Yonville l'Abbaye (así llamado por una antiguaabadía de capuchinos de la que ni siquieraquedan ruinas) es un pueblo a ocho leguas deRouen, entre la carretera de Abbeville y la deBeauvais, al fondo de un valle regado por elRieule, pequeño río que desemboca en el Andelle,después de haber hecho mover tres molinoshacia la desembocadura, y en el que hay algunastruchas que los chicos se divierten en pescarcon caña los domingos.Se deja la carretera principal en la Boissière yse continúa por la llanura hasta lo alto de lacuesta de los Leux, desde donde se descubre elvalle. El río que lo atraviesa hace de él comodos regiones de distinta fisonomía: todo lo quequeda a la izquierda son pastos, todo lo quequeda a la derecha son tierras de cultivo. Losprados se extienden al pie de una cadena de pequeñascolinas para juntarse por detrás con los pastos del País de Bray, mientras que, del ladoeste, la llanura se va ensanchando en suavependiente y muestra hasta perderse de vistasus rubios campos de trigo. El agua que corre aorilla de la hierba separa con una raya blanca elcolor de los prados del de los surcos, y el camposemeja de este modo a un gran manto desplegadoque tiene un cuello de terciopelo verderibeteado de un césped de plata.En el extremo del horizonte, cuando se llega,nos encontramos delante los robles del bosquede Argueil, y las escarpadas cuestas de SanJuan, atravesadas de arriba abajo por anchos reguerosrojos, desiguales; son las huellas de laslluvias, y esos tonos de ladrillo, que se destacanen hilitos delgados sobre el color gris de lamontaña, proceden de la cantidad de manantialesferruginosos que corren más a11á en elpaís cercano.Estamos en los confines de la Normandía, dela Picardía y de la Isla de Francia, comarca bastardadonde el habla no tiene acento, como el paisaje no tiene carácter. Es allí donde se hacenlos peores quesos de Neufchâtel(3) de todo eldistrito, y, por otra parte, el cultivo allí es costoso,porque hace falta mucho estiércol paraabonar aquellas tierras que se desmenuzan llenasde arena y de guijarros.1. Neufchâtel-en-Bray, de unos 6.000 habitantes,antigua capital administrativa del País deBray, es famosa por su queso «Bondon», depasta blanda y forma cilíndrica.Hasta 1835 no había ninguna carretera transitablepara llegar a Yonville; pero hacia estaépoca se abrió un camino vecinal que une lacarretera de Abbeville a la de Amiens, y sirve aveces a los carreteros que van de Rouen a Flandes.Sin embargo, Yonville l'Abbaye se quedóestacionaria a pesar de sus «nuevas salidas». Envez de mejorar los cultivos, siguen obstinadosen los pastizales, por depreciados que estén, yel pueblo perezoso, apartándose de la llanura,ha continuado su expansión natural hacia el río. Se le ve desde lejos, extendido a lo largo del río,como un pastor de vacas que echa la siesta aorilla del agua.Al pie de la cuesta, pasado el puente, comienzauna calzada plantada de jóvenes chopostemblones, que lleva directamente hasta lasprimeras casas del pueblo. Éstas están rodeadasde setos, en medio de patios llenos de edificacionesdispersas, lagares, cabañas para los carrosy destilerías diseminadas bajo los árbolesfrondosos de cuyas ramas cuelgan escaleras,varas y hoces. Los tejados de paja, como gorrosde piel que cubren sus ojos, bajan hasta el terciomás o menos de las ventanas bajas, cuyos gruesoscristales abombados están provistos de unnudo en el medio como el fondo de una botella.Sobre la pared de yeso atravesada en diagonalpor travesaños de madera negros, se apoya aveces algún flaco peral, y las plantas bajas y laspuertas tienen una barrera giratoria para protegerlasde los pollitos, que vienen a picotear enel umbral, migajas de pan moreno mojado en sidra. Luego los patios se estrechan, las edificacionesse aproximan, los setos desaparecen;un haz de helechos se balancea bajo una ventanaen la punta de un mango de escoba; hay laforja de un herrador y luego un carpintero decarros con dos o tres ejemplares nuevos fuerainvadiendo la carretera. Después, a través deun claro, aparece una casa blanca más a11á deun círculo de césped adornado con un Amorcon el dedo colocado sobre la boca; en cadalado de la escalinata