, un saludo nomás, pero le juro que no me respondió porque ella ya estaba muerta —se apresuró a aclarar al ver la expresión de su amo.

Mastermann lo sabía, pero necesitaba probarlo. Riéndose para sus adentros, pero con el rostro muy serio, espetó:

—Si usted estuvo allí, también es sospechoso.

—¡Dio mio, dio mio!, en qué berenjenal me he metido. Le juro por lo que más quiera, mi mama, le juro por mi mama que soy inocente. La muertita no me respondió, se lo juro.

El médico no prestó atención a tanta súplica. Tomó su maletín como si no escuchara y advirtió:

—Debo salir a atender a unos pacientes. Volveré a las nueve de la noche Cuando llegue, quiero que me esté esperando con una taza de café negro no muy caliente, pero tampoco demasiado fría. Tengo mucho en qué pensar.

Mister Master en: SuicídameDonde viven las historias. Descúbrelo ahora