Por el camino se iba preguntando: ¿Qué levoy a decir? ¿Por dónde empezaré?» Y a medidaque se acercaba, reconocía los matorrales,los árboles, los juncos marinos sobre la colina,el castillo a11á lejos. Se reencontraba a sí mismaen las sensaciones de su primer amor, y su pobrecorazón oprimido se ensanchaba tiernamenteen él. Un aire tibio le daba en la cara; lanieve, al fundirse, caía gota a gota de las yemassobre la hierba.Entró, como antaño, por la pequeña puertadel parque, después llegó al patio de honor,que estaba bordeado por una doble fila de tilosfrondosos. Balanceaban silbando sus largas ramas.Los perros en la perrera ladraron todos ala vez, y el estrépito de sus voces resonaba sinque apareciese nadie. Subió la amplia escalera recta, con balaustradade madera, que conducía al corredor pavimentadode losas polvorientas al que dabanvarias habitaciones en hilera, como en los monasterioso las posadas. La suya estaba al final,a la izquierda. Cuando llegó a poner los dedosen la cerradura sus fuerzas le abandonaronsúbitamente. Temía que no estuviese a11í, casito deseaba, y ésta era, sin embargo, su únicaesperanza, la última oportunidad de salvación.Se recogió un minuto, y, armándose de valorante la necesidad presente, entró.Rodolfo estaba junto al fuego, los dos pies sobrela chambrana, fumando una pipa.-¡Anda!, ¿es usted? -dijo él levantándosebruscamente.-¡Sí, soy yo!... Quisiera, Rodolfo, pedirle unconsejo.Y a pesar de todos sus esfuerzos, le era imposibleabrir la boca.-¡No ha cambiado, sigue tan encantadora! -¡Oh! -replicó ella amargamente-, son tristesencantos, amigo mío, pues usted los ha desde-ñado.Entonces él inició una explicación de su conductadisculpándose vagamente a falta de poderinventar algo mejor.Emma se dejó impresionar por sus palabras ymás aún por su voz y por la contemplación desu persona; de modo que fingió creer, o quizáscreyó, en el pretexto de su ruptura; era un secretodel que dependían el honor a incluso lavida de una tercera persona.-¡No importa! -dijo ella mirándolo tristemente-,¡he sufrido mucho!Él respondió en un aire filosófico:-¡La vida es así!-¿Ha sido, por lo menos -replicó Emma-, buenapara usted después de nuestra separación.-¡Oh!, ni buena... ni mala.---Quizás habría sido mejor no habernos dejadonunca.-¡Sí..., quizás! -¿Tú crees? -dijo ella acercándose.Y suspiró.-¡Oh, Rodolfo!, ¡si supieras!... ¡te he queridomucho!Entonces ella le cogió la mano y permanecieronalgún tiempo con los dedos entrelazados,como el primer día en los comicios. Por un gestode orgullo, Rodolfo luchaba por no enternecerse.Pero desplomándose sobre su pecho, ellale dijo:-¿Cómo qúerías que viviese sin ti? ¡No es posibledesacostumbrarse de 1a felicidad! ¡Estabadesesperada!, ¡creí morir! Te contaré todo esto,ya verás. ¡Y tú... has huido de mí!...Pues, desde hacía tres años, él había evitadocuidadosamente encontrarse con ella por esacobardía natural que caracteriza al sexo fuerte;y Emma continuaba con graciosos gestos de cabeza,más mimosa que una gata en celo:-Tú quieres a otras, confiésalo. ¡Oh! ¡Lo comprendo,vamos!, las disculpo; las habrás seducido,como me sedujiste a mí. ¡Tú eres un hom-bre!, tienes todo lo que hace falta para hacertequerer. Pero nosotros reanudaremos, ¿verdad?,¡nos amaremos! iFíjate, me río, soy feliz! ¡Perohabla!Y tenía un aspecto encantador, con aquellamirada en la que temblaba una lágrima como elagua de una tormenta en un cáliz azul.Rodolfo la sentó sobre sus rodillas y acariciócon el revés de su mano sus bandós lisos, en losque a la claridad del crepúsculo se reflejabacomo una flecha de oro un último rayo de sol.Emma inclinaba la frente; él terminó besándolaen los párpados, muy suavemente, con la puntade los labios.-¡Pero tú has llorado! -le dijo-. ¿Por qué?Ella rompió en sollozos, Rodolfo creyó queera la explosión de su amor; como ella se callaba,él interpretó este silencio como un últimopudor y entonces exclamó:-¡Ah!, ¡perdóname!, tú eres la única que megusta. ¡He sido un imbécil y un malvado! ¡Te quiero, te querré siempre! ¿Qué tienes? ¡dímelo!Y se arrodilló.