Sofía.

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«Ahora no. Por favor, ahora no.» Miré el reloj. Faltaban unos minutos para que empezara el partido de fútbol. Los gritos de ánimo estallaron en las gradas. Era el partido que Ben y su equipo llevaban meses esperando. No podía convertirme en una distracción. Traté de controlar mi respiración, aunque el corazón se me aceleraba. La sangre se me agolpó en las mejillas. Creía que iba a ser capaz de aguantar ante la multitud. Ya había estado en varios partidos ese año y lo había superado. Pero ahora que estaba sentada allí, lo único que quería era correr. El ruido a mi alrededor era ensordecedor: los gritos de ánimo, la música, el estrépito de pisadas. Todo ello resonaba instantáneamente dentro de mi cabeza. El olor dulce y enfermizo del maíz de caramelo de Abigail Hudson me llenaba la nariz, mezclado con el olor ácido de sus patatas con sabor a vinagre. La sensación de sus hombros frotándose contra los míos me hacía sentir claustrofobia. Y, como estábamos sentados en la primera fila, las luces brillaban el doble. Las palmas de las manos me sudaban cuando las juntaba. —¿ Estás bien, Sofía? Amelia, la madre de Ben, me miró con preocupación. Sabía que las multitudes me producían ansiedad. Forcé una sonrisa y asentí con la cabeza. —Estoy bien. Miré hacia el campo y, cuando mis ojos encontraron a Ben, me obligué a mirarlo fijamente. Intenté bloquear los estímulos que me sobrepasaban y centrarme en él. Mi guapo mejor amigo. Con su físico alto y musculoso, su poderosa mandíbula, sus ojos azul claro... Normalmente, eso era todo lo que se me ocurría como excusa para mirarlo a hurtadillas en casa y en el instituto, pero en aquel momento descubrí que apenas lo veía, y una duda molesta se abría paso en mi mente. Una duda que creía haber superado ya. «Nadie más en el estadio tiene problemas. No es normal sentirse así. Quizá me estoy volviendo loca, como mi madre.» —¿ Seguro que estás bien, Sofía? ―Esta vez era Lyle, el padre de Ben, mirándome desde su asiento situado a unos pocos pasos. Me mordí el labio y asentí bruscamente con un movimiento de cabeza, deseando que lo dejara pasar. Todavía no entendían que preguntarme si estaba bien nunca ayudaba a solucionar la situación. En absoluto. Cuando el pitido del silbato rompió la vorágine de sensaciones en las que ya me estaba ahogando, mi resolución de no derrumbarme se desintegró. Todo lo que podía hacer para dejar de temblar era esconder la cabeza entre las rodillas. Pensaba en mi madre, que me había causado los ataques de pánico y los demás aspectos de mi estado mental con los que había aprendido a convivir. Pensaba en esos ojos verdes y en la última vez que recordaba haberla visto. Creía que estaba predestinada a acabar como ella. Lo inevitable de la idea hizo que me precipitara en una espiral descendente. Todo pensamiento racional desapareció y la duda espeluznante se reproducía una y otra vez en mi cabeza. Sentí que unas manos me tocaban los hombros. —Sofía. ―Era la voz de Amelia. Aún más estímulos que soportar: su voz y el tacto de sus manos. Intentó sentarme derecha en el asiento pero me negué. Me deslicé y me arrodillé en el suelo. Sentía la humillación de toda la situación y deseaba desaparecer. —Sofía. —Esta vez me llamaba una voz diferente. Una voz profunda y masculina. La voz de Benjamin Hudson. Solo su voz destacando entre la ofensiva de ruidos podría haber captado mi atención en el estado en que me encontraba. Levanté los ojos y lo vi corriendo hacia mí, con el balón bajo un brazo y la preocupación pintada en la cara. La culpa me atravesó. —No, Ben —dije en voz baja—. Vuelve al partido. Recorrió la distancia que quedaba entre nosotros y, sujetándome por los hombros, me obligó a mirarle de cerca a la cara. A pesar de mi ansiedad, cuando me tocó no pude evitar sentir un cosquilleo bajándome por