Tercer capitulo

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  Una mañana el tío Rouault fue a pagar a Carloslos honorarios por el arreglo de su pierna:setenta y cinco francos en monedas de cuarentasueldos(1), y un pavo. Se había enterado de ladesgracia y le consoló como pudo.-Ya sé lo que es eso -decía, dándole palmaditasen el hombro-, yo también he pasado porese trance. Cuando perdí a mi pobre difunta,me iba por los campos para estar solo, caía alpie de un árbol, lloraba, invocaba a Dios, ledecía tonterías; hubiera querido estar como lostopos(2), que veía colgados de las ramas con elvientre corroído por los gusanos, muerto, enuna palabra. Y cuando pensaba que otros enaquel momento estaban estrechando a sus buenasmujercitas, golpeaba fuertenente con mibastón, estaba como loco, ya no comía; la solaidea de ir al café puede creerme, me asqueaba.Pues bien, muy suavemente, un día tras otro,primavera tras invierno y otoño tras verano,aquello se fue pasando brizna a brizna, migaja a migaja; aquello se fue, desapareció, bajó, esun decir, pues siempre queda algo en el fondo,como quien dice... un peso aquí, en el pecho.Pero como es el destino de todos, no hay quedejarse decaer y, porque otros hayan muerto,querer morir... Hay que reanimarse, señor Bovary;¡eso le pasará! Venga a vernos; mi hijapiensa en usted de vez en cuando, ya lo sabeusted..., y ella dice, ya lo sabe también, que ustedla olvida. Pronto llegará la primavera; iremosa tirar a los conejos para que se distraigaun poco.1. El sueldo era una moneda equivalente a1/20 del franco (0,05 f). Una moneda de 40sueldos equivalía a 2 francos.2. Alusión a la costumbre que tienen los campesinosde matar y exhibir los animales que considerandañinos para la agricultura.Carlos siguió su consejo. Volvió a Les Bertaux,encontró todo como el día anterior, esdecir, como hacía cinco meses. Los perales es-taban ya en flor, y el buen señor Rouault, ya curado,iba y venía, lo cual daba más vida a lagranja.Creyéndose en el deber de prodigar al médicolas mayores cortesías posibles por su lutoreciente, le rogó que no se descubriera, le hablóen voz baja, como si hubiera estado enfermo, eincluso aparentó enfadarse porque no se habíaprepárado para él algo más ligero que para losdemás, como unos tarritos de nata o unas perascocidas. Contó chistes. Carlos hasta llegó a reír;pero al recordar de pronto a su mujer se entristeció.Sirvieron el café; y ya no volvió a pensaren ella.Recordó menos, a medida que se iba acostumbrandoa vivir solo. El nuevo atractivo de laindependencia pronto le hizo la soledad mássoportable. Ahora podía cambiar las horas desus comidas, entrar y salir sin dar explicaciones,y, cuando estaba muy cansado, extenderbrazos y piernas a todo to ancho de su cama.Así que se cuidó, se dio buena vida y aceptó los consuelos que le daban. Por otra parte, la muertede su mujer no le había perjudicado en suprofesión, pues durante un mes se estuvohablando de él: «¡Este pobre joven!, ¡qué desgracia!»Su nombre se había extendido, su clientela sehabía acrecentado; y además iba a Les Bertauxcon toda libertad. Tenía una esperanza indefinida,una felicidad vaga; se encontraba la caramás agradable cuando se cepillaba sus patillasdelante del espejo.Un día llegó hacia las tres; todo el mundo estabaen el campo; entró en la cocina, pero alprincipio no vio a Emma; los postigos estabancerrados. Por las rendijas de la madera, el solproyectaba sobre las baldosas grandes rayasdelgadas que se quebraban en las aristas de losmuebles y temblaban en el techo. Sobre la mesa,algunas moscas trepaban por los vasos suciosy zumbaban, ahogándose, en la sidra quehabía quedado en el fondo. La luz que bajabapor la chimenea aterciopelando el hollín de la plancha coloreaba de un suave