-¡Pues estoy arruinada, Rodolfo! ¡Vas a prestarmemil francos!-Pero... pero... -dijo levantándose poco a poco,mientras que su cara tomaba una expresióngrave.-Tú sabes -continuó ella inmediatamente- quemi marido había colocado toda su fortuna encasa de un notario, y el notario se ha escapado.Hemos pedido prestado; los clientes no pagaban.Por lo demás, la liquidación no ha terminado;tendremos dinero más adelante. Perohoy, por falta de tres mil francos, nos van aembargar. Es hoy, ahora mismo y, contandocon tu amistad, he venido.«¡Ah! -pensó Rodolfo, que se puso muy pálidode pronto-, ¡por eso has venido!»Por fin, dijo en tono tranquilo:-No los tengo, querida señora mía.No mentía. Si los hubiera tenido seguramentese los habría dado, aunque generalmente sea desagradable hacer tan bellas acciones, pues detodas las borrascas que caen sobre el amor,ninguna lo enfría y lo desarraiga tanto como laspeticiones de dinero.A1 principio Emma se quedó mirándole unosminutos.-¡No los tienes!Repitió varias veces:-No los tienes... Debería haberme ahorradoesta última vergüenza. ¡Nunca me has querido!¡Eres como los otros!Emma se traicionaba, se perdía.Rodolfo la interrumpió, afirmando que élmismo se encontraba apurado de dinero.-¡Ah!, ¡te compadezco! -dijo Ernma-. ¡Sí,muchísimo!...Y fijándose en una carabina damasquinadaque brillaba en la panoplia:-¡Pero cuando se está tan pobre no se poneplata en la culata de su escopeta! ¡No se compraun reloj con incrustaciones de concha!-continuaba ella señalando el reloj de Boulle-; ni empuñaduras de plata dorada para sus látigos-y los tocaba-, ni dijes para su reloj. ¡Oh!, ¡nadale falta!, hasta un portalicores en su habitación;porque tú no te privas de nada, vives bien, tienesun castillo, granjas, bosques, vas de monter-ía, viajas a París... ¡Eh!, aunque no fuera másque esto -exclamó ella cogiendo sobre la chimeneasus gemelos de camisa-, que de la menorde estas boberías ¡se puede sacar dinero!... ¡Oh!,¡no los quiero, guárdalos!Y le tiró muy lejos los dos gemelos, cuya cadenade oro se rompió al pegar contra la pared.-Pero yo te lo habría dado todo, habría vendidotodo, habría trabajado con mis manos,habría mendigado por las carreteras, por unasonrisa, por una mirada, por oírte decir: «¡Gracias!»¿Y tú te quedas ahí tranquilamente en tusillón, como si no me hubieras hecho ya sufrirbastante? ¡Sin ti, entérate bien, habría podidovivir feliz! ¿Quién te obligaba? ¿Era una apuesta?Sin embargo, me querías, lo decías... Y todavía,hace un momento... ¡Ah!, ¡hubieras hecho mejor despidiéndome! Tengo las manoscalientes de tus besos, y ahí está sobre la alfombrael sitio donde me jurabas de rodillas unamor eterno. Me lo hiciste creer: ¡durante dosaños me has arrastrado en el sueño más magní-fico y más dulce!... Y mientras, proyectos deviaje, ¿te acuerdas? ¡Oh!, ¡tu carta, tu carta, medesgarró el corazón!... ¡Y después, cuandovuelvo a él, a él, que es rico, feliz, libre, paraimplorar una ayuda que prestaría el primeroque llegara, suplicándole y ofreciéndole todami ternura, me rechaza, porque le costaría tresmil francos!-¡No los tengo! -respondió Rodolfo con esacalma perfecta con que se protegen como sifuera un escudo las cóleras resignadas.Emma salió. Las paredes temblaban, el techola aplastaba; y volvió a pasar por la larga avenidatropezando en los montones de hojas caí-das que dispersaba el viento.Por fin, llegó al foso delante de la verja; serompió las uñas queriendo abrir deprisa. Des-pués, cien pasos más adelante, sin aliento, apunto de caer, se paró. Y entonces, volviendo lavista, percibió otra vez el impasible castillo, conel parque, los jardines, los tres patios y todas lasventanas de la fachada.Se quedó estupefacta, y sin más conciencia desí misma que el latido de sus arterias; le parecíaoír como una ensordecedora música que se leescapaba y llenaba los campos. El suelo sehundía bajo sus pies, y los surcos le