Segundo capitulo

2.1K 32 0
                                    


  Una noche hacia las once los despertó el ruidode un caballo que se paró justo en la mismapuerta. La muchacha abrió la claraboya del desván y habló un rato con un hombre que estabaen la calle. Venía en busca del médico;traía una carta. Anastasia bajó las escaleras tiritandoy fue a abrir la cerradura y los cerrojosuno tras otro. El hombre dejó su caballo y entróinmediatamente detrás de ella. Sacó de su gorrode lana con borlas una carta envuelta en untrapo y se la presentó cuidadosamente a Carlosquien se apoyó sobre la almohada para leerla.Anastasia, cerca de la cama, sostenía la luz. Laseñora, por pudor, permanecía vuelta hacia lapared dando la espalda.La carta, cerrada con un pequeño sello de ceraazul, suplicaba al señor Bovary que fueseinmediatamente a la granja de Les Bertaux paracomponer una pierna rota. Ahora bien, de Tostesa Les Bertaux hay seis leguas de camino,pasando por Longueville y Saint Victor. La nocheestaba oscura. La nueva señora Bovary tem-ía que a su marido le pasara algo. Así que sedecidió que el mozo de mulas fuese delante.Carlos se pondría en camino tres horas des-pués, al salir la luna. Enviarían un muchacho asu encuentro para que le enseñase el camino dela granja y le abriese la valla. Hacia las cuatrode la mañana, Carlos, bien enfundado en suabrigo, se puso en camino para Les Bertaux.Todavía medio dormido por el calor del sueño,se dejaba mecer al trote pacífico de su caballo.Cuando éste se paraba instintivamente anteesos hoyos rodeados de espinos que se abren ala orilla de los surcos, Carlos, despertándosesobresaltado, se acordaba de la pierna rota aintentaba refrescar en su memoria todos lostipos de fractura que conocía. Ya había cesadode llover; comenzaba a apuntar el día y en lasramas de los manzanos sin hojas unos pájarosse mantenían inmóviles, erizando sus plumitasal viento frío de la mañana. El campo llano seextendía hasta perderse de vista y los pequeñosgrupos de árboles en torno a las granjas formaban,a intervalos alejados, unas manchas de unvioleta oscuro sobre aquella gran superficie grisque se perdía en el horizonte en el tono morte-cino del cielo. Carlos abría los ojos de vez encuando; después, cansada su mente y volviendoa coger el sueño, entraba en una especie demodorra en la que, confundiéndose sus sensacionesrecientes con los recuerdos, se percibía así mismo con doble personalidad, a la vez estudiantey casado, acostado en su cama comohacía un momento, atravesando una sala deoperaciones como hacía tiempo. El olor calientede las cataplasmas se mezclaba en su cabezacon el verde olor del rocío; escuchaba corrersobre la barra los anillos de hierro de las camasy oía dormir a su mujer. A1 pasar por Vassonvilledistinguió, a la orilla de una cuneta, a unmuchacho joven sentado sobre la hierba.-¿Es usted el médico? -preguntó el chico.Y a la respuesta de Carlos, cogió los zuecos enla mano y echó a correr delante.El médico durante el camino comprendió, porlo que decía su guía, que el señor Rouault debíade ser un agricultor acomodado. Se había rotola pierna la víspera, de noche, cuando regresa-ba de celebrar la fiesta de los Reyes de casa deun vecino. Su mujer había fallecido hacía dosaños. No tenía consigo más que a su «señorita»,que le ayudaba a llevar la casa. Las rodadas sefueron haciendo más profundas. Se acercaban aLes Bertaux. El jovencito, colándose por unboquete de un seto, desapareció, luego reaparecióal fondo de un corral para abrir la barrera.El caballo resbalaba sobre la hierba mojada;Carlos se bajaba para pasar bajo las ramas. Losperros guardianes en la perrera ladraban tirandode las cadenas. Cuando entró en Les Bertauxsu caballo se espantó y reculó.Era una granja de buena apariencia. En lascuadras, por encima de las puertas abiertas, seveían grandes caballos de labranza comiendotranquilamente en pesebres nuevos. A lo largode las instalaciones se extendía un estercolero,de donde ascendía un vaho, y en el que entrelas gallinas y los pavos picoteaban cinco o seispavos reales, lujo