tono azulado lascenizas frías. Entre la ventana y el fogón estabaEmma cosiendo; no llevaba pañoleta y sobresus hombros descubiertos se veían gotitas desudor.Según costumbre del campo, le invitó a tomaralgo. Él no aceptó, ella insistió, y por fin propuso,riendo, tomar juntos una copita de licor. Fuea buscar en la alacena una botella de curaçao,alcanzó dos copitas, llenó una hasta el borde,echó unas gotas en la otra, y, después de brindar,la llevó a sus labios. Como estaba casi vac-ía, se echaba hacia atrás para beber; y, con lacabeza inclinada hacia atrás, los labios adelantados,el cuello tenso, se reía de no sentir nada,mientras que, sacando la punta de la lenguaentre sus finos dientes, lamía despacito el fondodel vaso.Volvió a sentarse y reanudó su labor, el zurcidode una media de algodón blanca; trabajabacon la frente inclinada; no hablaba, Carlos tampoco.El aire que pasaba por debajo de la puerta levantaba un poco de polvo sobre las baldosas.Carlos to miraba arrastrarse, y sólo oía el martilleointerior de su cabeza y el cacareo lejano deuna gallina que había puesto en el corral. Emma,de vez en cuando, se refrescaba las mejillascon la palma de las manos, que luego enfriabaen el pomo de hierro de los grandes morillos.Se quejaba de sufrir mareos desde comienzosde la estación; le preguntó si le sentarían bienlos baños de mar; se puso a hablar del convento,Carlos de su colegio, y se animó la conversación.Subieron al cuarto de Emma. Le enseñósus antiguos cuadernos de música, los libritosque le habían dado de premio y las coronas dehojas de roble abandonadas en el cajón de unarmario. Le habló también de su madre, delcementerio, a incluso le enseñó en el jardín elarriate donde cogía las flores, todos los primerosviernes de mes, para ir a ponérselas sobresu tumba. Pero el jardinero que tenían no entendíanada de flores; ¡tenían tan mal servicio!A ella le habría gustado, aunque sólo fuera en invierno, vivir en la ciudad, por más que losdías largos de buen tiempo hiciesen tal vez másaburrido el campo en verano -y según lo quedecía, su voz era clara, aguda, o, languideciendode repente, arrastraba unas modulacionesque acababan casi en murmullos, cuando sehablaba a sí misma, ya alegre, abriendo unosojos ingenuos, o ya entornando los párpados,con la mirada anegada de aburrimiento y elpensamiento errante.Por la noche, al volver a casa, Carlos repitióuna a una las frases que Emma había dicho,tratando de recordarlas, de completar su sentido,a fin de reconstruir la porción de existenciaque ella había vivido antes de que él la conociera.Pero nunca pudo verla en su pensamientode modo diferente a como la había visto la primeravez, o tal como acababa de dejarla hacíaun momento. Después se preguntó qué sería deella, si se casaría, y con quién, ¡ay!, el tío Rouaultera muy rico, y ella... ¡tan guapa! Pero lacara de Emma volvía siempre a aparecérsele ante sus ojos y en sus oídos resonaba algomonótono como el zumbido de una peonza: «¡Ysi te casaras!, ¡si te casaras!» Aquella noche nodurmió, tenía un nudo en la garganta, teníased; se levantó a beber agua y abrió la ventana;el cielo estaba estrellado, soplaba un vientocálido, ladraban perros a to lejos. Carlos volvióla cabeza hacia Les Bertaux. Pensando que,después de todo, no arriesgaba nada, se prometióa sí mismo hacer la petición en cuanto se lepresentara la ocasión; pero cada vez que se lepresentó, el temor de no encontrar las palabrasapropiadas le sellaba los labios.Al tío Rouault no le hubiera disgustado quele liberasen de su hija, que le servía de poco ensu casa. En su fuero interno la disculpaba, reconociendoque tenía demasiado talento paradedicarse a las faenas agrícolas, oficio malditodel cielo, ya que con él nadie se hacía millonario.Lejos de