parecieroninmensas olas oscuras que se estrellaban.Todas las reminiscencias, todas las ideas quehabía en su cabeza se escapaban a la vez, de unsolo impulso, como las mil piezas de un fuegode artificio. Vio a su padre, el despacho deLheureux, la habitación de los dos, a11á lejos,un paisaje diferente. Era presa de un ataque delocura, tuvo miedo y llegó a serenarse, aunquehay que decir de una manera confusa, porqueno recordaba la causa de su horrible estado, esdecir, el problema del dinero. No sufría másque por su amor, y sentía que su alma la aban-donaba por este recuerdo, como los heridos queagonizan sienten que la vida se les va por laherida que les sangra.Caía la noche, volaban las cornejas.Le pareció de pronto que unas bolitas colorde fuego estallaban en el aire como balas fulminantesque se aplastaban, y giraban, giraban,para it a derretirse en la nieve entre las ramasde los árboles. En medio de cada uno de ellasaparecía la cara de Rodolfo. Se multiplicaron yse acercaban, la penetraban; todo desapareció.Reconoció las luces de las casas que brillabande lejos en la niebla.Entonces su situación se le presentó de nuevo,como un abismo. Jadeaba hasta partirse elpecho. Después, en un arrebato de heroísmoque la volvía casi alegre, bajó la cuesta corriendo,atravesó la pasarela de las vacas, elsendero, la avenida, el mercado y llegó a la botica.No había nadie. Iba a entrar, pero al sonarla campanilla podía venir alguien, y deslizándosepor la valla, reteniendo el aliento, tante-ando las paredes, llegó hasta el umbral de lacocina, en la que ardía una vela colocada sobreel fogón. Justino, en mangas de camisa, llevabauna bandeja.-¡Ah!, están cenando. Esperemos.Justino regresó. Ella golpeó el cristal. Él salió.-¡La llave!, la de arriba, donde están los...-¿Cómo?Y la miraba, todo asombrado por la palidezde su cara.-¡La quiero!, ¡dámela!Como el tabique era delgado, se oía el ruidode los tenedores contra los platos en el comedor.Decía que las necesitaba para matar las ratasque no le dejaban dormir.-Tendría que decírselo al señor.-¡No!, ¡quédate aquí!Después, con aire indiferente:-¡Bah!, no vale la pena, se lo diré luego. ¡Vamos,alúmbrame! Y entró en el pasillo adonde daba la puertadel laboratorio. Había en la pared una llave conla etiqueta Capharnaüm.-¡Justino! -gritó el boticario, que estaba impaciente.-¡Subamos!Y él la siguió.Giró la llave en la cerradura, y Emma fue directamenteal tercer estante, hasta tal punto laguiaba bien su recuerdo, tomó el bote azul, learrancó la tapa, metió en él la mano, y, retirándolallena de un polvo blanco, se puso a comera11í con la misma mano.-¡Quieta! -exclamó él echándose encima deella.-¡Cállate!, pueden venir.Él se desesperaba, quería llamar.-¡No digas nada de esto, le echarían la culpa atu amo!Después se volvió, súbitamente apaciguada, ycasi con la serenidad de un deber cumplido. Cuando Carlos, trastornado por la noticia delembargo, entró en casa, Emma acababa de salir.Gritó, lloró, se desmayó, pero Emma no volvía.¿Dónde podía estar? Mandó a Felicidad a casade Homais, a casa de Tuvache, a la de Lheureux,al «Lion d'Or», a todos los sitios; y, en lasintermitencias de su angustia, veía su consideraciónaniquilada, su fortuna perdida, el porvenirde Berta roto. ¿Por qué causa?..., ¡ni unapalabra! Esperó hasta las seis de la tarde. Porfin, no pudiendo aguantar más, a imaginandoque ella había salido para Rouen, fue por lacarretera principal, anduvo media legua, noencontró a nadie, aguardó un rato y regresó.Emma había vuelto.Se sentó ante su escritorio y escribió una cartaque cerró despacio, añadiendo la fecha del díay la hora. Después dijo con un tosco aire solemne:-La leerás mañana; hasta entonces, te lo ruego,no me hagas ni una sola pregunta:-Pero... -¡Oh, déjame!Y se acostó a todo lo largo de su cama.Un sabor acre que sentía en su boca la despertó.Entrevió a Carlos y volvió a cerrar losojos.La espiaba curiosamente para comprobar sino sufría. Pero ¡no!, nada todavía. Oía el tic-tacdel péndulo, el ruido del fuego, y a Carlos querespiraba al lado de su cama.