hay dos jarrones de hierro;en la puerta, unas placas brillantes: es la casadel notario y la más bonita del país.La iglesia está al otro lado de la calle, veintepasos más allá, a la entrada de la plaza. El pequeñocementerio que la rodea, cerrado por unmuro a la altura del antepecho, está tan lleno desepulturas que las viejas lápidas a ras del sueloforman un enlosado continuo, donde la hierbaha dibujado espontáneamente bancales verdesregulares. La iglesia fue reconstruida en losúltimos años del reinado de Carlos X. La bóve-da de madera comienza a pudrirse por arriba,y, a trechos, resaltan agujeros negros sobre unfondo azul. Por encima de la puerta, dondeestaría el órgano, se mantiene una galena paralos hombres, con una escalera de caracol queresuena bajo los zuecos.La luz solar, que llega por las vidrieras completamentelisas, ilumina oblicuamente los bancos,alineados perpendicularmente a la pared,tapizada aquí y a11á por alguna esterilla clavada,en la que en grandes caracteres se lee «Bancodel Señor Fulano». Más a11á, donde se estrechala nave, el confesonario hace juego con unapequeña imagen de la Virgen, vestida con untraje de raso, tocada con un velo de tul sembradode estrellas de plata, y con los pómuloscompletamente llenos de púrpura como unídolo de las islas Sandwich; por último, unacopia de la «Sagrada Familia, regalo del ministrodel interior», presidiendo el altar mayorentre cuatro candeleros, remata al fondo la perspectiva. Las sillas del coro, en madera, deabeto, quedaron sin pintar.El mercado, es decir, un cobertizo de tejas soportadopor unos veinte postes, ocupa por sísolo casi la mitad de la plaza mayor de Yonville.El ayuntamiento, construido según los pianosde un arquitecto de Paris, es una especie detemplo griego que hace esquina con la casa delfarmacéutico. Tiene en la planta baja tres columnasjónicas, y en el primer piso, una galeríacde arcos de medio punto, mientras que eltímpano que lo remata está ocupado totalmentepor un gallo galo que apoya una pata sobre laCarta(2) y sostiene con la otra la balanza de lajusticia.Pero lo que más llama la atención es, frente ala posada del «León de (Oro», la farmacia delseñor Homais. De noche, especialmente, cuandoestá encendido su quinqué y los tarros rojosy verdes que adornan su escaparate proyectana lo lejos, en el suelo, las dos luces de color,entonces, a través de ellas, como en luces de Bengala, se entrevé la sombra del farmaceútico,de codos sobre su mesa. Su casa, de arriba abajo,está llena de carteles con inscripciones enletra inglesa, en redondilla, en letra de molde:Aguas de Vichy, de Seltz y de Barèges, jarabesdepurativos, medicina Raspail, racahout(3),pastillas Darcet, pomada Regnault, vendajes,baños, chocolates de régimen, etc. Y el rótulo,que abarca todo to ancho de la farmacia, llevaen letras doradas: «Homais, farmacéutico.»Después, al fondo de la tienda, detrás de lasgrandes balanzas precintadas sobre el mostrador,se lee la palabra «laboratorio» por encimade una puerta acristalada que, a media altura,repite todavía una vez más «Homais» en letrasdoradas sobre fondo negro.2. La Carta: acta constitucional de la Restauración(1814), revisada en 1830 por Luis-Felipe,que juró sobre ella. El gallo y la carta sonsímbolos que suelen coronar los edificios públicosfranceses. 3. Alimento hecho de harinas y féculas diversas,de los turcos y los árabes, y empleado tambiénen Francia en el siglo XIX.Después, ya no hay nada más que ver enYonville. La calle única, de un tiro de escopetade larga, y con algunas tiendas a uno y otrolado, termina bruscamente en el recodo de lacarretera. Dejándola a la derecha y bajando lacuesta de San Juan se llega enseguida al cementerio.Cuando el cólera, para ensancharlo, tiraronuna pared y compraron tres acres de terrenoal lado; pero toda esta parte nueva estácasi deshabitada, pues las tumbas, como antaño,continúan amontonándose hacia lapuerta. El guarda, que es al mismo tiempoenterrador y sacristán en la iglesia, sacandoasí de los cadáveres de la parroquia un doblebeneficio, aprovechó el terreno vacío paraplantar en él patatas. De año en año, sin embargo,su pequeño campo se reduce, y cuan-do sobreviene una epidemia no sabe si debealegrarse de los fallecimientos o lamentarsede las sepulturas.