VIII

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El jardín del palacete era relativamente pequeño, y las flores se amontonaban caprichosas por colores y tipos, formando hermosas guirnaldas vivientes. No había laberintos, ni grandes estatuas que escondieran a un delincuente, y el sol estaba tan radiante que ayudaba a divisarlo todo en un instante. Luigi se deslizaba como un animal al acecho. Andaba de pared a pared, sigilosamente. Se escondía, espiaba, volvía a esconderse, como si alguien lo hubiese descubierto.

Por las dudas, estaba preparando su mejor patada, cuando se tocó el bolsillo del oscuro pantalón de lino que el doctor había escogido para él. Su infaltable navaja estaba ahí, la abrió y la apretó, como dándose confianza por tenerla. Era su navaja de la suerte. Amaba ese objeto desde que su abuelo se lo cedió con tanto cariño. Cada vez que había estado en apuros, la navaja lo había protegido, como en la trinchera de las riveras de Some, cuando un enemigo invadió su lugar, y él lo despanzurró. Se había sentido importante, orgulloso para su abuelo, pero los acontecimientos se precipitaron unos días después. La culpa de cargar con una muerte y la ferviente convicción de que si querían lucha, que pelearan los grandes políticos y dejaran de mandar gente inocente que nada tenía ver a convertirse en asesinos, lo hicieron tomar una decisión: desertar. «Soldado que huye sirve para otra pelea», se dijo Luigi; sin embargo, era consciente de que si su padre se enteraba diría: «Soldado que huye es un cobarde». Era verdad, él no era un héroe ni quería serlo, no estaba dispuesto a derramar sangre de personas inocentes. Por eso, se embarcó hacia la Argentina sin que nadie se enterase. Desde entonces, no quería destacarse, prefería perderse en las multitudes y no trascender jamás. Pero ahora, que un asesino se había cobrado la vida de una señorita, esa ansia por hacer justicia despertaba en él una emoción inexplicable. Podría reivindicar el mal hecho a aquel pobre infeliz obligado a atacarlo ese fatídico día. Esa mañana volvía a sentirse tan importante que hasta prestaba atención.

Buscó en cada rincón, debajo de los arbustos prolijamente cortados, caminó por la grava recién acomodada, se fijó en el jardín de invierno, hasta que dio en el garaje con el cochero.

—¡Ajá! Así lo quería agarrar.

El hombre de uniforme color negro por el luto lucía tan impecable como siempre. Su gorra carecía de pelusa alguna, y sus zapatos brillaban como dos espejos al sol.

—¿Quién es usted? No puede estar aquí, reaccionó Horacio, como un animal cuidando su propio territorio.

—Mire, señor, yo estoy haciendo una requisa del lugar porque he constatado que autores ignorados, aprovechando el dolor de la dueña de casa han ingresado —Luigi estaba orgulloso de sí mismo, no sabía de dónde había sacado tantas palabras difíciles.

—No puede eso ser posible, no he visto pasar a nadie por aquí.

—Eso es porque no hace bien su trabajo. Por lo tanto, es usted sospechoso, dese vuelta que tengo que revisarlo.

—Pero ¿cómo se atreve...?

—¡Ah!, ¿se hace el malo? ¿Quiere que lo revisen en la comisaría? Porque yo solo con tocar el silbato puedo hacer que aparezcan tres agentes de inmediato. Le aseguro que sus cachiporras lo van a amansar.

El chofer cedió. Estaba seguro de no esconder nada, pero en la mente de Luigi las historias se le cruzaban. ¿Qué pasaba entre el cochero y la señorita Clara? ¿Y si acaso María los encontró juntos y por eso la mató? Podía ser un triángulo amoroso, miles de veces había ocurrido ya... Al fin de cuentas, Mastermann no era tan bueno, porque no tenía en cuenta esta posibilidad, que en los arrabales en que él se movía era muy común.

Mister Master en: SuicídameDonde viven las historias. Descúbrelo ahora