«¡Ah, es bien poca cosa, la muerte! -pensabaella-; voy a dormirme y todo habrá terminado.»Bebió un trago de agua y se volvió de cara ala pared.Aquel horrible sabor a tinta continuaba.-¡Tengo sed!, ¡oh!, tengo mucha sed -suspiró.---¿Pues qué tienes? -dijo Carlos, que le ofrec-ía un vaso.-¡No es nada!... Abre la ventana... ¡me ahogo!Y le sobrevino una náusea tan repentina, queapenas tuvo tiempo de coger su pañuelo bajo laalmohada.-¡Recógelo! -dijo rápidamente-; ¡tíralo! Carlos la interrogó; ella no contestó nada. Semantenía inmóvil por miedo a que la menoremoción la hiciese vomitar.Entretanto, sentía un frío de hielo que le subíade los pies al corazón.-¡Ah!, ¡ya comienza esto! -murmuró ella.--¿Qué dices?Movía la cabeza con un gesto suave lleno deangustia, al tiempo que abría continuamente lasmandíbulas, como si llevara sobre su lenguaalgo muy pesado. A las ocho reaparecieron losvómitos.Carlos observó que en el fondo de la palanganahabía una especie de arenilla blanca pegadaa las paredes de porcelana.-¡Es extraordinario!, ¡es raro! -repitió. Peroella dijo con una voz fuerte:-¡No, te equivocas!Entonces, delicadamente y casi acariciándola,le pasó la mano sobre el estómago. Emma dioun grito agudo. Carlos se retiró todo asustado. Después empezó a quejarse, al principiodébilmente. Un gran escalofrío le sacudía loshombros, y se ponía más pálida que la sábanadonde se hundían sus dedos crispados. Su pulsodesigual era casi insensible ahora.Unas gotas de sudor corrían por su cara azulada,que parecía como yerta en la exhalaciónde un vapor metálico. Sus dientes castañeteaban,sus ojos dilatados miraban vagamente a sualrededor, y a todas las preguntas respondíasólo con un movimiento de cabeza; incluso sonriódos o tres veces. Poco a poco sus gemidos sehicieron más fuertes, se le escapó un alaridosordo; creyó que iba mejor y que se levantaríaenseguida. Pero presa de grandes convulsiones,exclamó:-¡Ah!, ¡esto es atroz, Dios mío!Carlos cayó de rodillas ante su lecho.-¡Habla!, ¿qué has comido? ¡Contesta, por elamor de Dios!Y la miraba con unos ojos de ternura comoella no había visto nunca. -Bueno, pues a11á..., a11á... -dijo con una vozdesmayada.Carlos saltó al escritorio, rompió el sello yleyó muy alto: «Que no acusen a nadie.» Sedetuvo, pasó la mano por los ojos, y volvió aleer.-¡Cómo!... ¡Socorro!, ¡a mi!Y no podía hacer otra cosa que repetir estapalabra: «¡Envenenada!, ¡envenenada!» Felicidadcorrió a casa de Homais, quien repitió agritos aquella exclamación, la señora Lefrançoisla oyó en el «Lion d'Or», algunos se levantaronpara decírselo a sus vecinos, y toda la noche elpueblo estuvo en vela.Loco, balbuciente, a punto de desplomarse,Carlos daba vueltas por la habitación. Se pegabacontra los muebles, se arrancaba los cabellos,y el farmacéutico nunca había creído que pudiesehaber un espectáculo tan espantoso.Volvió a casa para escribir al señor Canivet yal doctor Lariviére. Perdía la cabeza; hizo másde quince borradores. Hipólito fue a Neufchâ-tel, y Justino espoleó tan fuerte el caballo deBovary, que lo dejó en la cuesta del Bois Guillaumerendido y casi reventado.Carlos quiso hojear su diccionario de medicina;no veía, las líneas bailaban.-¡Calma! -dijo el boticario-. Se trata sólo deadministrar algún poderoso antídoto. ¿Cuál esel veneno?Carlos enseñó la carta. Era arsénico.-Bien -replicó Homais-, habría que hacer unanálisis.Pues sabía que es preciso, en todos los envenenamientos,hacer un análisis; y el otro, queno comprendía, respondió:-¡Ah!, ¡hágalo!, ¡hágalo!, ¡sálvela!Después, volviendo al lado de ella, se desplomóen el suelo sobre la alfombra y permanecíacon la cabeza apoyada en la orilla de lacama sollozando.-¡No llores! -le dijo ella-. ¡Pronto dejaré deatormentarte!-¿Por qué? ¿Quién te ha obligado? Ella replicó.-Era preciso, querido.--¿No eras feliz? ¿Es culpa mía? Sin embargo,¡he hecho todo to que he podido!