de los corrales del País deCaux. El corral era largo, el granero era alto, de paredes lisas como la mano. Debajo del cobertizohabía dos grandes carros y cuatro arados,con sus látigos, sus colleras, sus aparejos completoscuyos vellones de lana azul se ensuciabancon el fino polvo que caía de los graneros.El corral iba ascendiendo, plantado de árbolessimétricamente espaciados, y cerca de la charcase oía el alegre graznido de un rebaño de gansos.Una mujer joven, en bata de merino azuladornada con tres volantes, vino a la puerta arecibir al señor Bovary y le llevó a la cocina,donde ardía un buen fuego, a cuyo alrededor,en ollitas de tamaño desigual, hervía el almuerzode los jornaleros. En el interior de la chimeneahabía ropas húmedas puestas a secar. Lapaleta, las tenazas y el tubo del fuelle, todo ellode proporciones colosales, brillaban corno aceropulido, mientras que a lo largo de las paredesse reflejaba de manera desigual la clarallama del hogar junto con los primeros resplandoresdel sol que entraba por los cristales. Carlos subió al primer piso a ver al enfermo.Lo encontró en cama, sudando bajo las mantasy sin su gorro de algodón, que había arrojadomuy lejos. Era un hombre pequeño y gordo, deunos cincuenta años, de tez blanca, ojos azules,calvo por delante de la cabeza y que llevabapendientes. A su lado, sobre una silla, habíauna gran botella de aguardiente, de la que seservía de vez en cuando para darse ánimos;pero en cuanto vio al médico cesó de exaltarse,y, en vez de jurar como estaba haciendo desdehacía doce horas, empezó a quejarse dé-bilmente.La fractura era sencilla, sin ninguna complicación.Carlos no se hubiera atrevido a desearlamás fácil. Y entonces, recordando las actitudesde sus maestros junto a la cama de los heridos,reconfortó al paciente con toda clase de buenaspalabras, caricias quirúrgicas, que son como elaceite con que se engrasan los bisturíes. Parapreparar unas tablillas, fueron a buscar en lacochera un montón de listones. Carlos escogió uno, lo partió en pedazos y lo pulió con un vidrio,mientras que la criada rasgaba una sábanapara hacer vendas y la señorita Emma tratabade coser unas almohadillas. Como tardó muchoen encontrar su costurero, su padre se impacientó;ella no dijo nada; pero al coser se pinchabalos dedos, que se llevaba enseguida a laboca para chuparlos.Carlos se sorprendió de la blancura de susuñas. Eran brillantes, finas en la punta, máslimpias que los marfiles de Dieppe y recortadasen forma de almendra. Su mano, sin embargo,no era bonita, quizá no bastante pálida y unpoco seca en las falanges; era también demasiadolarga y sin suaves inflexiones de líneas enlos contornos. Lo que tenía más hermoso eranlos ojos; aunque eran castaños, parecían negrosa causa de las pestañas, y su mirada franca atra-ía con una audacia cándida.Una vez hecha la cura, el propio señor Rouaultinvitó al médico a tomar un bocado antesde marcharse. Carlos bajó a la sala, en la planta baja. En unamesita situada al pie de una gran cama condosel cubierto de tela estampada con personajesque representaban a turcos, había dos cubiertoscon vasos de plata. Se percibía un olor alirio y a sábanas húmedas que salía del altoarmario de madera de roble situado frente a laventana. En el suelo, en los rincones, alineadosde pie, había unos sacos de trigo. Era el que nocabía en el granero próximo, al que se subía portres escalones de piedra. Decorando la estancia,en el centro de la pared, cuya pintura verde sedesconchaba por efecto del salitre, colgaba deun clavo una cabeza de Minerva, dibujada alápiz negro, en un marco dorado, y que llevabaabajo, escrito en letras góticas: «A mi queridopapá.»Primero hablaron del enfermo, luego deltiempo que hacía, de los grandes fríos, de loslobos que merodeaban por el campo de noche.La señorita Rouault no se divertía nada en elcampo, sobre todo ahora que tenía a su cargo ella sola los trabajos de la granja. Como la salaestaba fresca, tiritaba mientras comía, lo cualdescubría un poco sus labios carnosos, que ten-ía la costumbre de morderse en sus momentosde