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1 de junio 10 a. m.

En el velorio estaba todo el mundo: compañeros de colegio, directivos, parientes, políticos, y vecinos. El palacio Arteaga lucía grandes telas negras que tapaban las paredes, ventanales cerrados ya con las trabas que indicarían que se quedarían así durante dos años. El gran salón tenía en medio el mejor cofre que la señora pudo comprar. La palidez del cadáver se disimuló con poca iluminación.

Clara Arteaga había tenido muerte súbita, según lo dictaminó el doctor.

Mastermann volvió al palacio. El entierro sería a las cuatro de la tarde del día siguiente, y pensaba quedarse en el velatorio desde el inicio hasta el fin. Estaba seguro de que el asesino iría en algún momento.

—¿Recuerda que le dije que sería mis oídos y mis ojos en la espalda? —le preguntó a Luigi sin alzar la voz.

—Sí —respondió un cabizbajo Novara.

—Bien, si no quiere que sospeche de usted, preste mucha atención. El asesino va a aparecer entre nosotros, y tenemos que estar muy atentos.

—Muy atentos —respondió como autómata.

Mastermann se rió para sus adentros. Ya estaba aprendiendo a controlar a su servidor.

Pero en el velorio, Luigi Novara era como una mosca en la leche. Saltaba a simple vista que no pertenecía a aquel círculo de rancia aristocracia. Él no parecía hacerse mucho problema por las miradas despectivas que acechaban a sus viejos zapatos, o a su corte de cabello pasado de moda. Cumpliría con la misión asignada a fin de salvar su pellejo.

Murmullos, elucubraciones y comentarios en torno a la difunta, todo intentaba retenerlo en su mente.

Un hombre alto y bien parecido se acercó al doctor; extendiendo su mano, se presentó.

—Carlos Romag, soy el profesor de historia de Clarita. Usted es su doctor, ¿verdad? —Mastermann asintió—. Dígame, doctor, ¿cómo es posible la muerte súbita en una joven que lucía tan saludable?

Los ojos del médico se clavaron en los del profesor, ¿qué sabía aquel hombre? ¿Por qué ese tono en la pregunta?

—Caprichos del destino... —respondió evasivo el doctor. Ese hombre había despertado sospechas, y prestando mucha atención a los gestos tras esa respuesta, aprovechó el momento—. Pero ¿sabe?, puede serme útil, profesor, ¿no la notó usted en su clase algo más cansada, con sueño?

Romag se puso tenso, no sabía qué responder.

—No miro con detenimiento a mis alumnas.

—Ya lo comprendo —Masterman sonrió con sorna y, queriendo mostrarse cómplice, arremetió—, pero la joven Clara seguro no pasaba inadvertida...

—Bueno... —había rubor en sus mejillas.

—Por su inteligencia, digo —aclaró el doctor. Amaba su costado malvado que incomodaba a las personas.

—¡Ah, claro! Sí, sí, sí, por supuesto... este, no, no la noté mal.

—Comprendo.

—¿Es casado, profesor?

—¿Por qué lo pregunta? ¡Por supuesto que lo soy! Si me disculpa, debo ir al toilette.

Mister Master en: SuicídameDonde viven las historias. Descúbrelo ahora