-¡Usted vive de los muertos. Lestiboudis! -ledijo, por fin, un día el señor cura.Estas sombrías palabras le hicieron reflexionar;le contuvieron algún tiempo; pero todavíahoy sigue cultivando sus tubérculos, a inclusosostiene con aplomo que crecen de manera espontánea.Desde los acontecimientos que vamos a contar,nada, en realidad ha cambiado en Yonville.La bandera tricolor de latón sigue girando en loalto del campanario de la iglesia; la tienda delcomerciante de novedades sigue agitando alviento sus dos banderolas de tela estampada;los fetos del farmacéutico, como paquetes deyesca blanca, se pudren cada día más en sualcohol cenagoso, y encima de la puerta principalde la posada el viejo león de oro, desteñidopor las lluvias, sigue mostrando a los transeúntessus rizos de perrito de aguas. La tarde en que los esposos Bovary debíanllegar a Yonville, la señora viuda Lefrançois, ladueña de esta posada, estaba tan atareada quesudaba la gota gorda revolviendo sus cacerolas.Al día siguiente era mercado en el pueblo. Hab-ía que cortar de antemano las carnes, destriparlos pollos, hacer sopa y café. Además, tenía lacomida de sus huéspedes, la del médico, de sumujer y de su muchacha; el billar resonaba decarcajadas; tres molineros en la salita llamabanpara que les trajesen aguardiente; ardía la leña,crepitaban las brasas, y sobre la larga mesa dela cocina, entre los cuartos de cordero crudo, sealzaban pilas de platos que temblaban a lassacudidas del tajo donde picaban espinacas. Enel corral se oían gritar las aves que la criadaperseguía para cortarles el pescuezo.Un hombre en pantuflas de piel verde, un pocomarcado de viruela y tocado con un gorro deterciopelo con borla de oro, se calentaba la espaldacontra la chimenea. Su cara no expresabamás que la satisfacción de sí mismo, y parecía tan contento de la vida como el jilguero colgadoencima de su cabeza en una jaula de mimbre:era el farmacéutico.-¡Artemisa! -gritaba la mesonera-, ¡parte leñamenuda, llena las botellas, trae aguardiente,date prisa! Si al menos yo supiera qué postreofrecer a los señores que ustedes esperan.¡Bondad divina! Ya están otra vez ahí los de lamudanza haciendo su estruendo en el billar. ¡Yhan dejado su carro en el portón! « La Golondrina»es capaz de aplastarlo cuando llegue.¡Llama a Hipólito para que lo coloque en susitio!... Pensar que, desde esta mañana, señorHomais, puede que hayan jugado quince partidasy bebido ocho jarras de sidra... Pero me vana romper el paño de la mesa de billar -y continuabamirándolos de lejos con su espumaderaen la mano.-La pérdida no sería grande -respondió el se-ñor Homais-, se compraría otro.-¡Otro billar! -exclamó la viuda. -Es que éste ya no aguanta, señora Lefrançois;se lo repito, ¡se equivoca!, ¡está completamenteequivocada!, y además los aficionados ahoraquieren troneras estrechas y tacos pesados. Nose juega ya a carambolas; ¡todo ha cambiado!¡Hay que ir con los tiempos!, si no, fíjese enTellier...La mesonera se puso roja de despecho. Elfarmacéutico añadió:-Su billar, por mucho que usted diga, es másbonito que el de usted; y si, por ejemplo, se lesocurre organizar un campeonato patriótico afavor de Polonia o de las inundaciones deLyon...-¡No son los pordioseros como él los que nosasustan! -interrumpió la mesonera, alzando susgruesos hombros-. ¡Vamos!, ¡vamos!, señorHomais, mientras viva el «León de Oro» la genteseguirá viniendo aquí. Nosotros tenemos elriñón bien cubierto. En cambio, cualquier ma-ñana verá usted el «Café Francés» cerrado ycon un hermoso cartel sobre la marquesina. Cambiar mi billar -proseguía hablando consigomisma-, con lo cómodo que me es para colocarmi colada, y donde, en la temporada de caza,he dado cama hasta a seis viajeros... ¡Pero eseremolón de Hivert que no acaba de llegar!-¿Le espera usted para la cena de esos señores?-preguntó el farmacéutico.-¿Esperarle? ¡Pues y el señor Binet! A1 dar lasseis ya le verá usted entrar, pues nadie le igualaen el mundo en cuanto a puntualidad. Tieneque tener siempre su sitio en la salita.Antes lo matarán que hacerle cenar en otro sitio.