cuarto capitulo

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  Desde los primeros fríos, Emma dejó su habitaciónpara instalarse en la sala, larga pieza detecho bajo donde había, sobre la chimenea, unfrondoso árbol de coral que se extendía contrael espejo. Sentada en su sillón, cerca de la ventana,veía a la gente del pueblo pasar por laacera.Dos veces al día, León iba de su despacho al«Lion d'Or». Emma, de lejos, le oía venir; seasomaba a escuchar; y el joven se deslizabadetrás de la cortina, vestido siempre de la mismamanera, y sin volver la cabeza. Pero, alatardecer, cuando con la barbilla apoyada en sumano izquierda ella había abandonado sobresus rodillas la labor comenzada, a veces se estremecíaante la aparición de aquella sombraque desaparecía de pronto. Se levantaba ymandaba poner la mesa.Durante la cena llegaba el señor Homais. Conel gorro griego en la mano, entraba sin hacerruido para no molestar a nadie y siempre repi-tiendo la misma frase: «Buenas noches a todos.»Después, instalado en su sitio, al lado dela mesa, entre los dos esposos, preguntaba almédico por sus enfermos, y éste le consultabasobre la probabilidad de cobrar los honorarios.Luego se comentaban las noticias del periódico.Homais, a aquella hora, se lo sabía casi de memoria;y lo contaba íntegro, con las reflexionesdel periodista y todas las historias de las catástrofesindividuales ocurridas en Francia y enel extranjero. Pero, cuando se agotaba el tema,no tardaba en hacer algunas observaciones sobrelos platos que veía. A veces, incluso, levantándoseun poco, indicaba delicadamente ala señora el trozo más tierno, o, dirigiéndose ala muchacha, le daba consejos para la preparaciónde los guisados y la higiene de los condimentos;hablaba de aroma, osmazomo, jugos ygelatina de una forma deslumbrante. Con lacabeza, por otra parte, más llena de recetas quesu farmacia lo estaba de tarros, Homais destacabaen la elaboración de gran número de con-fituras, vinagres y licores dulces, y conocíatambién todas las invenciones nuevas de calentadoreseconómicos, además del arte de conservarlos quesos y de cuidar los vinos enfermos.A las ocho, Justino venía a buscarle para cerrarla farmacia. Entonces el señor Homais lomiraba con aire socarrón, sobre todo si estabaallí Felicidad, pues se había dado cuenta de quesu pupilo le cobraba afición a la casa del médico.-Mi mancebo --decía Homais- empieza a tenerideas, y creo, que me lleve el diablo si me equivoco,que está enamorado de la criada de lacasa.Pero un defecto más grave, y que le reprochaba,era el de escuchar continuamente lasconversaciones. Los domingos, por ejemplo, nohabía manera de hacerle salir del salón, adondela señora Homais le había llamado para que seencargara de los niños, que se dormían en los sillones, estirando con la espalda las fundas decalicó demasiado holgadas.No venía mucha gente a estas veladas delfarmacéutico, pues su maledicencia y sus opinionespolíticas habían ido apartando de él adiferentes personas respetables. El pasante nofaltaba nunca a la reunión.Tan pronto oía la campanilla, corría al encuentrode Madame Bovary, le tomaba el chal,y ponía aparte, debajo del mostrador de la farmacia,las gruesas zapatillas de orillo que llevabasobre su calzado cuando había nieve.Primero jugaban unas partidas de treintay una; después el señor Homais jugaba alécarté(1) con Emma; León, detrás de ella,daba consejos. De pie y con las manos en elrespaldo de la silla, miraba los dientes de supeineta clavada en el moño. A cada movimientoque ella hacía para echar las cartas,su vestido se le subía por el lado derecho. Desus cabellos recogidos bajaba por su espaldaun color moreno que, palideciendo gra-dualmente, se perdía poco a poco en la sombra.Luego, el vestido caía a los dos lados delasiento ahuecándose, lleno de pliegues, yllegaba hasta el suelo. Cuando León a vecessentía posarse encima la suela de su bota, seapartaba, como si hubiera pisado a alguien.1. Juego de cartas.Una vez