-Sí..., es verdad..., ¡tú sí que eres bueno!Y le pasaba la mano por los cabellos lentamente.La suavidad de esta sensación le aumentabasu tristeza; sentía que todo su ser sedesplomaba de desesperanza ante la idea deque había que perderla, cuando, por el contrario,ella manifestaba amarlo más que nunca; yno encontraba nada; no sabía, no se atrevía,pues la urgencia de una resolución inmediataacababa de trastornarle.Ella pensaba que había terminado con todaslas traiciones, las bajezas y los innumerablesapetitos que la torturaban. Ahora no odiaba anadie, un crepúsculo confuso se abatía en supensamiento, y de todos los ruidos de la tierrano oía más que la intermitente lamentación deaquel pobre corazón, suave e indistinta, comoel último eco de una sinfonía que se aleja. -Traedme a la niña -dijo incorporándose sobreel codo.-¿No te encuentras peor, verdad? -preguntóCarlos.-¡No!, ¡no!La niña llegó en brazos de su muchacha, consu largo camisón, de donde salían su pies descalzos,seria y casi soñando todavía. Observabacon extrañeza la habitación toda desordenada,y pestañeaba deslumbrada por las velas queardían sobre los muebles. Le recordaban, sinduda, las mañanas de Año Nuevo o de la mitadde la Cuaresma cuando, despertada temprano ala luz de las velas, venía a la cama de su madrepara recibir allí sus regalos, pues empezó a decir:-¿Dónde está mamá?Y como todo el mundo se callaba:-¡Pero yo no veo mi zapatito!Felicidad la inclinaba hacia la cama, mientrasque ella seguía mirando hacia la chimenea.-¿Lo habrá cogido la nodriza? -preguntó. Y al oír este nombre, que le recordaba susadulterios y sus calamidades, Madame Bovaryvolvió su cabeza, como si sintiera repugnanciade otro veneno más fuerte que le subía a la boca.Berta, entretanto, seguía posada sobre lacama.-¡Oh!, ¡qué ojos grandes tienes, mamá!, ¡quépálida estás!, ¡cómo sudas!Su madre la miraba.-¡Tengo miedo! -dijo la niña echándose atrás.Emma le cogió la mano para besársela; la niñaforcejeaba.-¡Basta!, ¡que la lleven! -exclamó Carlos, quesollozaba en la alcoba.Después cesaron los síntomas un instance;parecía menos agitada; y a cada palabra insignificante,a cada respiración un poco más tranquila,Carlos recobraba esperanzas. Por fin,cuando entró Canivet, se echó en sus brazosllorando.-¡Ah!, ¡es usted!, ¡gracias!, ¡qué bueno es! Peroestá mejor. ¡Fíjese, mírela! El colega no fue en absoluto de esta opinión,y yendo al grano, como él mismo decía, prescribióun vomitivo, a fin de vaciar completamenteel estómago.Emma no tardó en vomitar sangre. Sus labiosse apretaron más. Tenía los miembros crispados,el cuerpo cubierto de manchas oscuras, ysu pulso se escapaba como un hilo tenso, comouna cuerda de arpa a punto de romperse.Después empezaba a gritar horriblemente.Maldecía el veneno, decía invectivas, le suplicabaque se diese prisa, y rechazaba con susbrazos rígidos todo to que Carlos, más agonizanteque ella, se esforzaba en hacerle beber. Élpermanecía de pie, con su pañuelo en los labios,como en estertores, llorando y sofocadopor sollozos que to sacudían hasta los talones.Felicidad recorría la habitación de un lado paraotro; Homais, inmóvil, suspiraba profundamentey el señor Canivet, conservando siempresu aplomo, empezaba, sin embargo, a sentirsepreocupado. -¡Diablo!... sin embargo está purgada, y desdeel memento en que cesa la causa...-El efecto debe cesar -dijo Homais-; ¡esto esevidence!-Pero ¡sálvela! exclamaba Bovary.Por lo que, sin escuchar al farmacéutico, queaventuraba todavía esta hipótesis: «Quizás esun paroxismo saludable», Canivet iba a administrartriaca cuando oyó el chasquido de unlátigo; todos los cristales temblaron, y una berlinade posta que iba a galope tendido tiradapor tres caballos enfangados hasta las orejasirrumpió de un salto en la esquina del mercado.Era el doctor Larivière.La aparición de un dios no hubiese causadomás emoción. Bovary levantó las manos, Canivetse paró en seco y Homais se quitó su gorrogriego mucho antes de que entrase el doctorLarivière.Pertenecía a la gran escuela