¡Con lo delicado que es!, ¡y tan exigentepara la sidra! No es como el señor León, quellega a veces a las siete, incluso a las siete y media;ni siquiera mira lo que come. ¡Qué muchachomás bueno! Jamás dice una palabra másalta que otra.-Es que hay mucha diferencia, ya se sabe, entrealguien que ha recibido educación y un antiguocarabinero que ahora es recaudador deimpuestos. Dieron las seis. Entró Binet.Vestía una levita azul que le caía recta por supropio peso, alrededor de su cuerpo flaco, y sugorra de cuero, con orejeras atadas con cordonesen la punta de la cabeza, dejaba ver, bajo lavisera levantada, una frente calva, deprimidapor el use del casco. Llevaba un chaleco de pa-ño negro, un cuello de crin, un pantalón gris, y,en todo tiempo, unas botas bien lustradas quetenían dos abultamientos paralelos debidos alos juanetes. Ni un solo pelo rebasaba la líneade su rubia sotabarba que, contorneando lamandíbula, enmarcaba como el borde de unarriate su larga cara, descolorida, con unos ojospequeños y una nariz aguileña. Ducho en todoslos juegos de cartas, buen cazador y con unahermosa letra, tenía en su casa un torno con elque se entretenía en tornear servilleteros queamontonaba en su casa, con el celo de un artistay el egoísmo de un burgués.Se dirigió hacia la salita; pero antes hubo quehacer salir a los tres molineros; y durante todo el tiempo que invirtieron en ponerle la mesa,Binet permaneció silencioso en su sitio, cerca dela estufa; después cerró la puerta y se quitó lagorra como de costumbre.-No son las cortesías las que le gastarían lalengua -dijo el farmacéutico, cuando se quedó asolas con la mesonera.-Nunca habla más -respondió ella-; la semanapasada vinieron aquí dos viajantes de telas,unos chicos muy simpáticos, que contaban denoche un montón de chistes que me hicieronllorar de risa; bueno, pues él permanecía a11í,como un sábalo, sin decir ni palabra.-Sí -dijo el farmacéutico-, ni pizca de imaginaciónni ocurrencias, ¡nada de lo que define alhombre de sociedad!-Sin embargo, dicen que tiene posibles -objetóla mesonera.- ¿Posibles? -replicó el señor Homais-; ¡é1!¿posibles?Entre los de su clase es probable -añadió, enun tono más tranquilo. Y prosiguió:-¡Ah!, que un comerciante que tiene relacionesconsiderables, que un jurisconsulto, unmédico, un farmacéutico estén tan absorbidos,que se vuelvan raros a incluso huraños, locomprendo; se citan sus ocurrencias en las historias.¡Pero, al menos, es que piensan en algo!A mí, por ejemplo, cuántas veces me ha ocurridobuscar mi pluma encima de la mesa paraescribir una etiqueta y comprobar, por fin, quela tenía sobre la oreja.Entretanto, la señora Lefrançois fue a la puertaa mirar si llegaba «La Golondrina». Se estremeció.Un hombre vestido de negro entró depronto en la cocina. Se distinguía, en los últimosresplandores del crepúsculo, que tenía lacara rubicunda y el cuerpo atlético.-¿En qué puedo servirle, señor cura?-preguntó la mesonera al tiempo que alcanzabaen la chimenea uno de los candeleros de cobreque se encontraban alineados con sus velas-. ¿Quiere tomar algo?, un dedo de casis, un vasode vino?El eclesiástico rehusó muy cortésmente. Veníaa buscar su paraguas, que había olvidado elotro día en el convento de Ernemont, y, despuésde haber rogado a la señora Lefrançoisque se lo enviase a la casa rectoral por la noche,salió para ir a la iglesia, donde tocaban al Angelus.Cuando el farmacéutico dejó de oír en la plazael ruido de los zapatos del cura, encontrómuy inconveniente su conducta de hacía uninstante. Ese rechazo a la invitación de un refrescole parecía una hipocresía de las másodiosas; los curas comían y bebían todos conexceso sin que los vieran, y trataban de volver alos tiempos de los diezmos.La hotelera tomó la defensa de su cura:-Además, doblegaría a cuatro como usted bajosu rodilla. El año pasado ayudó a nuestragente a guardar la paja; llevaba hasta seis hacesa la vez, de fuerte que es. -¡Bravo! -dijo el farmacéutico-. Mandad hijasa confesarse con mocetones de semejante temperamento.Si yo fuera el gobierno, querría quesangrasen a los curas una vez al mes.Sí, señora Lefrançois, todos los meses unaamplia sangría por el mantenimiento del ordeny de las buenas costumbres.