la columna. Por encima de su hombro vi que todos los jugadores se habían detenido y miraban fijamente a Ben con frustración y sorpresa en el rostro, al descubrir que su capitán simplemente abandonaba el campo con el balón. Los abucheos y las voces de protesta arreciaron en las gradas. A pesar de la culpa, mi cuerpo todavía se estremecía y sentía que un velo de pánico se cernía sobre mí. Me tomó la barbilla y me obligó a mirarlo de nuevo. —Siéntate. ―Su voz sonó firme mientras se arrodillaba y colocaba el balón entre sus rodillas. Sentí como si no pudiera ni controlar mis extremidades. —No puedo —susurré. Frunció el ceño, y una mirada de profunda desaprobación ensombreció sus bellas facciones. Su cara estaba ahora a unos centímetros de la mía, y sus ojos azules me miraban con dureza. —Reconozco una excusa cuando la oigo. No te atrevas a engañarte convenciéndote a ti misma de que eres la víctima, Sofía Claremont. Casi en cuanto Ben pronunció estas palabras (palabras que me había dicho muchas veces antes), una oleada de alivio me invadió. Sus fuertes manos me agarraron por los codos mientras me levantaba y me devolvía a mi asiento. —Vas a estar bien —declaró con voz todavía firme. Asentí con la cabeza y dejé escapar un profundo suspiro, notando cómo mis hombros empezaban a relajarse y sentía los músculos menos tensos y el pecho más ligero. Los abucheos rebotaban por todo el estadio y a cada segundo eran más fuertes. Los compañeros de equipo de Ben estaban llamándolo a gritos y habían empezado a correr hacia él. —Ahora vete —dije, empujándolo lejos de mí. Una sonrisa le iluminó la cara mientras me apretaba la mano y depositaba un beso en mi frente. Un beso que liberó una docena de mariposas en mi estómago. Me lanzó una última mirada antes de girarse y volver al campo. Recorrió con la vista las gradas que lo abucheaban, caminó hacia el centro y levantó la mano derecha, lanzando el puño al aire como una estrella de rock. —¡ Los amigos antes que el fútbol! —rugió. Los abucheos se convirtieron en silbidos de aprobación. Sentí cómo el calor me subía por las mejillas mientras cientos de ojos se fijaban en mí. Solté una risita. «Ben. Siempre sabe cómo ganarse a una multitud. O a cualquiera, en realidad...» —¿ Estás bien ahora, Sofía? ―Me giré para ver a Abigail, de cinco años, de pie a mi lado, con sus enormes ojos azules de bebé abiertos con preocupación. Sonreí y la besé en la mejilla. —Estoy bien, Abby —susurré, sin querer atraer más atención sobre mí de la que ya había. —¿ Quieres un poco de mis palomitas? ―Su coleta rubia se movió hacia un lado cuando extendió una mano pegajosa que contenía una sola palomita de maíz. —No, gracias. Vuelve a sentarte con tu mamá. Lyle y Amelia ya habían regresado a sus asientos y ambos miraban el partido como si nada hubiera sucedido. Cuando Abby se sentó junto a su madre, me recliné en mi asiento, respirando despacio. Al oír el silbato por segunda vez, fijé los ojos en el campo y vi cómo se reanudaba el juego. Seguí a Ben por todo el campo; gracias su físico musculoso sobrepasó con facilidad a dos jugadores que lo perseguían. También tenía a su favor ser uno de los jugadores más altos. El fútbol nunca fue mi deporte favorito. Lo veía por Ben, ya que formaba parte del equipo de nuestro instituto. Después de unos cinco minutos de intentar concentrarme y seguir lo que estaba ocurriendo, me distraje con mis propios pensamientos. Lo que acababa de ocurrir se reproducía en mi mente. Los problemas me habían atormentado durante la escuela elemental y el instituto. La insoportable sensibilización hacia los estímulos externos y los ataques de ansiedad. Había visitado a innumerables médicos y psiquiatras. Aunque no se ponían de acuerdo a la hora de decidir cuál era realmente el primer problema (cada uno tenía una teoría diferente, que variaban desde el Asperger hasta un trastorno