XI

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A la mañana siguiente, Mastermann dio un respingo cuando se encontró dentro de su casa a quien ya pensaba su antiguo ayudante.

—No sabe todo lo que tengo para contarle —le dijo muy excitado, como si nada hubiera pasado.

—Pensé que ya no regresaría –le respondió en tono neutro, aunque en su gesto había algo de desilusión.

—Es que anoche me perdí, y tuve que preguntarles a tres policías, un vagabundo y dos señores la forma de llegar hasta aquí, pero cerca de la medianoche llegué al fin.

—¿Y cómo entró?

—Le pedí a su criada que me abriera. Juana es una chica adorable.

El ceño de Mastermann parecía poco convencido.

—¿Qué averiguó? —el tono seco de la expresión, más que reprimenda denotaba cansancio.

—Que puede usted descartar a Roberto Cornejo, el profesor de lengua, si hace poemas, se los lee a los muchachos de la avenida Corrientes.

Mastermann tachó de su libreta el nombre de Cornejo. Seguía serio, pero Luigi esperaba, por todo su trabajo, una palabra aprobatoria. No ocurrió.

—¿Y usted qué hizo? –preguntó impertinente el ayudante.

Tuve que atender de urgencia a dos pacientes que me quitaron gran parte de la tarde. Con relación al caso, no hice demasiado.

«Veo que sin mí, vuelve a su aburrida rutina», pensó Luigi.

—Hoy tengo que pasar bien temprano por casa de doña Úrsula.

—Yo me encargaré de seguir al cochero.

Mastermann no dijo nada. Preparó sus cosas y se encaminó a la calle Arribeños.

Al llegar al palacete encontró a la dueña de casa observando fotografías de su hija.

—Era tan encantadora. Mire, doctor.

Mastermann se sintió algo incómodo. Odiaba los momentos íntimos, cuando las personas tendían a querer contar sus propias historias. Observó obligado la fotografía en donde una dulce niña de no más de tres años iba vestida con tantos volados blancos que apenas dejaban ver su carita, también tapada por un gorrito de la misma tela del vestido. Un caballito de lana estaba a su lado —seguramente lo traía el fotógrafo, porque lo había visto antes—. Tomó otra; en esta, Clara era más pequeña, tal vez año y medio. Un hombre la sostenía sobre su falda y en una de las rodillas descansaba una mano sosteniendo un caro sombrero negro. El señor de largo bigote de terminación rizada, muy de moda durante la década anterior, lucía un bonito traje, que dejaba ver un también caro chaleco.

—Este debió de ser alguien muy importante...

—Su padre — aclaró la mujer sonriendo.

Aguzando su vista, Mastermann notó algo extraño en la cabeza de don Gilberto Lozada Antúnez y Quin de Speratto.

Acercó la fotografía, estaba seguro de haber visto esa forma de cabeza en otra parte no hacía mucho.

—Disculpe mi intromisión, pero es muy importante, ¿desde qué edad su marido tenía esta forma en su cabeza?

—Si él estuviera vivo, no se me permitiría responder semejante pregunta, doctor, desde que él tenía uso de razón. Según su madre, desde los dos años. Era un tema del que no se hablaba, entenderá que no sé mucho al respecto.

Mister Master en: SuicídameDonde viven las historias. Descúbrelo ahora