Derek.

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No podía apartar los ojos de ella. Quería detenerme, pero me descubrí acercándome lentamente. Era la más hermosa de contemplar, no porque me atrajera su apariencia por encima de las demás. No. Era preciosa porque justo en ese momento, en el que tenía todo el derecho a estar aterrorizada, se las arregló para mostrar compasión hacia otra persona que lo necesitaba. En cuanto tomó la mano de la chica que tenía a su lado, las demás palidecieron en comparación. Me mostró la humanidad a la que ansiaba retornar. Pero yo era el depredador. Ella era mi presa. Y, aunque la admiraba por ese sencillo gesto, batallaba en mi interior para impedirme saborear la dulce delicia que era ella para los de mi especie. Maldije para mis adentros. Vivienne conocía mi lucha por mantener el control de mi apetito. Los ojos color esmeralda de la joven se posaron audazmente en mí. Unos bucles castaño rojizo le caían en cascada por los hombros y enmarcaban su rostro delicado. Había una inocencia en el ligero rubor de sus mejillas pecosas que me hizo sentir una punzada de dolor. Sus ojos resueltos, fijos en mí, me provocaron el deseo de huir de ella. Sabía que me estaba estudiando, y habría dado cualquier cosa por descubrir qué le pasaba por la cabeza mientras me observaba. Un dolor familiar llenaba mi pecho con cada paso que me acercaba a ella. Era todo lo que yo ya no era. Representaba todo lo que perdí cuando mi padre me convirtió en este monstruo. Me acerqué a medio metro de ella e inmediatamente me arrepentí. La visión y la fragancia de una minúscula gota de sangre en su labio inferior se transformaron en mi perdición. Con la velocidad de la luz y una fuerza que había olvidado que poseía, estrellé su espalda contra una columna de mármol. La culpa me inundó por causarle dolor, pero había claudicado a mi naturaleza, desesperado por saborear su sangre. Tragué saliva con fuerza mientras mis ojos se fijaban en el corte de su labio. En cuanto la probara no podría controlarme. No habría marcha atrás. —Derek, no... Mi respiración irregular y el latido errático de mi corazón ahogaron las protestas de mi hermana. En lo que a mí me concernía, no había nadie más con nosotros. Éramos solo yo y esta inocente criatura, la inocente criatura que estaba a punto de destruir. Pasé un brazo alrededor de su fina cintura y la levanté contra el pilar, aguantando su peso con mis caderas. Ella intentó empujarme para liberarse de mis manos, pero no tardó mucho en darse cuenta de que no había escapatoria. Yo era demasiado fuerte y estaba a mi merced. Ella lo sabía. Yo lo sabía. Y me odié a mí mismo porque, en ese momento, no había una sola gota de piedad corriendo por mis venas privadas de sangre. No había nada en mí, excepto una necesidad primitiva que exigía satisfacción: el hambre.

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Sombra de vampiroDonde viven las historias. Descúbrelo ahora