tercer capitulo

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  Al día siguiente, al despertarse, vio al pasanteen la plaza. Emma estaba en bata de casa. Leónlevantó la cabeza y la saludó. Ella hizo una inclinaciónrápida y volvió a cerrar la ventana.León esperó durante todo el día a que llegasenlas seis de la tarde; pero, al entrar en la posada,no encontró a nadie más que al señor Binetsentado a la mesa.Aquella cena de la víspera había sido para élun acontecimiento relevante; nunca hasta entonceshabía hablado duranté dos horas seguidascon una señora. ¿Cómo, pues, había podidoexponerle, y en semejante lenguaje, cantidad decosas que no hubiera dicho antes tan bien?, erahabitualmente tímido y guardaba esa reservaque participa a la vez del pudor y del disimulo.La gente de Yonville apreciaba la corrección de sus modales. Escuchaba razonar a la gente madura,y no parecía exaltado en política, cosarara en un joven. Además, poseía talento, pintabaa la acuarela, sabía leer la clave de sol, y legustaba dedicarse a la literatura después de lacena, cuando no jugaba a las cartas. El señorHomais le consideraba por su instrucción; laseñora Homais le tenía afecto por su amabilidad,pues a menudo acompañaba en el jardín alos pequeños Homais, unos críos, siempre embadurnados,muy mal educados y un pocolinfáticos, como su madre. Para cuidarlos ten-ían, además de la muchacha, a Justino, el mancebode la botica, un primo segundo del señorHomais que habían tomado en casa por caridad,y que servía al mismo tiempo de criado.El boticario se portó corno el mejor de los vecinos.Informó a Madame Bovary sobre losproveedores, hizo venir expresamente a suproveedor de sidra, probó la bebida él mismo,y vigiló en la bodega para que colocasen bienlos toneles; indicó, además, la manera de arreglárselas para proveerse de mantequillabarata, y concluyó un trato con Lestiboudis, elsacristán, quien, además de sus funciones sacerdotalesy funerarias, cuidaba los principalesjardines de Yonville por hora o al año, a gustode los dueños. No era solamente la necesidadde ocuparse del prójimo lo que movía al farmacéuticoa tanta cordialidad obsequiosa; debajode aquello había un plan.Había infringido la ley del 19 ventoso(1) delaño XI, artículo 1.°-, 48, que prohíbe a todo individuoque no posea diploma el ejercicio de lamedicina; de modo que, por denuncias oscuras,Homais había sido llamado a Rouen a comparecerante el fiscal del rey en su despacho particular.El magistrado lo había recibido de pie,con su toga, armiño al hombro y tocado conbirrete. Era por la mañana, antes de la audiencia.Se oían en el pasillo las pisadas de las fuertesbotas de los gendarmes y como un ruidolejano de grandes cerrojos que se cerraban. Alfarmacéutico le zumbaron los oídos hasta el punto que llegó a temer una congestión; entrevióprofundos calabozos, su familia llorando, lafarmacia vendida, todos los bocales esparcidos;y tuvo que entrar en un café a tomar una copade ron con agua de Seltz para reponerse.l. Revolución Francesa abolió el calendario gregorianoa implantó el calendario republicano, que duródel 22 de septiembre de 1792 al 1 de enero de 1806.Los nombres de los meses evocan las estaciones delaño. Ventoso corresponde al mes de marzo.Poco a poco, el recuerdo de aquella admoniciónse fue debilitando, y continuaba, comoantes, dando consultas anodinas en su rebotica.Pero el alcalde le tenía enfilado. Algunos colegasestaban celosos, había que temerlo todo;ganarse al señor Bovary con cortesías era ganarsu gratitud, y evitar que hablase después, si sedaba cuenta de algo. Por eso, todas las mañanasHomais le llevaba «el periódico» y frecuentemente,por la tarde, dejaba un momento la far-macia para ir a conversar a casa del «oficial desalud».Carlos