obsesivo-compulsivo), todos ellos habían concluido que ambos problemas estaban relacionados. Fue Ben, con la sabiduría de sus doce años, quien descubrió lo que ellos no pudieron. Sonreí al recordar aquel día. Había sido en un partido, muy parecido a este. La única diferencia era que Ben estaba en las gradas con nosotros. La multitud había desencadenado mi proceso de pensamiento negativo, igual que en ese momento. Cuando me hundí en un ataque, Amelia y Lyle dijeron que tendríamos que marcharnos para llevarme al hospital. Profundamente decepcionado por irse antes de que el partido de su equipo favorito comenzara, Ben me había sujetado por los hombros, lleno de frustración, y me había sacudido. Y había pronunciado las mismas palabras que hoy: —Reconozco una excusa cuando la oigo. No te atrevas a engañarte convenciéndote a ti misma de que eres la víctima, Sofía Claremont. No estaba segura de dónde las había sacado, quizá de una película o un libro. Pero habían hecho mella en mí. «No estaba haciéndome la víctima» —había pensado. Mis preocupaciones eran auténticas. Después de todo lo que había ocurrido con mi madre, tenía derecho a sentirme así. Pero la verdad era que sus palabras funcionaron. Traspasaron mi ser y me sacaron del ataque. Ben acababa de descubrir la clave para solucionar mis problemas de ansiedad. Él, con sus doce años repletos de frustración, no podía imaginar cuánto influirían esas palabras en mi vida. En cuanto a mis problemas sensoriales, hasta el día de hoy no hemos descubierto a qué se deben. Amelia y Lyle habían renunciado a llevarme a más médicos y psiquiatras, ya que todos se contradecían entre sí. Pero la verdad era que yo podía controlar el problema, fuera cual fuera su origen. Era difícil, a veces abrumador, pero podía luchar y ganar. Solo cuando me dejaba engullir por la autocompasión pensando en mi madre me perdía totalmente. Me sentí decepcionada por haberme permitido sucumbir a la ansiedad una vez más. En un momento de pánico, había olvidado cómo superaba siempre el problema. Había intentado enseñarme a mí misma a prevenir estos ataques yo sola, porque no podía contar con que Ben estuviera siempre cerca. Y me asustaba lo dependiente que ya era de él. Ben Hudson. Mi mejor amigo. Me gustaba creerme independiente pero, para ser honesta conmigo misma, a veces no podía imaginar mi vida sin Ben en ella. Un golpecito en el hombro me sacó de mis pensamientos. Una chica de piernas largas con pelo rizado y negro se inclinó sobre mí. —¿ Así que eres la novia de Ben? El pensamiento me ruborizó. —No —dije, negando con la cabeza—. En realidad solo somos amigos. —Bien. ―Me lanzó una sonrisa rígida y volvió a su asiento en la fila siguiente a la nuestra. Sus ojos se concentraron de nuevo en el campo, probablemente fijos en Ben, como si yo no existiera. Volví a mirar a Ben en el campo. Los gritos y chillidos habían estallado en oleadas por nuestro lado de las gradas. Su equipo acababa de marcar. Dos chicos alzaron a Ben mientras él levantaba los brazos al aire. Sus ojos estaban fijos en mí y volví a sentir escalofríos. Sonreí, sintiéndome culpable por haberme perdido el gol. Me giré para mirar a la chica sentada detrás de mí, que se comía a Ben con los ojos mientras saltaba arriba y abajo y gritaba su nombre. La emoción y el temor se abrieron paso en mi interior mientras imaginaba cuál podía haber sido mi respuesta a su pregunta si me lo hubiera preguntado unos días después. Los Hudson y yo nos íbamos al día siguiente de vacaciones a Cancún durante dos semanas. Ya había planeado que el primer día, nada más llegar, daría un paseo por la playa con él. Y le diría por fin lo que había estado guardando para mí todo este tiempo... si era capaz de conservar la valentía para hacerlo.

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Sombra de vampiroDonde viven las historias. Descúbrelo ahora