silencio.Llevaba un cuello vuelto blanco. Sus cabellos,cuyos bandós negros parecían cada uno de unasola pieza de lisos que estaban, se separabanpor una raya fina que se hundía ligeramentesiguiendo la curva del cráneo, y dejando verapenas el lóbulo de la oreja, iban a recogersepor detrás en un moño abundante, con un movimientoondulado hacia las sienes que elmédico rural observó entonces por primera vezen su vida. Sus pómulos eran rosados. Llevaba,como un hombre, sujetos entre los dos botonesde su corpiño, unos lentes de concha.Cuando Carlos, después de haber subido adespedirse del señor Rouault, volvió a la salaantes de marcharse, encontró a la señorita depie, la frente apoyada en la ventana y mirando al jardín donde el viento había tirado los rodrigonesde las judías. Se volvió.-¿Busca algo? -preguntó.-Mi fusta, por favor -repuso el médico.Y se puso a buscar sobre la cama, detrás delas puertas, debajo de las sillas; se había caídoal suelo entre los sacos y la pared. La señoritaEmma la vio; se inclinó sobre los sacos de trigo.Carlos, por galantería, se precipitó hacia ella y,al alargar también el brazo en el mismo movimiento,sintió que su pecho rozaba la espaldade la joven, inclinada debajo de él. Emma seincorporó toda colorada y le miró por encimadel hombro mientras le alargaba el látigo.En vez de volver a Les Bertaux tres días después,como había prometido, volvió al día siguiente,luego dos veces por semana regularmente,sin contar las visitas inesperadas quehacía de vez en cuando, como sin dar importancia.Por lo demás, todo fue bien; el proceso de curaciónfue normal, y cuando, al cabo de cuaren-ta y seis días, vieron que el tío Rouault comenzabaa caminar solo por su chabola, empezarona considerar al señor Bovary como un hombrede gran capacidad. El tío Rouault decía que nole habrían curado mejor los médicos de Yvetoto incluso los de Rouen.En cuanto a Carlos, no se esforzaba mucho enaveriguar por qué iba a Les Bertaux de buenagana. De habérselo planteado, sin duda habríaatribuido su celo a la gravedad del caso, o quizásal provecho que esperaba sacar. ¿Era ésta larazón por la que, a pesar de todo, sus visitas ala granja constituían, entre las pobres ocupacionesde su vida, una excepción encantadora?Aquellos días se levantaba temprano, partía algalope, picaba su caballo, después bajaba paralimpiarse los pies en la hierba, y se ponía losguantes negros antes de entrar. Le gustaba quelo vieran llegar al corral, sentir contra el hombrola barrera que giraba, oír cantar el gallo enla pared y ver a los chicos que venían a su encuentro.Le gustaba el granero y las caballeri-zas; quería al tío Rouault, que le daba palmaditasen la mano llamándole su salvador; le gustabanlos pequeños zuecos de la señorita Emmasobre las baldosas bien lavadas de la cocina; susaltos tacones aumentaban su estatura, y, cuandocaminaba delante de él, las suelas de madera,que se levantaban rápidamente, chasqueabancon un ruido seco contra el cuero de la botina.Ella le acompañaba siempre hasta el primerpeldaño de la escalinata. Hasta que no le traínel caballo, esperaba a11í. Como ya se habíandespedido, no se hablaban más; el aire libre laenvolvía arremolinando los finos cabellos locuelosde su nuca o agitándole sobre la caderalas cintas del delantal que se enroscaban comogallardetes. Una vez, en época de deshielo, lacorteza de los árboles chorreaba en el corral, lanieve se derretía sobre los tejados de los edificios.Emma estaba en el umbral de la puerta;fue a buscar su sombrilla y la abrió. La sombrilla,de seda de cuello de paloma, atravesada por el sol, iluminaba con reflejos móviles la pielblanca de su cara. Ella sonreía debajo del tibiocalorcillo y se oían caer sobre el tenso muaré,una a una, las gotas de agua.En los primeros tiempos en que Carlos frecuentabaLes Bertaux, su mujer no dejaba depreguntar por el enfermo, a incluso en el libroque llevaba por partida doble había escogidopara el tío Rouault una bella página. Perocuando supo que tenía una hija, se informó; yse enteró de que la señorita Rouault, educadaen el convento, con las Ursulinas, había recibidolo que se dice una esmerada educación, ysabía, por tanto, danza, geografía, dibujo, bordary tocar el piano. ¡Fue el colmo!