estaba triste: la clientela no llegaba.Permanecía sentado durante largas horas sinhablar, iba a dormir a su consultorio o mirabacómo cosía su mujer. Para distraerse hacía lostrabajos pesados de la casa y hasta trató de pintarel desván con un resto de pintura que hab-ían dejado los pintores. Pero los problemaseconómicos le preocupaban. Había gastado tantoen las reparaciones de Tostes, en los trajes desu mujer y en la mudanza, que toda la dote,más de tres mil escudos, se había ido en dosaños. Además, ¡cuántas cosas estropeadas operdidas en el transporte de Tostes a Yonville,sin contar el cura de yeso, que, al caer del carro,en un traqueteo muy fuerte, se había deshechoen mil pedazos en el pavimento de Quincampoix!Una preocupación mejor vino a distraerle, elembarazo de su mujer. A medida que se acercabael final él la mimaba más. Era otro lazo de la carne que se establecía y como el sentimientocontinuo de una unión más compleja. Cuandoveía de lejos su aire perezoso y su talle cimbreándosesuavemente sobre sus caderas sincorsé, cuando frente a frente uno del otro lacontemplaba todo contento, y ella, sentada ensu sillón, daba muestras de fatiga, entonces sufelicidad se desbordaba; se levantaba, la besaba,le pasaba las manos por la cara, le llamabamamaíta, quería hacerle bailar, y decía, mediode risa, medio llorando, toda clase de bromascariñosas que se le ocurrían. La idea de haberengendrado le deleitaba. Nada le faltaba ahora.Conocía la existencia humana con todo detalley se sentaba a la mesa apoyado en los dos codos,lleno de serenidad.Emma primero sintió una gran extrañeza,después tuvo deseos de verse liberada, parasaber lo que era ser madre. Pero no pudiendogastar lo que quería, tener una cuna en formade barquilla con cortinas de seda rosa y gorritosbordados, renunció a la canastilla en un acceso de amargura, y lo encargó todo de una vez auna costurera del pueblo, sin escoger ni discutirnada. Así que no se entretuvo en esos preparativosen que la ternura de las madres se engolosina,y su cariño maternal se vio desde el principioun tanto atenuado.Sin embargo, como Carlos en todas las comidashablaba del chiquillo, pronto ella acabó porpensar en él de una manera más constante.Ella deseaba un hijo; sería fuerte y moreno, lellamaría Jorge; y esta idea de tener un hijovarón era como la revancha esperada de todassus impotencias pasadas. Un hombre, al menos,es libre; puede recorrer las pasiones y los paí-ses, atravesar los obstáculos, gustar los placeresmás lejanos. Pero a una mujer esto le está continuamentevedado. Fuerte y flexible a la vez,tiene en contra de sí las molicies de la carne conlas dependencias de la ley. Su voluntad, comoel velo de su sombrero sujeto por un cordón,palpita a todos los vientos; siempre hay algún deseo que arrastra, pero alguna convenienciasocial que retiene.Dio a luz un domingo, hacia las seis, al salir elsol.-¡Es una niña! -dijo Carlos.Emma volvió la cabeza y se desmayó.Casi al instante, la señora Homais acudió abesarla, así como la señora Lefrançois del «Lion d'Or». El farmacéutico, como hombre discreto,se limitó a dirigirle algunas felicitacionesprovisionales por la puerta entreabierta. Quisover a la niña, y la encontró bien conformada.Durante su convalecencia Emma estuvo muypreocupada buscando un nombre para su hija.Primeramente, pasó revista a todos aquellosque tenían terminaciones italianas, tales comoClara, Luisa, Amanda, Atalía; le gustaba muchoGalsuinda, más aún Ysolda o Leocadia. Carlosquería llamarla como su madre; Emma se opon-ía. Recorrieron el calendario de una punta aotra y consultaron a los extraños. -El señor León -decía el farmacéutico-, conquien hablaba yo el otro día, se extraña de queno elijáis Magdalena que ahora está muy demoda.Pero la madre