quirúrgica delprofesor Bichat, a aquella generación, hoy desaparecida,de médicos filósofos que, enamora-dos apasionadamente de su profesión, la ejerc-ían con competencia y acierto. Todo temblabaen su hospital cuando montaba en cólera, y susalumnos lo veneraban de tal modo que se esforzaban,apenas se establecían, en imitarle lomás posible; de manera que en las ciudades delos alrededores se les reconocía por vestir unlargo chaleco acolchado de merino y una amplialevita negra, cuyas bocamangas desabrochadastapaban un poco sus manos carnosas,unas manos muy bellas, que nunca llevabanguantes, como para estar más prontas a penetraren las miserias. Desdeñoso de cruces, títulosy academias, hospitalario, liberal, paternalcon los pobres y practicando la virtud sin creeren ella, habría pasado por un santo si la firmezade su talento no lo hubiera hecho temer como aun demonio. Su mirada, más cortante que susbisturíes, penetraba directamente en el alma ydesarticulaba toda mentira a través de los alegatosy los pudores. Y así andaba por la vidalleno de esa majestad bonachona que dan la conciencia de un gran talento, la fortuna y cuarentaaños de una vida laboriosa a irreprochable.Frunció el ceño desde la puerta al percibir elaspecto cadavérico de Emma, tendida sobre laespalda, con la boca abierta. Después, aparentandoescuchar a Canivet, se pasaba el índicebajo las aletas de la nariz y repetía:-Bueno, bueno.Pero hizo un gesto lento con los hombros.Bovary lo observó: se miraron; y aquel hombre,tan habituado, sin embargo, a ver los dolores,no pudo retener una lágrima que cayó sobre lachorrera de su camisa.Quiso llevar a Canivet a la habitación contigua.Carlos lo siguió.-Está muy mal, ¿verdad? ¿Si le pusiéramosunos sinapismos?, ¡qué sé yo! ¡Encuentre algo,usted que ha salvado a tantos!Carlos le rodeaba el cuerpo con sus dos brazos,y lo contemplaba de un modo asustado,suplicante, medio abatido contra su pecho. -Vamos, muchacho, ¡ánimo! Ya no hay nadaque hacer.Y el doctor Larivière apartó la vista.-¿Se marcha usted?-Voy a volver.Salió como para dar una orden a su postillóncon el señor Canivet, que tampoco tenía interéspor ver morir a Emma entre sus manos.El farmacéutico se les unió en la plaza. Nopodia, por temperamento, separarse de la gentecélebre. Por eso conjuró al señor Larivière quele hiciese el insigne honor de aceptar la invitaciónde almorzar.Inmediatamente marcharon a buscar pichonesal «Lion d'Or»; todas las chuletas que habíaen la carnicería, nata a casa de Tuvache, huevosa casa de Lestiboudis, y el boticario en personaayudaba a los preparativos mientras que laseñora Homais decía, estirando los cordones desu camisola:-Usted me disculpará, señor, pues en nuestropobre país si no se avisa la víspera... -¡Las copas! -sopló Homais.-Al menos si estuviéramos en la ciudad tendr-íamos la solución de las manos de cerdo rellenas.-¡Cállate!... ¡A la mesa, doctor!Le pareció bien, después de los primeros bocados,dar algunos detalles sobre la catástrofe:-Al principio se presentó una sequedad en lafaringe, después dolores insoportables en elepigastrio, grandes evacuaciones.--¿Y cómo se ha envenenado?-No lo sé, doctor, y ni siquiera sé muy biendónde ha podido procurarse ese ácido arsenioso.Justino, que llegaba entonces con una pila deplatos, empezó a temblar.-¿Qué tienes? -dijo el farmacéutico.El joven ante esta pregunta dejó caer todo porel suelo con un gran estrépito.-¡Imbécil! -exclamó Homais-, ¡zopenco!, ¡pedazode burro!Pero de repente, recobrándose: -He querido, doctor, intentar un análisis, y enprimer lugar he metido delicadamente en sutubo...-Mejor habría sido -dijo el cirujano- meterlelos dedos en la garganta.Su colega se callaba, pues hacía un momentohabía recibido confidencialmente una fuertereprimenda a propósito de su vomitivo, desuerte que este bueno de Canivet, tan arrogantey locuaz cuando lo del pie zopo, estaba ahoramuy modesto; sonreía continuamente, con gessode aprobación.Homais se esponjaba en su orgullo de anfitrión,y el recuerdo de la aflicción de Bovarycontribuía vagamente a su placer por una compensaciónegoísta que se hacía a sí mismo. Además,la presencia del doctor le entusiasmaba.Hacía gala de su erudición, citaba todo mezclandolas cantáridas, el upas, el manzanillo, lavíbora.