La oscura calle de Buenos Aires se vio inquieta en medio de la madrugada, cuando un hombre regordete, pelado y de bigotes salió insultando y revoleando un trapo como para ahuyentar a un animal. Entre sombras, se podía ver a un joven que corría huyendo de sus protestas.
—Ma dio porco, io no quiero verlo nunca más por aquí —el panadero, panzón, de bigote finito y cabello gris ralo, entró furioso a la cuadra y, frente al horno, se agarraba la cabeza casi llorando mientras contemplaba su producción arruinada. Corría el año 1923, y Luigi Novara quiso probar suerte con el oficio; sin embargo, pronto cayó en la cuenta de que ser panadero no era lo suyo. Los tendillos daban mucha humedad a la masa, y nunca había adquirido el cuidado que hay que tener para colocar el bollo leudado sobre la tablita que lo llevaría al horno.
La tarde anterior, de buen grado, se ofreció a cocinar creyéndose capaz. Había notado cansado al dueño, don Giuseppe, y este accedió, porque efectivamente lo necesitaba; pero aquel acto de relajación que se permitió por única vez en su vida acababa de costarle caro.
El pan estaba pasado de leudado, y Luigi, al maltratarlo con sus manos torpes, lo desinfló. Ya hecho una bola de arrugas se había tostado tanto con las brasas crepitando a un costado que al sacarlo parecía una roca volcánica más que una hogaza tierna y esponjosa.
«No lo hice queriendo», se decía sincero Luigi, que, con veinticuatro años, ya había probado varios oficios con el mismo final. Parecía que su destino estaba marcado por el fracaso y aún no comprendía por qué le pasaba, si él se consideraba un joven bien intencionado.
Caminando con las manos en los bolsillos por las calles con tenue iluminación, pateó una piedra y se repitió por enésima vez que la mala suerte lo perseguía sin darle tregua.
Faltaban algunos minutos todavía para que amaneciera y, sin un céntimo en los bolsillos, pensó que no podría comprar el diario para ver los anuncios de trabajo. Necesitaba algo urgente o no comería por el resto de la semana.
Pateó nuevamente la piedra, y esta fue dando saltitos hasta zambullirse en un charco.
«¡Maldita agua, ya no podré patearla más!¡Agua! ¡Claro, el puerto! —recordó de repente—, allí usan los diarios viejos, y si llego temprano, seguro encontraré los avisos».
Se pasó la mañana visitando posibles lugares donde trabajar. Los clasificados publicados en días anteriores solo le devengaron carteles que versaban «Vacante ocupada», gestos negativos de cabeza, o respuestas como «Ya conseguimos», «Ya tenemos», «Ha llegado usted tarde». Su rostro se fue amargando conforme pasaban las horas. «Y todo por leer diarios viejos», se decía desilusionado.
Solo le quedaba un lugar por visitar. Un lugar del que todos hablaban mal, y él hubiera preferido, de haber podido, pasarlo por alto también. Su decepción se hizo aguda cuando se vio acorralado, ya que el único anuncio que le quedaba era en casa del boticario Mastermann. Ese hombre tenía fama de ser el mismísimo ogro. No lo conocía, pero miles de historias contadas alrededor de su introvertida y seria personalidad le habían retratado una imagen algo temible. El rechinar de sus tripas le hizo recordar que ese día no había ni siquiera tomado una de las hogazas negras y arrugadas de la fallida producción de don Giuseppe.
Como si acabaran de desterrarlo, agachó la cabeza, y cerrando los ojos, rogando que no lo tomaran, llegó hasta la calle Estrada, llamó a la puerta y esperó ver al demonio en persona. Grande fue su sorpresa, cuando lo recibió un sofisticado hombre de unos cuarenta años.
Casi tartamudeando, dijo:
—Vengo por el aviso —y movió el diario enrollado que llevaba todo arrugado en la mano.
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Mister Master en: Suicídame
AventuraUn médico aburrido es empujado por las circunstancias, a descifrar los entramados de una asesinato en la Argentina de los años '20. Un relato con mucho humor, donde la muerte pasará casi desapercibida.