de Carlos rechazó enérgicamenteeste nombre de pecadora. El señorHumais, por su parte, sentía predilección portodos los que recordaban a un gran hombre, unhecho ilustre o una idea generosa, y de acuerdocon esto, había bautizado a sus cuatro hijos.Así, Napoleón representaba la gloria y Franklinla libertad; Irma, quizás, era una concesión alromanticismo; pero Atalía(2), un homenaje a lamás inmortal obra maestra de la escena francesa.Como sus convicciones filosóficas no impedíansus admiraciones artísticas, el pensadorque llevaba dentro no ahogaba al hombre, sensible;sabía establecer diferencias, distinguirentre imaginación y fanatismo. De tal tragedia,por ejemplo, censuraba las ideas, pero admirabael estilo; maldecía la concepción, peroaplaudía todos los detalles, y se desesperaba contra los personajes, entusiasmándose con susdiscursos. Cuando leía los grandes parlamentos,se sentía transportado; pero cuando pensabaque los curas sacaban partido de aquello, sesentía contrariado, y en esta confusión de sentimientosen que se debatía, hubiera querido ala vez poder coronar a Racine con sus dos manosy discutir con él durante un buen cuarto dehora.2. Atalía es el título de una tragedia de Racine,considerada como la obra maestra del granclásico francés (1639-1699).Por fin, Emma recordó que en el castillo de laVaubyessard había oído a la marquesa llamarBerta a una joven; desde entonces éste fue elnombre elegido, y como el tío Rouault no podíavenir, pidieron al señor Homais que fuese padrino.Los regalos fueron únicamente productosde su establecimiento, a saber: seis botes deazufaifas, un bocal entero de sémola árabe, trescolodras de melcocha, y, además, seis barras de azúcar cande que había encontrado en una alacena.La noche de la ceremonia hubo una grancena; a11í estaba el cura; se calentaron. El señorHomais, en el momento de los licores, entonó elDieu des bonnet gens. El señor León cantó unabarcarola, y la abuela, que era la madrina, unaromanza del tiempo del Imperio; por fin elabuelo exigió que trajesen a la niña, y se puso abautizarla con una copa de champán sobre lacabeza. Esta burla del primero de los sacramentosindignó al abate Bournisien; el señor Bovarypadre contestó con una cita de la Guerra de losdioses, el cura quiso marcharse; las señoras suplicaban;Homais se interpuso; y consiguieronque se volviese a sentar el eclesiástico, quiensiguió tomando tranquilamente, en su platillo,su media taza de café a medio beber.El señor Bovary padre se quedó un mes enYonville, a cuyos habitantes deslumbró con unasoberbia gorra de policía, con galones de plata,que llevaba por la mañana, para fumar su pipaen la plaza. Como también tenía costumbre de beber mucho aguardiente, frecuentementemandaba a la criada al «Lión d'Or» a compraruna botella, que anotaban en la cuenta de suhijo; y, para perfumar sus pañuelos, gastó todala provisión de agua de Colonia que tenía sunuera.Esta no se encontraba a disgusto en su compañía.Era un hombre que había recorrido elmundo; hablaba de Berlín, de Viena, de Estrasburgo,de su época de oficial, de las amantesque había tenido, de las grandes comidas quehabía hecho; además, se mostraba amable, aincluso a veces, en la escalera o en el jardín, lacogía por la cintura exclamando:-¡Carlos, ten cuidado!La señora Bovary madre llegó a asustarse porla felicidad de su hijo, y, temiendo que su esposo,a la larga, tuviese una influencia moral sobrelas ideas de la joven, se apresuró a prepararla marcha. Quizás tenía preocupaciones másserias. El señor Bovary era hombre que no respetabanada. Un día, Emma sintió de pronto el deseo dever a su niñita, que habían dado a criar a lamujer del carpintero; y, sin mirar en el almanaquesi habían pasado las seis semanas de la Virgen(3),se