haber hecho fortuna, el buen hombresalía perdiendo todos los años, pues si enlos mercados se movía muy bien, complacién-dose en las artimañas del oficio, por el contrario,el trabajo del campo propiamente dicho,con el gobierno de la granja, le gustaba menosque a nadie. Siempre con las manos en los bolsillos,no escatimaba gasto para darse buenavida, pues quería comer bien, estar bien calentitoy dormir en buena cama. Le gustaba la sidrafuerte, las piernas de cordero poco pasadas, ylos «glorias»(3) bien batidos. Comía en la cocina,solo, delante del fuego, en una mesita que lellevaban ya servida, como en el teatro.3. Café mezclado con aguardiente.Así que viendo que Carlos se ponía coloradocuando estaba junto a su hija, lo cual significabaque uno de aquellos días la pediría en matrimonio,fue rumiando por anticipado todo elasunto. Lo encontraba un poco alfeñique, y noera el yerno que habría deseado; pero teníafama de buena conducta, económico instruido,y, sin duda, no regatearía mucho por la dote.Ahora bien como el tío Rouault iba a tener que vender veintidós acres(4) de su hacienda, puesdebía mucho al albañil, mucho al guarnicionero,y había que cambiar el árbol del lagar, sedijo:-Si me la pide, se la doy.4. Acre, antigua medida agraria, equivalente aunas 52 áreas.Por San Miguel, Carlos fue a pasar tres días aLes Bertaux. El último día transcurrió como losanteriores, aplazando su declaración de cuartoen cuarto de hora. El tío Rouault lo acompañóun trecho; iban por un camino hondo, estaban apunto de despedirse; era el momento. Carlos seseñaló como límite el recodo del seto, y por fin,cuando lo sobrepasó, murmuró:-Señor Rouault, quisiera decirle una cosa.Se pararon. Carlos callaba.-Pero ¡cuénteme su historia!, ¿se cree que noestoy ya enterado de todo? -dijo el tío Rouault,riendo suavemente.-Tío Rouault..., tío Rouault... -balbució Carlos. -Yo no deseo otra cosa -continuó el granjero-.Aunque sin duda la niña piensa como yo, habráque pedirle su parecer. Bueno, váyase; yo mevuelvo a casa. Si es que sí, óigame bien, no hacefalta que vuelva, por la gente, y, además, a ellale impresionaría demasiado. Pero, para queusted no se consuma de impaciencia, abriré depar en par el postigo de la ventana contra lapared: usted podrá verlo mirando atrás, encaramándosesobre el seto.Y se alejó.Carlos ató su caballo a un árbol. Corrió aapostarse en el sendero; esperó. Pasó mediahora, después contó diecinueve minutos por sureloj. De pronto se produjo un ruido contra lapared; se había abierto el postigo, la aldabillatemblaba todavía. Al día siguiente, a las nueve,estaba en la granja. Emma se puso coloradacuando entró, pero, se sostuvo, se esforzó porsonreír un poco. El tío Rouault abrazó a su futuroyerno. Se pusieron a hablar de las cuestionesde intereses; por otra parte, tenían tiempo por delante, puesto que no estaba bien que secelebrase la boda hasta que terminase el luto deCarlos; es decir, hacia la primavera del año siguiente.En esta espera transcurrió el invierno. La se-ñorita Rouault se ocupó de su equipo. Una partede él lo encargó a Rouen, y ella misma sehizo camisas y gorros de noche con arreglo adibujos de modas que le prestaron. En las visitasque Carlos hacía a la granja hablaban de lospreparativos de la boda; se preguntaba dóndese daría el banquete; pensaban en la cantidadde platos que pondrían y qué entrantes iban aservir.A Emma, por su parte, le hubiera gustado casarsea medianoche, a la luz de las antorchas;pero el tío Rouault no compartió en absolutoesta idea. Se celebró, pues, una boda en la quehubo cuarenta y tres invitados, estuvieron dieciséishoras sentados a la mesa, y la fiesta serepitió al día siguiente y un poco los días sucesivos.   

Madame BovaryDonde viven las historias. Descúbrelo ahora