-¡Cállese ya, señor Homais!, ¡es usted un imp-ío!, ¡usted no tiene religión!El farmacéutico respondió:-Tengo una religión, mi religión, y tengo másque todos ellos, con sus comedias y sus charlatanerías.Por el contrario, yo adoro a Dios.¡Creo en el Ser Supremo, un Creador, cualquieraque sea, me importa poco, que nos hapuesto aquí abajo para cumplir aquí nuestrosdeberes de ciudadanos y de padres de familia;pero no necesito ir a una iglesia a besar bandejasde plata y a engordar con mi bolsillo unmontón de farsantes que se alimentan mejorque nosotros! Porque se puede honrarlo lomismo en un bosque, en un campo, o incluso contemplando la bóveda celeste como los antiguos.Mi Dios, el mío, es el Dios de Sócrates, deFranklin, de Voltaire y de Béranger(4). Yo estoya favor de la Profesión de fe del vicario saboyano(5)y los inmortales principios del ochenta y nueve.Por tanto, no admito un tipo de Dios que sepasea por su jardín bastón en mano, aloja a susamigos en el vientre de las ballenas, muere lanzandoun grito y resucita al cabo de tres días:cosas absurdas en sí mismas y completamenteopuestas, además, a todas las leyes de la física;lo que nos demuestra, de paso, que los sacerdoteshan estado siempre sumidos en una ignoranciaignominiosa, en la que se esfuerzan porhundir con ellos a los pueblos.4. Béranger, cantante francés (1780-1857), nacidoen París, autor a intérprete de cancionesepicúreas, patrióticas y políticas, muy conocidas,como «Le Dieu des bonnes gens», citada ennuestra novela. 5. En ella Rousseau afirma que la religión esuna aspiración natural de su alma y que Dios esuna «revelación del corazón».Se calló, buscando con los ojos a un público asu alrededor, pues, en su efervescencia, el farmacéuticose había creído por un momento enpleno consejo municipal. Pero la posadera yano le escuchaba, prestaba atención a un ruidqde ruedas lejano. Se distinguió el rodar de uncoche mezclado con un crujido de hierros flojosque daban en el suelo, y por fin «La Golondrina»se paró delante de la puerta.Era un arcón amarillo sobre dos grandes ruedasque, subiendo a la altura de la baca, imped-ían a los viajeros ver la carretera y les ensuciabanlos hombros. Los pequeños cristales de susestrechas ventanillas temblaban en sus bastidorescuando el coche estaba cerrado, y conservabanmanchas de barro, que ni siquiera las lluviasde tormenta lavaban por completo. El tiroera de tres caballos, de los cuales el del centro iba delante, y cuando bajaban las cuestas elcoche rozaba el suelo con el traqueteo.Algunos habitantes de Yonville llegaron a laplaza; hablaban todos a la vez pidiendo noticias,explicaciones y canastas; Hivert no sabía acuál atender. Era él quien hacía en la ciudad losencargos del pueblo. Iba a las tiendas, traía rollosde cuero al zapatero, hierro al herrador, unbarril de arenques para su ama, gorros de lasombrerería, tupés de la peluquería, y a lo largodel trayecto, a la vuelta, repartía sus paquetes,que tiraba por encima de las tapias, de pie en elpescante y gritando a pleno pulmón, mientrasque sus caballos iban completamente solos.Un incidente le había retrasado: la perritagalga de Madame Bovary se había escapadopor el campo. Le habían silbado durante uncuarto de hora largo; incluso Hivert había vueltouna media legua atrás, creyendo verla a cadaminuto; pero hubo que continuar el camino.Emma lloró, se enfadó; acusó a Carlos de aquelladesgracia. El señor Lleureux, comerciante de telas que viajaba con ella en el coche, intentóconsolarla con muchos ejemplos de perros perdidosque reconocieron a su amo al cabo delargos años. Se hablaba de uno que había vueltode Constantinopla a París. Otro había hechocincuenta leguas en línea recta y pasado cuatroríos a nado; y su propio padre había tenido unperro de aguas que, después de doce años deausencia, le había saltado de pronto en la espalda,en la calle, cuando iba a cenar fuera decasa.
ESTÁS LEYENDO
Madame Bovary
RandomMadame Bovary es una novela escrita por Gustave Flaubert. Se publicó por entregas en La Revue de Paris desde el 1 de octubre de 1856 hasta el 15 de diciembre del mismo año; en forma de libro, en 1857