encaminó hacia la casa de Rolet, quese encontraba al extremo del pueblo, bajando lacuesta, entre la carretera principal y las praderas.3. Son las seis semanas que van desde Navidadhasta la Purificación (2 de febrero). Se considerabaque la mujer que había dado a luzdebía abstenerse de trabajos físicos durante unperiodo análogo al final del cual se celebraban,y aún se celebran, en algunas regiones ceremoniasreligiosas de purificación.Era mediodía; las casas tenían cerrados lospostigos, y los tejados de pizarras, que relucíanbajo la áspera luz del cielo azul, parecían echarchispas en la cresta de sus hastiales. Soplaba unviento pesado, Emma se sentía débil al caminar;los guijarros de la acera la herían; vaciló entre volverse a su casa o entrar en algún sitio adescansar.En aquel momento, el señor León salió de unportal cercano con un legajo de papeles bajo elbrazo. Se acercó a saludarle y se puso a la sombradelante de la tienda de Lheureux, bajo eltoldo gris que sobresalía.Madame Bovary dijo que iba a ver a su niña,pero que ya empezaba a estar cansada.-Si... -replicó el señor León, sin atreverse aproseguir.-¿Tiene que hacer algo en alguna parte? -lepreguntó Emma.Y a la respuesta del pasante, le pidió que laacompañara. Aquella misma noche se supo enYonville, y la señora Tuvache, la mujer del alcalde,comentó delante de su criada que «MadameBovary se comprometía».Para llegar a casa de la nodriza había que girara la izquierda, después de la calle, comopara ir al cementerio, y seguir entre casitas ycorrales un pequeño sendero, bordeado de al-heñas. Estaban en flor lo mismo que las verónicasy los agavanzos, las ortigas y las zarzas quesobresalían de los matorrales. Por el hueco delos setos se percibían en las casuchas algún cochinoen un estercolero, algunas vacas atadasfrotando sus cuernos contra el tronco de losárboles. Los dos caminaban juntos, despacio,ella apoyándose en él y conteniéndole el pasoque él acompasaba al de ella; por delante, unenjambre de moscas revoloteaba zumbando enel aire cálido.Reconocieron la casa por un viejo nogal quele daba sombra. Baja y cubierta de tejas oscuras,tenía fuera, bajo el tragaluz del desván, colgadauna ristra de cebollas. Haces de leña menuda,de pie, contra el cercado de espinos, rodeabanun bancal de lechugas, algunas matas de espliegoy guisantes en flor sostenidos por rodrigones.Corría un agua sucia que se esparcía porla hierba, y había todo alrededor varios haraposque no se distinguían, medias de punto, unablusa estampada roja y una gran sábana de gruesa tela tendida a lo largo del seto. Al ruidode la barrera, apareció la nodriza, que llevabaen brazos un niño que mamaba. Con la otramano tiraba de un pobre crío enclenque con lacara cubierta de escrófula, hijo de un tenderode Rouen y al que sus padres, demasiado ocupadoscon su negocio, dejaban en el campo.-Pasen -les dijo-; su hija está a11á durmiendo.La habitación, en la planta baja, la única de lavivienda, tenía al fondo contra la pared unaancha cama sin cortinas, mientras que la artesaocupaba el lado de la ventana, uno de cuyoscristales estaba remendado con una flor de papelazul. En la esquina, detrás de la puerta,unos borceguíes de clavos relucientes estabancolocados sobre la piedra del lavadero, cerca deuna botella llena de aceite que llevaba unapluma en su gollete; había un Mathieu Laensberg(4)tirado en la chimenea polvorienta, entrepedernales, cabos de vela y pedazos de yesca.Por fin, el último lujo de aquella casa era unaFama soplando en unas trompetas, imagen re-cortada, sin duda a propósito, directamente dealgún prospecto de perfumería, y clavada en lapared con seis clavos de zuecos.4. Célebre almanaque publicado en Lieja(Bélgica) difundido por vendedores ambulantesdurante todo el siglo XIX.La hija de Emma dormía en el suelo, en unacúna de mimbre. Ella la cogió con la manta quela envolvía, y se puso a cantarle suavementemeciéndola.León se paseaba por la habitación; le parecíaextraño ver a aquella bella dama, con vestidode nankín, en medio de aquella miseria. MadameBovary enrojeció; él se apartó, creyendoque sus ojos quizás habían sido algo impertinentes.Después Emma volvió a acostar a laniña, que acababa de vomitar sobre su babero.La nodriza fue inmediatamente a limpiarla asegurandoque no se notaría.