-¿Así es que por esto -se decía- se le alegra lacara cuando va a verla, y se pone el chaleco sinmiedo a que se lo estropee la lluvia? ¡Ah, esamujer!, ¡esa mujer!Y la detestó instintivamente. Al principio sedesahogó con alusiones que Carlos no comprendió;luego, con reflexiones ocasionales que él dejaba pasar por miedo a la tormenta; finalmente,con ataques a quemarropa a los que nosabía qué contestar.-¿Por qué volvía a Les Bertaux, si el tío Rouaultestaba curado y aquella gente aún no habíapagado? ¡Ah!, es que había allí una persona,alguien que sabía llevar una conversación, bordar,una persona instruida. Era esto lo que legustaba: ¡necesitaba señoritas de ciudad! Y proseguía:-¡La hija del tío Rouault, una señorita de ciudad!¡Bueno, si su abuelo era pastor y tienen unprimo que ha estado a punto de ser procesadopor golpes en una disputa! No vale la pena darsetanto pisto ni presumir los domingos en laiglesia con un traje de seda como una condesa.Además, ¡pobre hombre, que si no fuera por lascolzas del año pasado, habría tenido problemaspara pagar deudas pendientes!Por cansancio, Carlos dejó de volver a LesBertaux. Eloísa le había hecho jurar con la mano sobre el libro de misa, después de muchos sollozosy besos, en una gran explosión de amor,que no volvería más. Así que obedeció; pero laaudacia de su deseo protestó contra el servilismode su conducta y, por una especie de hipocresíaingenua, estimó que esta prohibición deverla era para él como un derecho a amarla. Yademás, la viuda estaba flaca; tenía grandespretensiones, llevaba siempre un pequeño chalnegro cuya punta le caía entre los omóplatos;su talle seco iba siempre envuelto en unos vestidosa modo de funda, demasiado cortos, quedejaban ver los tobillos, con las cintas de susholgados zapatos trenzados sobre sus mediasgrises.La madre de Carlos iba a verles de vez encuando; pero al cabo de unos días la nuera parecíaazuzarla contra su hijo, y entonces, comodos cuchillos, se dedicaban a mortificarle consus reflexiones y sus observaciones. ¡Hacía malen comer tanto! ¿Por qué convidar siempre a beber al primero que llegaba? ¡Qué terquedaden no querer llevar ropa de franela!Ocurrió que, a comienzos de la primavera, unnotario de Ingouville, que tenía fondos de laviuda Dubuc, se embarcó un buen día, llevándoseconsigo todo el dinero de la notaría. Esverdad que Eloísa poseía también, además deuna parte de un barco valorada en seis milfrancos, su casa de la calle Saint-François; y, sinembargo, de toda esta fortuna tan cacareada, nose había visto en casa más que algunos pocosmuebles y cuatro trapos. Había que poner lascosas en claro. La casa de Dieppe estaba carcomidade hipotecas hasta sus cimientos; lo queella había depositado en casa del notario sóloDios lo sabía, y la parte del barco no pasó demil escudos. ¡Así que la buena señora habíamentido! En su exasperación, el señor Bovarypadre, rompiendo una silla contra el suelo,acusó a su mujer de haber causado la desgraciade su hijo uniéndole a semejante penco, cuyosarreos no valían nada. Fueron a Tostes. Se ex-plicaron. Hubo escenas. Eloísa, llorando, seechó en brazos de su marido, le conjuró a que laprotegiera de sus padres. Carlos quiso hablarpor ella. Los padres se enfadaron y se marcharon.Pero el mal estaba hecho. Ocho días después,cuando Eloísa estaba tendiendo ropa en el corral,escupió sangre, y al día siguiente, mientrasCarlos se había vuelto de espaldas para correrla cortina de la ventana, la mujer dijo: «¡Ah!,Dios mío», lanzó un suspiro y se desvaneció.Estaba muerta. ¡Qué golpe!Cuando todo acabó en el cementerio, Carlosvolvió a casa. No encontró á nadie abajo; subióal primero, a la habitación, vio el vestido de sumujer todavía colgado en la alcoba; entonces,apoyándose en el escritorio, permaneció hastala noche sumido en un doloroso sueño. Despuésde todo, la había querido.   

Madame BovaryDonde viven las historias. Descúbrelo ahora