II

80 5 0
                                        



—Al fin regresa —murmuro entre dientes el doctor. No se animaba a preguntarle dónde había estado por temor a la respuesta. Lo ignoraría.

—Bien, madame, como le dije, hablaré con Clara para... —Luigi carraspeó tanto que la señora lo miró con asco y el médico también. El doctor enarcó las cejas, como queriendo volver a la idea que estaba expresando—. Y no sea tan dura con ella, es un amor de persona —el ayudante volvió a carraspear y logró hacer enojar a su amo, que lo increpó—. ¿Pero qué le ocurre?

—Na... na... nada.

Mastermann advirtió una gota de sudor en el italiano, y su agudo sentido de la observación le dijo que algo andaba mal.

—Discúlpelo usted, madame, es nuevo y aún no sabe comportarse. ¿A qué hora me dijo que suele levantarse la señorita Clara?

Ahogado con sus propios pensamientos, Luigi tosió, la mujer volvió a mirarlo de manera desagradable.

—Tal vez ya es hora, doctor.

Luigi se rascó la cabeza recordando que el médico le tenía prohibido hablar; además, si le decía que la había encontrado, se daría cuenta de que no había seguido sus instrucciones correctamente.

—Bien, se me hace tarde... —quería seguir una conversación hilvanada, pero los extraños movimientos de su ayudante lo distraían; intentando quitárselo de la mente, siguió—, tengo que atender a otros pacientes —dijo guardando todo en su maletín.

La señora tomó una campanita que hizo sonar, y se escucharon los pasos de la criada.

—Mabel, andá hasta la habitación de Clara y decile que venga, por favor.

Aprovechando la interrupción, el doctor le preguntó entre dientes qué le pasaba, pero Luigi solo enarcó las cejas y apretó los labios. Un segundo más tarde cerró los ojos como esperando que algo le cayera encima, en ese mismo momento se escuchó el alarido de Mabel y un golpe seco.

Mastermann corrió hasta la habitación desde donde provino semejante grito y, al llegar, su estrecho traje gris se forzó cuando abrió los brazos como deteniendo a todo el mundo. Sobraban las palabras. Los demás lo siguieron y se quedaron detrás. Madame Arteaga y Quin de Speratto pensó que era solo el desmayo de su doméstica, y se abalanzó a la habitación, pero el médico la detuvo. Al ver a su hija dio un alarido, para luego, quedar petrificada, como si ella también hubiera muerto en ese momento.

—Debemos llamar a la policía —sugería Luigi unos minutos después, cuando todavía seguía abanicando a Mabel que no volvía en sí.

Madame Arteaga, con una frialdad que asustó a los demás, lo impidió. Con una ahogada palabra y la mirada perdida, solo dijo de manera desesperada:

—¡No! —actuaba en estado de shock y ahora parecía haber reaccionado de nuevo, porque tomó por ambos brazos al médico y lo miró fijamente—. ¿Qué le ha pasado a mi hija, doctor? —gritó desesperada. El médico no le devolvía certezas, más bien sus oscuras pupilas lo delataban lleno de dudas—. ¡Oh, Dios mío! Me da un soponcio...

—Necesito las sales —urgió Mastermann, pero nadie había para que se las alcanzara. Sacó de su bolsillo una bolsita con alcanfor y la colocó cerca de la nariz de la señora, y tras unos instantes, la mujer se recuperó para volver a sus terribles disquisiciones. Con el gesto desdibujado, masculló:

—¿La han matado? —sus ojos buscaban respuestas. El galeno se mantenía en silencio—. O peor aún —dijo llevándose la mano a la boca—, no me diga que... ¿se ha suicidado?

Mister Master en: SuicídameDonde viven las historias. Descúbrelo ahora