-¡Me lo hace mucha veces -decía la nodriza-, yno hago más que limpiarla continuamente! ¡Si tuviera la amabilidad de encargar a Camus, eltendero, que me deje sacar un poco de jabóncuando lo necesito!, sería incluso más cómodopara usted; así no la molestaría.-¡Bueno, bueno! -dijo Emma-. ¡Hasta luego,tía Rolet!Y salió, limpiándose los pies en el umbral dela puerta.La buena señora la acompañó hasta el fondodel corral, mientras que le hablaba de lo que lecostaba levantarse de noche.A veces estoy tan rendida que me quedodormida en la silla; por esto, debería usted almenos darme una librita de café molido que meduraría un aces y que tomaría por la mañanacon leche.Después de haber aguantado sus expresionesde agradecimiento, Madame Bovary se fue; yya había caminado un poco por el senderocuando un ruido de zuecos le hizo volver la cabeza:¡era la nodriza!-¿Qué pasa? Entonces la campesina, llevándola aparte,detrás de un olmo, empezó a hablarle de sumarido, que, con su oficio y seis francos al añoque el capitán...-Termine pronto -dijo Emma.-Bueno -repuso la nodriza arrancando suspirosentre cada palabra-, temo que se ponga tristeviéndome tomar café sola, ya comprende, loshombres...-¡Pues lo tendrá -repetía Emma-, se lo daré!...¡Me está cansando!-¡Ay!, señora, a causa de sus heridas, tieneunos dolores terribles en el pecho. Incluso diceque la sidra le debilita.-¡Pero acabe de una vez, tía Rolet!-Pues mire -replicó haciéndole una reverencia-,cuando quiera -y le dirigía una miradasuplicante- un jarrito de aguardiente -dijo finalmente-,y le daré friegas a los pies de su ni-ña, que los tiene tiernecitos como la lengua.Ya libre de la nodriza, Emma volvió a tomarel brazo del señor León. Caminó deprisa duran-te algún tiempo; después acortó el paso, y sumirada, que dirigía hacia adelante, encontró elhombro del joven cuya levita tenía un cuello deterciopelo negro. Su pelo castaño le caía encima,lacio y bien peinado. Observó sus uñas,que eran más largas de las que se llevaban enYonville. Una de las grandes ocupaciones delpasante era cuidarlas; y para este menester ten-ía un cortaplumas muy especial en su escritorio.Regresaron a Yonville siguiendo la orilla delrío. En la estación cálida, la ribera, más ensanchada,dejaba descubiertos hasta su base losmuros de las huertas, de donde, por unos escalones,se bajaba hasta el río.El agua discurría mansamente, rápida y aparentementefría; grandes hierbas delgadas securvaban juntas encima, siguiendo la corrienteque las empujaba, y como verdes cabellerasabandonadas se extendían en su limpidez. Aveces, en la punta de los juncos o sobre la hojade los nenúfares caminaba o se posaba un in-secto de patas finas. El sol atravesaba con unrayo las pequeñas pompas azules de las olasque se sucedían rompiéndose; los viejos saucespodados reflejaban en el agua su corteza gris.Más a11á, todo alrededor, la pradera parecíavacía.Era la hora de la comida en las granjas, y lajoven y su acompañante no oían al caminar másque la cadencia de sus pasos sobre la tierra delsendero, las palabras que se decían y el roce delvestido de Emma que se propagaba alrededorde ella.Las tapias de las huertas, rematadas en susalbardillas con trozos de botellas, estaban calientescomo el acristalado de un invernadero.En los ladrillos habían crecido unos rabanillos,y con la punta de su sombrilla abierta, MadameBovary, al pasar, hacía desgranar en polvoamarillo un poco de sus flores marchitas o algunarama de madreselvas o de clemátide quecolgaban hacia afuera y se arrastraban un mo-mento sobre el vestido de seda enredándose enlos flecos.Hablaban de una compañía de bailarines españolesque iba a actuar en breve en el teatrode Rouen.