IV

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Esa noche, al volver a la casa, Mastermann se quitó la bufanda gris que envolvía en forma de pañuelo y la puso sobre el perchero junto a su sombrero y su saco, con tanta ceremonia que Luigi lo observaba con los ojos semicerrados aguardando para ver qué se traía entre manos aquel médico.

Si tuviera que describirlo, su única palabra tal vez sería «quisquilloso». Los había visto mucho entre los militares europeos, personas hoscas, que no dejaban nada librado al azar y que vivían tan aburridos cumpliendo un esquema. Según Luigi, la gran diferencia entre su amo y él era la nacionalidad. Los ingleses siempre se caracterizaron por esa frialdad que los italianos desconocían. Para él, las fiestas de familia, el vino regando esos gratos momentos y los fideos de la nona los domingos eran un pasaporte a la felicidad que su amo, tal vez, jamás entendería, simplemente por ser inglés.

El café aguardaba en la sala de lectura. El escritorio de caoba de Mastermann tenía cajones por delante y por detrás de estilo bureau Mazarin, y eso decía mucho sobre los sofisticados gustos de aquel médico cirujano y químico. Descansaba sobre él un hermoso candelabro de bronce que portaba cinco velas por fuera y tres al medio, con un pie en el que un águila atrapaba a una víbora. El detalle era tan exquisito que parecía verse el triunfo por sobre la maledicencia.

Masterman, sentado, estudiaba las pruebas. Sería una larga noche. Repasaría detalle por detalle la declaración del cochero.

31 de mayo de 1923, 11.00 a. m.

—¿A qué hora vio a la señorita Clara ayer por última vez?

—A las cinco, cuando la traje en el coche del colegio.

—Es muy importante que sea sincero, porque está en grandes aprietos, le doy una segunda oportunidad.

—Está bien, está bien, ya veo por dónde viene la cuestión... A las siete de la tarde había acabado ya mi trabajo y, al contrario de lo que ella dice, ya me encontraba fuera, y María también. No somos sus esclavos, y tenemos una vida fuera de nuestro trabajo. Ella no es nuestra dueña, y aunque le debemos fidelidad, porque doña Úrsula así nos hizo prometer el primer día que vinimos a trabajar aquí, no puede negarnos que nos amemos.

—¿Dónde los encontró?

—En el jardín de invierno.

—¿Qué hacía ahí a esa hora una muchacha que se supone debía estar dentro de su casa?

—¿Cómo voy a saberlo? Habrá escuchado algún ruido, y no es temerosa, pero sí muy curiosa.

—Si ella quiere echarlo ahora, ¿usted me repetiría lo que me acaba de decir?

—Le diría a doña Úrsula que sigo siendo tan eficiente y fiel como siempre. No puede echarme.

—¿No intentaría usted atentar contra la señorita?

—De ninguna manera.

—¿Y por qué ayer esbozó la frase «sobre mi cadáver»?

—Porque se creen que por ser aristócratas y con dinero tienen derecho a todo. María guarda los secretos de ella, ¿por qué ella no puede guardar los nuestros?, ¿o acaso no somos todos iguales ante los ojos de Dios?

—¿Secretos?

—Hable con María. Yo no sé nada, y si no, que sea la misma Clara la que lo cuente, ya que parece que no sabe guardar nada.

—Se lo preguntaré. No se preocupe. Muchas gracias.

31 de mayo, 11.30 a. m.

Mister Master en: SuicídameDonde viven las historias. Descúbrelo ahora