terminada la partida de cartas, el boticarioy el médico jugaban al dominó, y Emma,cambiando de sitio, se ponía de codos en lamesa, a hojear L'Yllustration. Había llevado surevista de modas. León se ponía al lado de ella;miraban juntos los grabados sin volver la hojahasta que los dos terminaban.Frecuentemente ella le rogaba que le leyeseversos; León los declamaba con una voz cansina,que se iba alternando cuidadosamente enlos pasajes de amor. Pero el ruido del dominó lecontrariaba; el señor Homais estaba fuerte eneste juego y le ganaba a Carlos ahorcándole elseis doble. Después, habiendo llegado ya a los trescientos,los dos se sentaban junto al fuego y no tardabanen quedarse dormidos. El fuego se ibaconvirtiendo en zenizas; la tetera estaba vacía;León seguía leyendo. Emma le escuchabahaciendo girar maquinalmente la pantalla de lalámpara, cuya gasa tenía pintados unos pierrotsen coche y unas funambulistas con sus balancines.León se paraba, señalando con un gesto asu auditorio dormido; entonces se hablaban envoz baja, y la conversación que tenían les parec-ía más dulce, porque nadie les oía.Así se estableció entre ellos una especie deasociación, un comercio continuo de libros y deromanzas; el señor Bovary, poco celoso, no extrañabanada de aquello.Carlos recibió por su fiesta una hermosa cabezafrenológica, totalmente salpicada de cifrashasta el tórax y pintada de azul. Era una atencióndel pasante. Tenía muchas otras, hasta hacerlesus recados en Rouen; y como por entoncesuna novela había puesto de moda la manía de las plantas carnosas, León las compraba parala señora y las llevaba sobre sus rodillas, en«La Golondrina», pinchándose los dedos consus duras púas.Ella mandó disponer en su ventana una tablillacon barandilla para colocar tiestos. El pasantetuvo también su jardín colgante; se veíancuidando cada uno sus flores en sus respectivasventanas.Entre las ventanas del pueblo había una todavíamás frecuentemente ocupada, pues losdomingos, desde la mañana a la noche, y todaslas tardes, si el tiempo estaba claro, se veía en laclaraboya de un desván el flaco perfil del señorBinet inclinado sobre su torno, cuyo zumbidomonótono llegaba hasta el «Lion d'Or».Una noche al volver a casa, León encontró ensu habitación un tapete de terciopelo y lana conhojas sobre fondo pálido, llamó a la señoraHomais, al señor Homais, a Justino, a los niños,a la cocinera, se lo contó a su patrón; todo elmundo quiso conocer aquel tapete; ¿por qué la mujer del médico se mostraba tan «generosa»con el pasante? Aquello pareció raro, y se pensódefinitivamente que ella debía ser «su amiga».El daba motivos para creerlo, pues hablabacontinuamente de sus encantos y de su talento,hasta el punto de que Binet le contestó una vezmuy brutalmente:-¿A mí qué me importa, si no soy de su círculode amistades?Él se atormentaba para descubrir cómo declarársele;y siempre vacilando entre el temorde desagradarle y la vergüenza de ser tan pusilánime,lloraba de desánimo y de deseos.Después tomaba decisiones enérgicas; escribíacartas que luego rompía. Se señalaba fechas queiba retrasando. A menudo se ponía en camino,con el propósito de atreverse a todo; pero estaresolución le abandonaba inmediatamente enpresencia de Emma. Y cuando Carlos, apareciendode improviso, le invitaba a subir a sucarricoche para que le acompañase a visitar aalgún enfermo en los alrededores, aceptaba enseguida, se despedía de la señora y se iba.¿No era su marido algo de ella?Emma por su parte nunca se preguntó si loamaba. El amor, creía ella, debía llegar de pronto,con grandes destellos y túlguraciones,huracán de los cielos que cae sobre la vida, latrastorna, arranca las voluntades como si fueranhojas y arrastra hacia el abismo el corazónentero. No sabía que, en la terraza de las casas,la lluvia hace lagos cuando los canales estánobstruidos y hubiese seguido tranquila de nohaber descubierto de repente una grieta en lapared.   

Madame BovaryDonde viven las historias. Descúbrelo ahora