-¿Irá usted? -le preguntó ella.-Si puedo --contestó él.¿No tenían otra cosa qué decirse? Sus ojos, sinembargo, estaban llenos de una conversaciónmás seria; y, mientras se esforzaban en encontrarfrases banales, se sentían invadidos poruna misma languidez; era como un murmullodel alma, profundo, continuo, que dominaba elde las voces. Sorprendidos por aquella dulzuranueva, no pensaban en contarse esa sensación oen descubrir su causa. Las dichas futuras, comolas playas de los trópicos, proyectan sobre lainmensidad que les precede sus suavidadesnatales, una brisa perfumada, y uno se adormeceen aquella embriaguez sin ni siquiera preocuparsedel horizonte que no se vislumbra. Enalgunos sitios la tierra estaba hundida por el paso de los animales; tuvieron que caminarsobre grandes piedras verdes, espaciadas en elbarro. Frecuentemente ella se paraba un minutopara mirar dónde poner su botina, y, tambaleándosesobre la piedra que temblaba, con loscodos en el aire, el busto inclinado, la miradaindecisa, entonces reía, por miedo a caer en loscharcos de agua.Cuando llegaron ante su huerta, MadameBovary empujó la pequeña barrera, subió corriendolas escaleras y desapareció.León regresó a su despacho. El patrón estabaausente; echó una ojeada a los expedientes, secortó una pluma, finalmente tomó su sombreroy se marchó.Se fue a la Pâture, en lo alto de la cuesta deArgueil, a la entrada del bosque; se acostó en elsuelo bajo los abetos, y miró el cielo a través desus dedos.-¡Qué aburrimiento! -se decía-, ¡qué aburrimiento!Se consideraba digno de lástima viviendo enaquel pueblo con Homais por amigo y el señorGuillaumin por patrón. Este último, absorbidopor sus negocios, con anteojos de montura deoro y patillas pelirrojas sobre corbata blanca, noentendía nada de delicadezas del espíritu, aunquese daba un tono tieso e inglés que habíadeslumbrado al pasante en los primeros tiempos.En cuanto a la mujer del farmacéutico, erala mejor esposa de Normandía, mansa como uncordero, tierna amante de sus hijos, de su padre,de su madre, de sus primos, compasiva delas desgracias ajenas, despreocupada de suslabores y enemiga de los corsés; pero tan lentaen sus movimientos, tan aburrida de escuchar,de un aspecto tan ordinario y de una conversacióntan limitada, que a León nunca se le habíaocurrido, aunque ella tenía treinta años y élveinte, aunque dormían puerta con puerta, y lehablaba todos los días, que pudiera ser unamujer para alguien, ni que poseyera de su sexomás que el vestido. Y después de esto, ¡qué había? Binet, algunoscomerciantes, dos o tres taberneros, el cura y,finalmente, el señor Tuvache, el alcalde, con susdos hijos, gentes acomodadas, toscas, obtusas,que cultivaban ellos mismos sus tierras, hacíancomilonas en familia, devotos por otra parte, yde un trato totalmente insoportable.Pero sobre el fondo vulgar de todos aquellosrostros humanos, la figura de Emma se destacabaaislada y más lejana sin embargo; puesLeón presentía entre ella y él como vagos abismos.Al principio él había ido a visitarla varias vecesa su casa acompañado del farmaceútico.Carlos no se había mostrado muy interesadopor recibirle; y León no sabía cómo comportarseentre el miedo de ser indiscreto y el deseode una intimidad que creía casi imposible.  

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