-E incluso he leído que varias personas sehabían intoxicado, doctor, como fulminadas por embutidos que habían sufrido un ahumadomuy fuerte. Al menos esto constaba en un excelenteinforme, compuesto por una de nuestraseminencias farmacéuticas, uno de nuestrosmaestros, el ilustre Cadet de Gassicourt.La señora Homais reapareció trayendo unade esas vacilantes máquinas que se calientancon espíritu de vino; porque Homais tenía agala hacer el café sobre la mesa, habiéndolotostado, molido y mezclado él mismo.-Sacharum, doctor -dijo ofreciéndole azúcar.Después mandó bajar a todos sus hijos, puesdeseaba conocer la opinión del cirujano sobresu constitución.Por fin, el señor Larivière se iba a marcharcuando la señora Homais le pidió una consultapara su marido. La sangre se le espesaba de talmodo que se quedaba dormido todas las nochesdespués de cenar.-¡Oh!, no es le sens(1) lo que le molesta.1. En francés las palabras sang: sangre, y sens:sentido, tienen la misma pronunciación. El doc-tor hace, con un juego de palabras intraducible,una broma a costa de la señora Homais. Sepuede interpretar. «no es problema de razón» o«no es problema de sangre».Y sonriendo un poco por este juego depalabras inadvertido, el doctor abrió la puerta.Pero la farmacia rebosaba de gente y lecostó mucho trabajo deshacerse del señorTuvache, que temía que su esposa tuvierauna pleuresía, porque tenía costumbre deescupir en las cenizas; después, del señor Binet,que a veces tenía unas hambres atroces,y de la señora Caron, que sentía picores; deLheureux, que tenía vértigos; de Lestiboudis,que tenía reúma; de la señora Lefran-çois, que tenía acidez. Por fin, los tres caballosarrancaron, y todo el mundo coincidióen que el doctor no se había mostrado complaciente.La atención pública se distrajo por la aparicióndel señor Bournisien, que atravesaba elmercado con los santos óleos.Homais, consecuente con sus principios,comparó a los curas con los cuervos a los queatrae el olor de los muertos; la vista de un eclesiásticole era personalmente desagradable,pues la sotana le hacía pensar en el sudario ydetestaba la una un poco por el terror del otro.Sin embargo, sin retroceder ante lo que élllamaba «su misión», volvió a casa de Bovaryen compañía de Canivet, a quien el señor Larivière,antes de marchar, le había encargado coninterés que hiciera aquella visita; a incluso, sino hubiera sido por su mujer, se habría llevadoconsigo a sus dos hijos, a fin de acostumbrarlosa los momentos fuertes, para que fuese unalección, un ejemplo, un cuadro solemne que lesquedase más adelante en la memoria.Cuando entraron, la habitación estaba todallena de una solemnidad lúgubre. Sobrela mesa de labor, cubierta con un mantel blanco, había cinco o seis bolas de algodónen una bandeja de plata, cerca de un crucifijoentre dos candelabros encendidos. Emma,con la cabeza reclinada .sobre el pecho, abríadesmesuradamente los párpados, y sus pobresmanos se arrastraban bajo las sábanas,con ese gesto repelente y suave de los agonizantes,que parecen querer ya cubrirse con elsudario. Pálido como una estatua, y con losojos rojos como brasas, Carlos, sin llorar, semantenía frente a ella, al pie de la cama,mientras que el sacerdote, apoyado sobreuna rodilla, mascullaba palabras en voz baja.El sacerdote se levantó para tomar el crucifijo,entonces ella alargó el cuello como alguien quetiene sed, y, pegando sus labios sobre el cuerpodel Hombre-Dios, depositó en él con toda sufuerza de moribunda el más grande beso deamor que jamás hubiese dado. Después el sacerdoterecitó el Mirereatur, y el Indulgentiam,mojó su pulgar derecho en el óleo y comenzólas unciones, primeramente en los ojos que tan-to habían codiciado todas las pompas terrestres;después en las ventanas de la nariz, ansiosasde tibias brisas y de olores amorosos; despuésen la boca, que se había abierto para lamentira, que había gemido de orgullo y gritadode lujuria; después en las manos, que se deleitabanen los contactos suaves y, finalmente enla planta de los pies, tan rápidos en otro tiempocuando corría a saciar sus deseos, y que ahoraya no caminarían más.El cura se secó los dedos, echó al fuego losrestos de algodon mojados de aceite y volvió asentarse cerca de la moribunda para decirle queahora debía unir sus sufrimientos a los de Jesucristoy encomendarse a la misericordia divina.Terminadas sus exhortaciones, trató de ponerleen la mano un cirio bendito, símbolo delas glorias celestiales de las que pronto iba aestar rodeada. Emma, demasiado débil, no pudocerrar los dedos, y el cirio, a no ser por elseñor Bournisien, se habría caído al suelo. Sinembargo, ya no estaba tan pálida, y su cara ten-ía una expresión de serenidad, como si el Sacramentola hubiese curado.El sacerdote no dejó de hacer la observación:explicó incluso a Bovary que el Señor, a veces,prolongaba la vida de las personas cuando lojuzgaba conveniente para su salvación; y Carlosrecordó un día en que también cerca de lamuerte, ella había recibido la Comunión.«Quizá no había que desesperarse -pensó él.»En efecto, Emma miró a todo su alrededor,lentamente, como alguien que despierta de unsueño; después, con una voz clara, pidió suespejo y permaneció inclinada encima algúntiempo, hasta el momento en que le brotaron desus ojos gruesas lágrimas sobre la almohada.Enseguida su pecho empezó a jadear rápidamente.La lengua toda entera le salió por completofuera de la boca; sus ojos, girando, palidecíancomo dos globos de lámpara que seapagan; se la creería ya muerta, si no fuera porla tremenda aceleración de sus costillas, sacudidaspor un jadeo furioso, como si el alma di-era botes para despegarse. Felicidad se arrodillóante el crucifijo y el farmacéutico inclusodobló un poco las corvas, mientras que el señorCanivet miraba vagamente hacia la plaza.Bournisien se había puesto de nuevo en oración,con la cara inclinada hacia la orilla de lacama, con su larga sotana negra que le arrastrabapor la habitación. Carlos estaba al otrolado, de rodillas, con los brazos extendidoshacia Emma. Había cogido sus manos y se estremecíaa cada latido de su corazón como a larepercusión de una ruina que se derrumba. Amedida que el estertor se hacía más fuerte, eleclesiástico aceleraba sus oraciones; se mezclabana los sollozos ahogados de Bovary y a vecestodo parecía desaparecer en el sordo murmullode las sílabas latinas, que sonaban comoel tañido fúnebre de una campana.De pronto se oyó en la acera un ruido degruesos zuecos con e1 roce de un bastón, y seoyó una voz ronca que cantaba: Souvent la chaleur d'un beau jourFait réver fillette à l'amour-'(2).Emma se incorporó como un cadáver que segalvaniza, con los cabellos sueltos, la miradafija y la boca abierta.Pour amasser diligemmentLes épis que la faux moissonne,Ma Nanette va s'inclinantVers le sillon qui nous les donne(3).2. Muchas veces el calor de un día bueno lehace a la niña soñar con el amor.3. Para recoger con presteza las espigas segadaspor la hoz mi Nanette se va inclinandohacia el surco que nos las da.-¡El ciego! -exclamó.Y Emma se echó a reír, con una risa atroz,frenética, desesperada, creyendo ver la caraespantosa del desgraciado que surgía de lastinieblas eternas como un espanto. ill souffla bien fort ce jour-là.Et le jupon court s'envola!(4)4. Sopló un viento muy fuerte aquel día y lafalda corta se echó a volar.Una convulsión la derrumbó de nuevo sobreel colchón. Todos se acercaron. Ya había dejadode existir.
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Madame Bovary
RandomMadame Bovary es una novela escrita por Gustave Flaubert. Se publicó por entregas en La Revue de Paris desde el 1 de octubre de 1856 hasta el 15 de diciembre del mismo año; en forma de libro, en 1857